Como
cualquier día, Doña María, con sus cuarenta y pico de años, se levantó
muy temprano y comenzó su jornada preparando el canasto de frutas que
cada día vende en la esquina en una escuela ubicada en una de las
colonias calificadas de conflictivas y violentas en “la gran” San Pedro
Sula.
La
mañana es complicada. No solo le toca preparar la venta, sino cocinar y
levantar a Manuelito y Carmencita, sus pequeños que asisten a clases a
la misma escuela donde ella vende mangos verdes, naranjas ya peladitas, y
cuando le alcanza, vende tajaditas y otras chucherías. Pero no hay día
que le alcance para los gastos de la casa. Si hoy compra frijoles y
arroz, no alcanza para comprar espagueti o aceite para cocinar. Y menos
para pagar la luz y el agua.
Se
quiebra la cabeza con tantos problemas, pero nunca le salen respuestas.
No hay cómo hacer frente a la situación. Si logra la comida, aunque sea
poquita, le preocupa también la violencia. Las amenazas de vivir en una
comunidad tachada de caliente, no solo es amenaza para la vida suya y
la de sus cipotes, sino que la gente de otros lados la ven de reojo,
como si ella fuese delincuente, por ser de donde es.
La
vida para María no ha sido nada fácil. Desde que llegó del occidente
del país con la ilusión de un trabajo en la industria maquiladora en
donde trabajó únicamente 2 años hasta que fue despedida, hasta la
partida de su compañero de hogar con rumbo a Estados Unidos en busca de
mejores condiciones de vida para ella y sus dos pequeños. Desde su
partida 2 años han pasado y las cosas no han variado mucho.
En
Honduras la violencia sigue siendo progresiva, esa es la percepción de
la gente, hombres y mujeres que a diario se rifan la vida en las calles.
Miles ganan menos de lo que les permite sobrevivir, muchas se la pasan
aguantando condiciones precarias de trabajo o sosteniendo la respiración
mientras el cuerpo no se debilita sin alimentarse.
Al
igual que María, la mayoría de las mujeres son jefas de hogar, un
trabajo que en Honduras no tiene remuneración ni beneficios laborales.
El problema no es precisamente el desempleo sino el subempleo que se
traduce en trabajo doméstico y comercio informal no remunerado que les
imposibilita a las mujeres contar con oportunidades para desarrollarse
junto a sus familias.
La
carga de mantener sola a dos criaturas y de sobrevivir en medio de
comunidades violentas y empobrecidas es un reto grandísimo que día a día
va sorteando María, esta humilde mujer de ojos oscuros y mirada cálida.
Ella sabe que es difícil que las cosas cambien, pero prefiere aferrarse
a las sonrisas e inocencia de sus pequeños, a quienes la pobreza no les
arrebata el derecho a la alegría.
Y
es precisamente ese derecho a sonreír que día con día hace que María se
levante para luchar en una nación donde unas familias mezquinas y
voraces quisieran destruir esas sonrisas e ilusiones que nos pueden
llevar a transformar esta nación llamada Honduras.
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