New York Times www.nytimes.com/ Por ALEXANDER MAIN
Washington — La última primavera y verano, grandes protestas
detonadas por escándalos de corrupción envolvieron a dos países de
América Central.
En Guatemala, una investigación realizada por la
Comisión Internacional contra la Impunidad auspiciada por la ONU reveló
un anillo de corrupción de largo alcance y destapó pruebas de que su
líder no era otro que el presidente del país, Otto Pérez Molina.
Las protestas crecieron en Ciudad de Guatemala y,en septiembre,
Pérez Molina dimitió y fue encarcelado a la espera de juicio.
En Honduras,las protestas estallaron cuando un periodista local,David Romero
reveló que millones de dolares de dinero público del sistema de salud
del país habían sido desviados hacia el gobernante Partido Nacional
y hacia la campaña electoral del presidente Juan Orlando Hernández.
Un conjunto de administradores y ejecutivos de empresas han sido imputados por corrupción en el sistema de salud, pero no se han presentado cargos contra Hernández o contra otros altos cargos del partido por la desviación de fondos al partido. Decenas de miles de manifestantes exigieron antorcha en mano la dimisión de Hernández y una comisión apoyada por Naciones Unidas como la de Guatemala.
En respuesta, Hernández llamó a un “diálogo nacional” estrechamente
controlado, en el que muchos líderes de la oposición rechazaron
participar, y a continuación propuso un órgano de investigación sin
autonomía promovido por el gobierno. Cuando esto no logró aplacar a los
manifestantes, la Organización de Estados Americanos intervino para
tratar de diseñar un plan alternativo. El resultado fue la Misión de
Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH).
La misión fue inaugurada en la sede de la OEA en Washington el mes
pasado con gran ostentación y un sonoro respaldo por parte del
Departamento de Estado. Un portavoz del departamento, John Kirby, dijo
que la misión “responde a la demanda legítima del pueblo de Honduras de
una acción vigorosa y significativa contra la corrupción”.
Los opositores en Honduras, sin embargo, han denunciado que el plan no
tiene eficacia real y han seguido insistiendo en un órgano
independiente, apoyado por Naciones Unidas. Cincuenta y cuatro miembros
del Congreso han urgido al secretario de Estado, John Kerry, a apoyar su
demanda. Una coalición de casi todos los grupos de defensa de los
derechos humanos del país declararon que la nueva misión era “limitada
en su capacidad de luchar contra la corrupción y la impunidad en el
país”.
A diferencia de la comisión de Guatemala, que
tiene muchos antecedentes en la lucha contra el crimen organizado y la
corrupción de alto nivel, la de Honduras no participará directamente en
investigaciones ni procedimientos legales. En su lugar, su equipo
internacional de jueces y abogados sólo aportará apoyo técnico a los
investigadores y fiscales locales que forman parte del sistema judicial y
son susceptibles de presión política. La misión puede hacer
recomendaciones para reformar el averiado sistema de justicia, pero el
gobierno es libre de ignorarlas.
Honduras necesita ayuda. Sus niveles extremos de violencia, entre los más
altos del mundo,van de la mano con un terrible nivel de impunidad en los crímenes.
Las fuerzas de seguridad del país están fuertemente infiltradas por el
crimen organizado –“podridas hasta el tuétano”, según un antiguo oficial
de policía declaró al Miami Herald–. Dos semanas después, el oficial
fue asesinado a tiros. Numerosos periodistas, abogados, activistas por
el derecho a la tierra, defensores de los derechos LGTBI y figuras de la
oposición han sido asesinados, sin consecuencias para sus asesinos.
Si la misión puede llegar a lograr algo dependerá de si hay tras ella
suficiente voluntad política. Hay pocos motivos para ser optimistas:
Hernández y el Partido Nacional tienen ya un historial de haber
pisoteado el Estado de derecho.
En 2012,como presidente del Congreso, Hernández destituyó a varios jueces del
Tribunal Supremo y llenó ilegalmente la magistratura de aliados suyos.
En 2014, su partido disolvió una –altamente respetada– comisión
independiente de reforma de la Policía, sin aplicar sus principales
recomendaciones. Y hasta ahora el fiscal general de Honduras, Oscar
Chinchilla, no ha logrado investigar o procesar a líderes del Partido
Nacional de Honduras por el desvío de los fondos del sistema de salud a
las cuentas del partido.
Tristemente, el gobierno estadounidense está mal posicionado para ofrecer ayuda.
En 2009, el Departamento de Estado con Hillary Clinton como secretaria favoreció
el éxito de un golpe de Estado militar en Honduras bloqueando las acciones
para restaurar al presidente de izquierda, Manuel Zelaya, en el poder.
Desde entonces, las acciones diplomáticas de Washington se han centrado
en apuntalar a una serie de gobiernos corruptos post-golpe. Más de 100
miembros del Congreso han pedido a la administración Obama que condene
las violaciones de derechos humanos por parte de las fuerzas de
seguridad y han puesto en cuestión la asistencia de Estados Unidos a
Honduras en materia de seguridad.
De momento,Washington sigue apoyando a Hernández. En el clímax de las protestas
del año pasado, el embajador de Estados Unidos en Honduras proclamó que
“las relaciones entre Estados Unidos y Honduras son quizá las mejores de
la historia”. Este año, el gobierno de Estados Unidos ha vuelto a
incrementar el apoyo militar y policial a América Central, recibiendo
Honduras un porcentaje significativo de estos fondos, buena parte de
ellos a través de la opaca Iniciativa Regional de Seguridad para América
Central (CARSI, por sus siglas en inglés).
Dadas las limitaciones del mandato de la misión anti-corrupción y las alegaciones
contra los altos cargosinvolucrados en la aplicación de sus
recomendaciones, parece poco probable que este organismo pueda superar
la crisis en Honduras. Más bien, parece querer dar una apariencia de
respetabilidad al apoyo continuado de Washington al régimen de
Hernández.
Aun así, la legislación sobre asignaciones de fondos del Congreso
estadounidense para 2016 ofrece herramientas para
presionar al gobierno de Honduras. La mitad de la asistencia a Honduras
–de decenas de millones de dólares– esté condicionada por la
certificación por parte del Departamento de Estado de que las
autoridades estén llevando a cabo acciones efectivas para combatir la
corrupción, estén cooperando con comisiones contra la impunidad e
investigando y procesando a “los miembros del ejército y la policía
verosímilmente acusadosde violar los derechos humanos”.
Pero ¿está el Departamento de Estado dispuesto a tomarse el proceso de
certificación en serio? Esto es algo sobre lo que muchos miembros del
Congreso han dudado seriamente en los últimos años. Puede que la
supervisión del Congreso sea la única garantía para que la debida
diligencia se realice.
Los manifestantes continuarán sin duda protestando en las calles de Tegucigalpa
–como hicieron el mes pasado– exigiendo un órgano anti-corrupción más efectivo
apoyado por Naciones Unidas. Si la misión promovida por la OEA no logra resultados,
Hernández podría llevarse otra dosis de poder popular como la que hizo
caer al presidente de Guatemala.
Alexander Main es un asociado principal de política internacional del Center
for Economic and Policy Research de Washington
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The Opinion Pages | Op-Ed Contributor
An Anti-Corruption Charade in Honduras
Photo
In Honduras,
protests erupted when a local journalist revealed that millions of
dollars of public funds from the country’s health care system had been
funneled to the ruling National Party and the election campaign of
President Juan Orlando Hernández. A handful of administrators and
business executives have been indicted for other corruption in the
health system, but no charges have been brought against Mr. Hernández or
other top party officials over the diversion of funds to the party.
Thousands of torch-bearing protesters demanded Mr. Hernández’s
resignation and a United Nations-backed commission like Guatemala’s.
In
response, Mr. Hernández convened a tightly controlled “national
dialogue,” in which many opposition leaders refused to participate, and
then proposed a government-sponsored investigative body with no
autonomy. When this failed to placate protesters, the Organization of
American States stepped in to help design an alternative plan. The
result was the Support Mission Against Corruption and Impunity in
Honduras.
The mission was inaugurated at the O.A.S. headquarters in Washington last month amid much fanfare
and a ringing endorsement from the State Department. A department
spokesman, John Kirby, said the mission “responds to the legitimate
demands of the Honduran people for vigorous and meaningful action
against corruption.”
Opponents
in Honduras, however, have denounced the plan as toothless and are
insisting on an independent, United Nations-backed body — and 54 members
of Congress have urged Secretary of State John Kerry to support their demand. A coalition of almost all the country’s human rights groups declared that the new mission was “limited in its ability to attack corruption and impunity in the country.”
Unlike
the Guatemalan commission, which has a strong record of fighting
organized crime and high-level corruption, the Honduran one won’t
directly participate in investigations and prosecutions. Instead, its
international team of judges and lawyers will merely provide technical
support to local investigators and prosecutors who are part of the
judiciary and susceptible to political pressure. The mission can make
recommendations for reforming the broken justice system, but the
government is free to ignore them.
Honduras
needs help. Its extreme levels of violence, among the highest in the
world, go hand in hand with an appalling rate of criminal impunity. The
country’s security forces are heavily infiltrated by organized crime —
“rotten to the core,” a former police official told The Miami Herald.
Two weeks later, the official was shot dead. Scores of journalists,
lawyers, land rights activists, gay rights advocates and opposition
figures have been assassinated, without consequence for their killers.
Whether
the mission can achieve anything will depend on whether there is
sufficient political will. There is little cause for optimism: Mr.
Hernández and the National Party have a record of running roughshod over
the rule of law.
In
2012, as president of Congress, Mr. Hernández ousted several Supreme
Court justices and illegally stacked the bench with his allies. In 2014,
his party dissolved a widely respected independent police reform
commission without enacting its recommendations. And the Honduran
attorney general, Oscar Chinchilla, has so far failed to investigate or
prosecute National Party leaders in the diversion of health care funds
to party accounts.
Sadly,
the American government is ill positioned to offer help. In 2009, the
State Department under Secretary Hillary Clinton helped a military coup
in Honduras succeed by blocking efforts
to restore the left-leaning president, Manuel Zelaya, to power. Since
then, Washington’s diplomatic efforts have focused on shoring up a
series of corrupt post-coup governments. More than 100 members of
Congress have called
on the Obama administration to condemn human rights violations by
security forces, and have questioned America’s security assistance to
Honduras.
Yet
Washington continues to back Mr. Hernández. At the height of last
year’s protests, the American ambassador to Honduras proclaimed that
“relations between the United States and Honduras are perhaps the best
in history.” This year, the United States government has again increased
military and police support to Central America, with Honduras receiving
a significant percentage of those funds, much of it through the opaque
Central America Regional Security Initiative.
Given
the limits of the anti-corruption mission’s mandate and the allegations
against senior officials involved in carrying out its recommendations,
it seems unlikely that this body will overcome the crisis in Honduras.
Instead, it seems intended to give a veneer of respectability to
Washington’s continued support for the Hernández regime.
Still,
the appropriations legislation in Congress for 2016 does provide tools
to pressure the Honduran government. It makes half of the assistance to
Honduras — amounting to tens of millions of dollars — conditional on
State Department certification that the authorities are taking effective
steps to combat corruption, cooperate with commissions against
impunity, and investigate and prosecute “members of military and police
forces who are credibly alleged to have violated human rights.”
But is the State Department willing to take the certification process seriously? This is something many members of Congress have had serious questions about in recent years. Congressional oversight may be the only guarantee that due diligence is done.
Protesters will doubtless continue to march through the streets of Tegucigalpa — as they did last month
— calling for a more effective United Nations-backed anti-corruption
body. If the O.A.S.-sponsored mission fails to deliver results, Mr.
Hernández could get another dose of people power like the one that
brought down Guatemala’s president.
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