Gaddafi cabalga en el Sahara para siempre
Desde aquí, desde las
montañas de Colombia, bajo las bombas imperiales que persiguen también
con saña la rebeldía, va un abrazo de solidaridad para Libia y África
entera.
Por Gabriel Ángel
Todos los imperialistas del mundo están
de fiesta. Pregonan a los cuatro vientos que mataron a Muammar al
Gaddafi en Libia, que cumplieron sus propósitos, que ahora sí pueden
regresar tranquilamente a casa. Pretenden con su dicha hacer creer que
están acabando los malos, que el mundo en adelante va a ir mejor, que la
gente buena ahora sí podrá dormir tranquila.
La gente buena no son los siete mil
millones de habitantes del planeta. La gente buena son los principales
accionistas de las compañías transnacionales que se aprestan a disfrutar
del botín de África, de sus mayores reservas petroleras y sus
gigantescos depósitos de agua dulce. La buena gente son los gobiernos de
la vieja Europa colonialista y brutal, de los Estados Unidos.
El Consejo de Seguridad de la ONU, que
dio su visto bueno a la carnicería, no representa en absoluto la
voluntad de los pueblos de Asia, África o América Latina. Pero ni
siquiera la voluntad de los pueblos europeos o norteamericano. Ese
monstruo infernal de cinco cabezas y diez patas es apenas el abyecto
capataz del gran capital financiero mundial.
Si algo pone de presente la muerte de
Gaddafi, es la ruptura definitiva de cualquier vínculo que pudiera
todavía subsistir entre los sueños de hermandad que animaron la creación
de la Organización de las Naciones Unidas y la terrible realidad de
violencia, explotación y opresión en que se encuentra sumida la Tierra
bajo la férula de los criminales poderes hegemónicos.
Qué triste espectáculo ese de salir a
exigir que se investigue el crimen, la violación de las leyes
internacionales. No existe ley ninguna que pueda frenar o sancionar las
determinaciones de los amos del mundo. La legislación internacional no
es más que el atado de prohibiciones y sanciones con que las naciones
más poderosas procuran aplastar en derecho a las más débiles.
Nada hay más retórico y trágico que el
recinto donde sesiona la Asamblea General de la ONU, en donde
Presidentes románticos, un poco como orates, pronuncian los más bellos
discursos ante un pobre auditorio. Ninguna de las decisiones adoptadas
en ese foro posee poder vinculante, no pasan de simples recomendaciones
de las que se ríe impunemente el imperio.
Certezas como esas fueron las que
comprendió Gaddafi. Y a las que se opuso en voz alta con una dignidad y
un coraje que conmovieron la opinión mundial. A diferencia de buena
parte de siniestros mandatarios de África aplaudidos y apoyados por la
Unión Europea, Muammar se dedicó durante décadas a elevar
considerablemente el nivel de vida del pueblo libio.
Algo que jamás ha preocupado a las
potencias colonialistas que fueron siempre al continente negro en busca
de tesoros y esclavos. Y que procedieron sin disimulo del modo más
salvaje contra árabes, bereberes y negros que levantaron su voz de
protesta o clamaron por su independencia. Gaddafi representaba sin duda
el decoro de África y el mundo árabe.
Cosa que no podían perdonarle nunca los
imperialistas. Estaba condenado a muerte desde hace mucho tiempo.
Simplemente las cosas se dieron para la ejecución de la condena ahora.
No habían prosperado las conspiraciones ni los atentados contra él,
había que sacarlo por la fuerza, con una operación que por su cobardía
colma de asombro y repugnancia al mundo.
Porque se ejecuta en nombre de la
democracia y la vida, invocando la libertad y la lucha contra el
terrorismo, precisamente por parte de los poderes e intereses que más
han hollado con sus violencias esos sagrados derechos. Francia, la misma
que pese a los derechos del hombre exprimió hasta la hambruna a Haití,
vuelve a recordarnos hoy la indecencia europea.
El premio nobel de paz que Europa regaló a
Barak Obama, simboliza el cinismo del gran capital transnacional, que
tiene al mundo tomado por el cuello y amenaza con destruirlo, mientras
clama en voz alta por la conservación del medio ambiente. Llámenla como
la llamen, la agresión contra Libia no es más que un horroroso acto
terrorista por parte del imperio.
La muerte de Gaddafi duele. Aunque se
diga y reconozca que no era el mismo hombre de antaño, aunque se lo
muestre como inconsecuente y hasta incauto en sus últimos años. Aunque
haya sido tildado de traidor por muchos. Hubiera podido rendirse,
hubiera podido invocar en su favor quizás qué compromisos y hechos.
Hubiera podido infamarse.
Pero se abstuvo. Cuando hacerlo le
hubiera ganado las palmaditas en la espalda de parte de los primeros
ministros y presidentes del primer mundo, cosa que han hecho en cambio
multitud de arrepentidos que ascienden hasta a vicepresidentes. En su
lugar tomó las armas y se fue al desierto. A enfrentar hasta la muerte a
invasores, mercenarios y perjuros.
Y eso lo redime ante la historia. Fue
asesinado miserablemente porque era un personaje inmenso de ideas y
convicciones anti imperialistas. Igual como sucedió con el Che Guevara
en Bolivia. Pensaron que muerto se apaciguaría por completo su país. Se
equivocaron, el problema no era Gaddafi sino ellos, el problema no era
con Libia, sino con el mundo entero.
Ese mundo que se levanta indignado en
todos los rincones del planeta. Esos proletarios de todos los países que
marchan en dirección a unirse. Esos miles de millones de seres humanos
que están cansados de tanta injusticia, que quieren que los dejen pensar
y obrar por sí mismos, que harán de Gaddafi, como del Mono Jojoy, otro
de sus inmortales íconos.
Desde aquí, desde las montañas de
Colombia, desde la esquina noroccidental de Suramérica, va nuestro
abrazo de solidaridad para Libia y África. Sobre nosotros también caen
con saña las bombas imperiales que se empeñan en acabar la rebeldía, por
eso sabemos lo que valen hombres como Patricio Lumumba, Ken Waro Siwa o
Muammar al Gadaffi. Honor a todos ellos.
By M
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