Claro, él no piensa lo mismo y está en su derecho. Luego de renunciar a su candidatura dijo: “El partido Salvador de Honduras continúa, pero ya no seré el candidato esta vez, sino que el primer designado presidencial”. Se refiere a su incorporación a la fórmula de Xiomara Zelaya con Libre.
Al margen de su propio pronóstico y del respaldo de quienes aún lo siguen o avalan su postura, la fugaz e intensa aparición política de Salvador merece reconocimiento y más de un comentario. El apretado resumen de una década lo justifica: en 2013 recibió 418.443 votos (13,4 %) como candidato presidencial del Partido Anti Corrupción (PAC), en 2017 aumentó a 1.360.442 (41,4%) y en 2021 toma la decisión de declinar justo a las puertas del próximo escrutinio. Nada ha sido previsible en su trayectoria política, ni su auge, ni su ocaso.
En el balance, lo que logró en estos años es único. Su aceptación popular sorprendió a todos. El suyo es un caso singular de ambición y vocación política. Marcó un precedente difícil de emular. Como si fuera un “reality show” pasó de los camerinos de la política al centro del escenario en muy poco tiempo. Tiene el mérito histórico de contribuir decisivamente a la quiebra del bipartidismo cachureco-liberal. Mel Zelaya no se puede dar ese crédito solo.
Para cualquier politólogo su
figuración es apasionante de estudiar. En su carrera hay claves
importantes de tomar en cuenta. Los rivales políticos que se reían de él
tuvieron que recurrir a trucos sucios o maniobras para frenarlo: al PAC
lo resucitó y se lo robaron, ganó la Presidencia en las urnas con la
Alianza de Oposición pero se la sustrajeron con un fraude monumental y
ahora su tercer intento, con otro partido que creó a su imagen y
semejanza, se disolvió en Libre como una Alka Seltzer en un vaso con
agua.
¿Supo Salvador ser un político? Parece
que no, pero en esa condición se explica su éxito y fracaso. Ser y no
ser un político. Digamos que supo o intuyó lo que tenía que hacer y
decir en un momento de nuestra historia en el cual la política es pura
actuación y escenografía. Es decir, cayó en su salsa.
Como suele ocurrir con los líderes mediáticos de nuevo cuño, su conservadurismo de extrema derecha lo encubrió muy bien con un encendido discurso anti corrupción y anti JOH que no llegó a ser ni anti sistema, ni anti tradicional… pero que parecía serlo. De hecho, él, admirador confeso de Pinochet, es recibido con los brazos abiertos en un partido que se presenta a sí mismo como de izquierda. “Válgame Dios”, diría un ateo.
Para captar la simpatía de la población su prédica política fue agresiva desde un inicio; una densa exposición de calificativos que buena parte de la ciudadanía, sobre todo jóvenes, recibió con agrado. A una ciudadanía sumida en la impotencia y el escepticismo le prometió barrer con los ladrones del gobierno, trazando, aparentemente, una distinción entre la “vieja” y la “nueva” política.
Su discurso en todos estos años tuvo
dos ejes: contra la corrupción y contra JOH. Esas fueron sus grandes
líneas de confrontación. Justas, vinculantes, pero insuficientes si se
toma en cuenta la multi crisis que vive el país.
En consecuencia, cuando se le pedía
explicar cómo haría los cambios; sus respuestas eran superficiales. No
había ninguna estrategia visible para erradicar y prevenir los actos de
corrupción o desmantelar la herencia autoritaria de JOH. Pese a ello,
como candidato de la Alianza Opositora protagonizó en 2017 las
elecciones más reñidas de la historia y perdió por el fraude que le
montaron.
Pasaron cuatro años desde entonces, la alianza electoral se disipó, no tenía otro fundamento ni proyecto, y Salvador construyó una nueva plataforma política, pero más que un partido estructurado edificó un pedestal, un soporte personal, y ahora pagó las consecuencias.
Cuando despertó a los nuevos comicios se dio cuenta que le costaba completar las planillas. Con municipios y departamentos sin cerrar. Sin los recursos necesarios para financiar la campaña y sin haber sostenido un diálogo de fondo con sus propios candidatos. Su barco hacía aguas rumbo al 28 de noviembre pero aún navegaba, sin embargo, Salvador hizo lo que no se le perdona a un capitán: abandonarlo al naufragio dejando la tripulación adentro.
Del aspirante que en el lanzamiento de su campaña presidencial en San Pedro Sula, hace menos de dos meses, afirmaba que “el 40% de intención de votos que me dan es poco”, al declinante actual hay mucha diferencia. Nadie en aquel momento anticipaba su fusión con Libre.
Quién sabe, pero quizá siga siendo un
tipo con instinto y este paso aporte a la caída del nacionalismo, aunque
se inmole en el intento. Ahora es más claro que sólo hay dos resultados
posibles: el triunfo del oficialismo o su derrota. Si el nacionalismo
continúa en el poder será muy difícil poner freno a la bancarrota de
nuestra nación.
En todo caso, Salvador intentó
individualmente triunfar pero no alcanzó lo que otros “outsiders” de la
política si lograron en países vecinos, como Jimmy Morales que pasó de
payaso a presidente en Guatemala o Mauricio Funes que de un programa de
noticias saltó a gobernar El Salvador o, incluso, Carlos Alvarado en
Costa Rica.
Pero no todo fue en vano. Cabe preguntar
¿Qué lecciones deja Salvador? ¿Surgirá otro político inesperado,
marginal y disruptivo en el futuro inmediato? Factible es pero, como
todo cóctel, requiere la armonía de varios ingredientes.
Si hay que tomar en cuenta que la era hegemónica d
e los partidos orgánicos e ideológicamente diferenciados está en crisis y también su forma de practicar la política. Lo estamos viendo en 2021. De una tradición proselitista basada en las movilizaciones y concentraciones masivas se ha dado paso a nuevas formas de activismo en la que los medios de comunicación y las redes sociales son el escenario central de la contienda. Es allí donde aparecen alternativas de las que Salvador ha sido un ejemplo. En ese sentido se equivocan quienes piensen que fue un fenómeno circunstancial y único. Esto apenas empieza. Otros están por llegar.
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