El potente pitido suena en la oscuridad.
Profundo, prolongado. La bestia ha llegado. Un toque. Dos toques. La
llamada imperativa del viaje. Los que están dispuestos tienen que
seguirla ahora. Esta noche, unas 100 personas lo hacen. Se levantan de
su sueño, se sacuden el cansancio acumulado en varios días, encajan en
sus hombros las mochilas, cargan las botellas de agua y caminan otra
vez hacia el inicio de un mortal recorrido.
Las siluetas del grupo de los fuertes se distinguen entre el montón de
sombras que recorren las vías del tren. Son 30 contornos masculinos.
Perfiles de guerreros. Desde sus manos, como extensiones del cuerpo, se
dibujan troncos y varas de hierro de hasta dos metros. No están
dispuestos a ceder en caso de que asaltantes del camino hagan su
abordaje. Saben que entre ellos mismos, migrantes centroamericanos,
pueden ir ya esos piratas de las vías, listos para atacar en la
oscuridad selvática del recorrido entre Ixtepec y Medias Aguas. Entre
los estados mexicanos de Oaxaca y Veracruz.
Parlamentan en las vías, mientras la locomotora
ordena en un solo carril los 28 vagones que están a punto de salir. La
consigna es unánime: “Si es necesario, pelearemos”. La mayoría de las
cajas de acero están alineadas. Sin embargo, aún hay algunos vagones en
otra de las líneas férreas. Es momento de incertidumbre. Las cien
sombras giran la cabeza de lado a lado, intentando leer los
movimientos. Se apresuran a lo largo de la vía y luego vuelven. Es
necesario tomar una decisión, antes de que las máquinas jalen la carga y
los polizones que van hacia el norte tengan que abordarla en marcha.
En medio de las dos líneas de cajones, el grupo
de 30 hombres elige su territorio. La línea de la izquierda. Uno a uno,
suben por la escalerilla lateral y se posan en el techo del tren de
mercancías. El vagón es suyo. Esos 20 metros serán su nido durante seis
horas de viaje. De sus parrillas se aferrarán durante todo el
recorrido, para no caer y ser tragados por las ruedas de acero de la
bestia, como le llaman en estos caminos del indocumentado. Ese espacio
es el que defenderán. Por eso, destierran a un joven moreno,
salvadoreño, de unos 17 años. Durante algunas horas del día, en el
albergue para migrantes, a la orilla de las vías, el muchacho habló con
un pandillero deportado que volvía a Estados Unidos y que, aislado del
resto, fumó marihuana gran parte de la tarde. Tienen desconfianza y
prefieren no arriesgarse. “Vos no venís con nosotros”, le dice uno de
ellos a manera de orden. El joven, ante la mirada de todo el grupo,
decide seguir buscando su lugar.
En este vagón, con el grupo de salvadoreños,
nicaragüenses, guatemaltecos y hondureños que se han juntado en el
camino, nos acomodamos con Eduardo Soteras, fotógrafo.
Las pocas mujeres que abordan el sólido gusano
se acomodan en los balcones que hay entre vagón y vagón. Algunos de
ellos, los menos, tienen plataforma abajo. El resto, solo unas vigas
metálicas sobre las que los migrantes tendrán que hacer equilibrios.
Pero viajando ahí se salvan de tener que esquivar los cables y ramas
que se entrometen en el camino de los que van arriba. También evitan
las corrientes de viento que harán tiritar a los muchos que se lanzan
sin abrigo.
Arriba se acomodan los 30 albañiles, fontaneros,
electricistas, agricultores, carpinteros y jardineros convertidos en
guerreros por un viaje que se ha cobrado un número no registrado de
vidas.
La locomotora echa a andar. Jala los 28 vagones.
El golpe seco empieza desde la cabeza y resuena hasta la cola. Un
efecto dominó. Tac, tac, tac. Vagón por vagón es tirado por la potente
máquina, mientras todos los migrantes se aferran a las parrillas
metálicas de unos techos que no ofrecen otra opción para asirse.
Muchos han sido mutilados en este primer
movimiento, cuando ignorantes de las reglas de la bestia han apoyado su
pie entre la juntura de los vagones: dos barras ensambladas una dentro
de otra, con amortiguación para cuando el tren frena o jala. Las
muelas les llaman. Ahí, entre el traqueteo del efecto dominó, el tren
les ha triturado la extremidad como martillo a una nuez.
A pesar de ello, este tramo ofrece una ventaja
invaluable: la bestia se monta mientras está detenida. En otros puntos
como Lechería, Tenosique, Orizaba o San Luis Potosí, el tren hay que
agarrarlo en marcha porque los famosos garroteros -guardias privados de
las compañías ferroviarias- impiden el paso a las estaciones, y los
migrantes tienen que acechar su transporte más adelante.
En un viaje, Wilber, un veinteañero hondureño
que guiaba a indocumentados por México, me dio un curso básico de cómo
treparse al tren cuando ya está en marcha:
-“Primero lo medís. Dejás que las manijas de los
vagones te golpeen la mano, para ver qué tan rápido va, porque esto hay
que sentirlo, no solo verlo. Engaña. Si te creés capaz, corrés unos 20
metros para tomarle el ritmo, agarrado de una manija. Cuando ya le
tengás el pulso, te dejás ir con los brazos. Te levantás con los puros
brazos, para alejar las piernas de las ruedas, y apoyás en las gradas
la pierna que tengás del lado del tren, para que tu cuerpo se vaya
contra el vagón y no te desbarajuste”.
Cuando lo intenté en aquella ocasión, cometí el
error básico de los migrantes que han sido mutilados en este arranque:
olvidé el detalle de la pierna, y metí a la escalera la contraria. El
tren me arrastró varios metros, porque el cuerpo pierde su punto de
equilibrio. Estás sostenido del agarradero con el brazo izquierdo y,
más abajo, tu pie derecho se apoya en la grada, mientras el resto de tu
cuerpo queda maniatado por ese nudo de extremidades. Por suerte,
algunos se bajaron a desentramparme.
Sin embargo, para Wilber, esos viajeros que
quedan mutilados tan pronto en el viaje “tienen suerte”, porque el tren
va lento, y pueden tomar una decisión:
-“Yo vi cómo a uno el tren le pasó encima de la
pierna, porque no pudo agarrarlo cuando ya iba corriendo. Pero como no
iba tan rápido, le dio tiempo de verse la pierna cortada y de meter la
cabeza abajo de la siguiente rueda. Pues sí, si iba a buscar un trabajo
allá arriba es porque no ganaba bien abajo, y ya sin una pierna, ¿qué
iba a hacer?”
¿Por qué no dejarlos subir mientras la
locomotora no arranca? ¿Por qué, si se sabe que de todas formas subirán,
obligarlos a abordar el gusano en movimiento? Es una pregunta que
ninguno de los jefes de las siete empresas de ferrocarriles contestará.
No dan entrevistas, y si se logra hablar con ellos por teléfono,
cuelgan cuando se enteran de que se pretende conversar sobre migrantes.
El viaje inicia. La poca luz de los dos
reflectores de las vías de Ciudad Ixtepec, en el sur de este país,
desaparece mientras nos internamos en un paraje de llanos iluminados
solo por el resplandor amarillento y suave de una luna llena y gorda.
Este es el transporte de los migrantes de
tercera, los que viajan sin coyote y sin dinero para autobuses. Ellos
repetirán al menos ocho veces esta dinámica de abordaje. Dormirán en
las vías en varios puntos, esperando que aquel pitido no se les escape y
les haga pasar una noche, dos o tres a la espera del siguiente.
Recorrerán más de 5,000 kilómetros bajo estas condiciones. Esta es la
bestia, la serpiente, la máquina, el monstruo. El tren. Rodeado de
leyendas y de historias de sangre. Algunos, supersticiosos, cuentan que
es un invento del diablo. Otros dicen que los chirridos que desparrama
al avanzar son voces de niños, mujeres y hombres que perdieron la vida
bajo sus ruedas. Acero contra acero. Una vez escuché una frase en uno
de estos viajes nocturnos: “Este es primo hermano del río Bravo, porque
la misma sangre tienen, sangre centroamericana”.
El tren es todo un código que descifrar. ¿Qué
vagones van a salir? ¿Cuál es la máquina que va para Medias Aguas y cuál
la que regresa a Arriaga? ¿En cuánto tiempo sale? ¿Cómo evitar a los
maquinistas? Ante un asalto, ¿es mejor ir en los vagones de en medio o
en los de atrás? ¿Qué sonido indica: ¡agarrate!? ¿Cuándo bajar? ¿Qué
hacer si el sueño te vence y necesitás dormir? ¿De dónde te tenés que
amarrar? ¿Qué indica que un asalto ha empezado?
De Ixtepec a Medias Aguas hay 200 kilómetros que
el tren hace en seis horas como mínimo, pues curvea las carreteras, se
aleja de ellas para pasar por escenarios desolados. Ahí, en medio de
esa sabana veracruzana, recarga cemento o más vagones. De eso, del
tiempo que pare en esos sitios, dependerá si el trayecto será de las
seis horas habituales o si se excederá hasta dos días antes de llegar a
ese otro punto: Medias Aguas. A pesar de ello, este recorrido es
entendido como intermedio. Los recorridos cortos son de unas tres horas
y los largos de más de diez.
Allá arriba, mientras todo se contonea, es el
mejor momento para conversar con un migrante. Te reconoce como igual.
Estás en su territorio y es tu colega si has hecho un pacto de
solidaridad con él. Compartir cigarrillos, agua, comida o firmar un
acuerdo para atacar en caso de necesidad. Ese pacto terminará cuando el
tren se detenga en su siguiente punto, y ahí es donde se tiene que
decidir si se renueva o no.
Conversar es la mejor forma de no dormirse y no
convertirse en un personaje más de las anécdotas del camino que hablan
de mutilados tirados en campos oscuros y solitarios, esperando por
auxilio mientras se desangran de los muñones que el tren les dejó.
La mordida de la bestia
Jaime Arriaga espera hoy la llegada del tren. Es
un hondureño humilde. Tiene 37 años y es el clásico campesino que se
fue con un sueño muy diferente al del joven migrante que busca un carro,
ropa diferente, una vida diferente, donde pueda darse algún lujo, y
parecerse a su primo que regresó vestido con una camiseta de Los
Angeles Lakers. Jaime salió en enero de este año de su humilde aldea en
la costa norte hondureña y en su mente solo traía una imagen: su
humilde casa, en su humilde aldea, rodeada de dos manzanas de
sembradillo de maíz, arroz y frijol.
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Jaime descansando en la casa del padre Alejandro Solalinde, fundador de la casa del migrante de Ixtepec. |
Va por el segundo intento. La primera vez pasó
dos años en Estados Unidos. Ahorró. Logró construir su casa de cemento y
teja que le costó $17,000. Regresó para quedarse. Ya tenía lo que
quería: su casa en su aldea y sus cultivos. Pero seis meses le duró la
inversión de dos años: “Un huracán, una tormenta de esas que siempre
caen en esa parte de Honduras me destruyó todo”. Todo: la casa y la
milpa.
Y entonces, como la primera vez, Jaime volvió a empacar un poco de ropa y algunos dólares, y se despidió de su mujer:
-“Ya sabés que la única manera de volver a lograr lo que he perdido es en Estados Unidos”.
Pero antes de llegar a Estados Unidos está este
camino, todo México, que generalmente arrebata más de lo que ya se ha
perdido. Esta tarde, en el patio de la casa de Alejandro Solalinde, el
fundador del albergue de Ixtepec, Jaime habla bajo un árbol de mango,
sentado en una silla de plástico y con uno de sus pies apoyado en la
tierra. Su otra pierna no termina en pie. Termina en muñón. Carne
blanda que aún cura. Su otro pie, el derecho, se lo arrancó el tren el
16 de enero.
A Jaime lo venció la desesperación. Quería
seguir avanzando. Volver a ver florecer su milpa lo antes posible. La
bestia es experta devoradora de impacientes. Estaba cansado, había
dormido poco y acababa de llegar de Arriaga tras 11 horas de tren. Con
el cansancio cerrándole los ojos, se subió en la máquina que salió
hacia Medias Aguas y que solo arrastraba cajones. Ni un vagón bueno.
Una combinación mortal.
Los cajones son literalmente eso, cajas
rectangulares de acero sin balcones entre vagón y vagón, sin parrillas
arriba en las que meter los dedos para sostenerse. En medio de cada
cajón solo están las muelas del tren y una pequeña barra de hierro
sobre la que los impacientes se paran y se sostienen como crucificados
de la pared del cajón. El suelo discurre abajo, a pocos centímetros de
los pies de los que viajan en esas junturas. El recorrido es de seis
horas. Seis horas en cruz, aguantando, apretando los dedos. El tren
llega a alcanzar los 70 kilómetros por hora. A veces en curvas. Pero no
como en un carro. Esa velocidad es diferente en el tren. Es un gusano
sólido de hasta más de un kilómetro de largo que se retuerce y contonea
mientras avanza y chilla. Una máquina imponente.
En ese trayecto, Jaime habló con su primo y los
otros dos nicaragüenses que lo acompañaban en aquel vía crucis. Hizo
algo de ejercicio de brazos para intentar despertarse. Y casi lo logra.
“Un minuto cerré los ojos”, cuenta. Más bien se le cerraron. El
cansancio del migrante, tras varios días caminando para rodear casetas
de carretera hasta llegar a Arriaga y un tren de 11 horas bajo el
inclemente sol chiapaneco hasta llegar a Ixtepec es mucho cansancio.
Mucho sueño. Un viaje donde se descansa poco y mal. No se duerme bien
en las noches en el monte durante las paradas en las caminatas. Un ojo
está cerrado y el otro medio abierto, escrutando la oscuridad.
Cuando despertó, Jaime se sintió cayendo. En ese
momento, dice, la vida se ralentizó. Él flotando en el aire. Él dándose
cuenta de que iba directo hacia las vías. Él y sus rezos: “Dios mío,
guárdame”. Y luego, todo volvió a ser ruido y velocidad. Quedó pegado
como esparadrapo al suelo. La bestia es colosal. Rompe el aire, crea
corrientes cuando pasa, y esa corriente hizo que Jaime quedara pegado a
los soportes de cemento de las vías, con la cabeza a centímetros de
las ruedas de acero.
-“Solo escuchaba: riiin, riiin, riiin, cómo pasaba el tren. Casi me quedo sordo”.
Cuando la mayor parte de vagones pasaron
reventando los tímpanos de Jaime, se creó una corriente diferente que lo
despegó de los soportes y lo hizo levantarse como una pluma que flotó
durante unos segundos hasta ser tragada por el efecto de vacío e
introducida a las vías. Entonces, el último vagón le pasó por encima a
su pierna derecha, y luego la cola de aire de la máquina lo escupió
hacia el monte, tal como se lo había tragado. A 70 kilómetros por hora.
“Yo sentía que estaba bueno. No sentía dolor”,
recuerda. La historia se repite en todos los migrantes mutilados con
los que he hablado. Al principio no duele. Luego, antes o después, el
dolor hará que se te contraigan los músculos del rostro y un repentino e
intenso calor invadirá tu cuerpo hasta hacerte sentir que la cabeza va
a explotar por una presión interna.
Jaime sintió que algo le faltaba cuando intentó
pararse. Su pierna se dobló y él volvió a caer. Estaba mutilado. Su
pierna terminaba en huesos estrujados y pellejos colgando que aún
sostenían su pie amoratado, casi por caerse. Quiso salir del monte
ayudándose de unos palos, pero esas hilachas de piel se enredaban con
la maleza y lo retenían. Sacó su navaja y se terminó de separar lo que
el tren le había mascado. Arrancó un harapo del pantalón que se había
molido con su carne, y se hizo un torniquete.
Logró caminar una hora siguiendo las vías. “No
sentía dolor”. Cuando ya no tenía fuerzas de caminar y se sentía
mareado, había logrado llegar hasta un punto donde una callejuela de
tierra cortaba las vías. Ahí quedó tirado durante diez horas.
Escuchando y viendo, sin poder moverse. Solo. El tren atraviesa montes,
corta llanos, bordea pueblos. Si alguien se cae del tren, sobre todo
en tramos rápidos como este entre Ixtepec y Medias Aguas, nadie se
lanzará a socorrerlo. Logrará salir de ahí si lo logra. Así de
sencillo. Si no, morirá lentamente, desangrándose, y nadie más volverá a
saber de él. Ninguna estadística lo incluirá y será considerado un
migrante desaparecido si un familiar pregunta por él al consulado de su
país.
A las cuatro de la tarde, Jaime estaba rodeado
de zopilotes que esperaban por un pedazo de carne. Fue entonces cuando
un pick up se detuvo. Tres hombres bajaron. Jaime escuchó a un cuarto,
que se excusó: “Yo no voy, padezco del corazón, y si lo veo capaz que
me muero primero que él, porque está vivo”.
Lo llevaron al hospital, lo sedaron, lo
amputaron hasta la rodilla. Cuando despertó, alucinaba. “Le veía unos
ganchos en la cabeza a la enfermera, como si fuera el demonio”. El
dolor llegó esa noche. Jaime soñó que jugaba fútbol, que pateaba una
pelota con el pie que ya no tenía. Su cuerpo dormido hizo el movimiento
y Jaime se despertó en medio de un intenso dolor, de un calor que le
recorría el cuerpo desde el muñón recientemente cosido, del que brotaba
sangre. El grito fue tan estruendoso que varias enfermeras llegaron
corriendo al cuarto.
-“Que descansen -dice Jaime a modo de consejo
para los que viajan como él, cuando la conversación termina a la sombra
de un árbol de mango-. El tren nunca se arruina. Estados Unidos no se
va. Es mejor llegar tarde que nunca llegar”.
La tensión del viaje
El tren ha parado en La Cementera, una sucursal
de la empresa de concreto Cruz Azul incrustrada en esta zona selvática.
La máquina despega vagones y se cambia de carril para recoger otros
que luego alineará en la columna de acero. Es momento de hacer guardia.
Los hombres del vagón se levantan y fijan sus ojos en las veredas que
circundan el tren.
Los asaltantes del camino se incorporan entre
los polizones cuando la máquina hace paradas o los maquinistas, a veces
de acuerdo con estos piratas, bajan la velocidad de las locomotoras
para que puedan trepar. En este vagón, los hombres levantan sus varas y
palos. Los dejan a la vista, para que se sepa que si hay asalto habrá
respuesta. Un guatemalteco indígena sujeta la rama que lleva como si
fuera un fusil, y apunta a la oscuridad. La silueta engaña.
 |
Maquinista extorsionando a los migrantes en el techo de un vagón. |
El grupo divisa una algarabía lejana. En los
vagones de atrás se ve movimiento, y una lámpara que se enciende y se
apaga, cada vez más cerca de nuestro territorio.
La señal clara de que hay asalto en la noche, me
dijo una vez un migrante, es cuando la luz de una linterna se mueve
sobre los techos. En una ocasión, mientras hacía este mismo recorrido,
ocurrió eso: a lo lejos, se veía una bola luminosa rompiendo la
oscuridad, la circunferencia resplandesciente de la linterna flotando
sobre el tren. Avanzaba y desaparecía entre los vagones. Seguramente
cuando los asaltantes bajaban a los balcones a recoger el dinero.
Luego, el circulito volvía a emerger y avanzar. Esa vez, logramos
librarnos gracias al ingenio de un migrante que recomendó a los dos
fotógrafos que venían en el vagón que encendieran todas sus luces,
incluyendo un reflector portátil, de un solo golpe y apuntando hacia los
asaltantes. Así fue. El circulo luminoso dejó de avanzar. Se quedó
inmóvil unos minutos y luego, en una parte de baja velocidad, lo vimos
saltar del tren y perderse entre los árboles.
Los asaltantes del tren, salvo cuando han
ocurrido abordajes específicos para secuestrar mujeres, y se trata del
crimen organizado, son delincuentes comunes, habitantes de rancherías
cercanas a las vías. Amigos del pueblo, débilmente armados con un
revólver .38 y machetes generalmente. Pero también son asaltantes
despiadados, sabedores de que allá arriba, si los migrantes se oponen,
se trata de matar o morir. De lanzar o ser lanzado a las vías.
La guardia se monta rápido. Un guatemalteco
vigila la parte trasera del vagón mientras otro compatriota suyo se
encarga de la delantera. Saúl, un joven de 19 años, guatemalteco
también, se cubre con la capucha de su sudadera. “Para parecer más
barrio”, argumenta. Al fondo, en la cola del tren, se divisa el
movimiento de lámparas, pero aún es muy pronto para saber de qué se
trata.
Saúl enciende un cigarrillo y repite en voz alta
la consigna: “¡A la puta, si es un ladrón que se deje venir, aquí lo
atendemos!”. Es su quinto intento por regresar al país del que fue
deportado hace tres años, cuando aún era menor de edad. Allá,
pertenecía a la pandilla 18, la segunda más grande de Latinoamérica.
Hizo algunos asaltos menores a tiendas de 24 horas y se retiró de la
pandilla justo dos meses antes de que lo capturaran mientras trabajaba
en un lavado de autos.
Lleva cuatro intentos fallidos. Atrapado por la
migra mexicana. Lleva miles de kilómetros montando a la bestia. Y una
consigna: “Hay que tenerle respeto a este animal. Si has visto lo que yo
he visto, hay que tenerle respeto”. Así, joven duro como es, hombre
prematuro que huye de su país porque la otra pandilla, la Salvatrucha,
tiene dominada la colonia donde vive, Saúl sabe dónde esta parado, y
sabe que el techo del tren no es mejor que lo que ha vivido:
-“Siempre da miedo, siempre”.
La escena que nunca se le borrará de la mente es
la de una hondureña, joven, de unos 18 años, con la que viajó en su
primer reintento, en 2007. Ella cayó en medio de la algarabía que se
formó cuando todos pensaron que había un operativo de migración más
adelante. Cayó.
-“La vi cuando se iba para abajo, con los ojos bien abiertos”, recuerda.
Y después, solo alcanzó a escuchar un fino alarido que se extinguió de golpe. A lo lejos, vio rodar algo.
-“Como una pelota con pelos, supongo que su cabeza”.
Alejandro Solalinde fue el gran artífice de que
esos operativos hayan disminuido en el sur mexicano. Protestó ante el
Instituto Nacional de Migración. No era posible que los operativos se
hicieran de noche, en lugares montañosos. Una escena que apabullaría a
cualquiera: la noche, el sonido constante del tren que no puedo
describir mejor que un rápido taca-ta-taca-ta-taca, y de repente, a los
costados, una iluminación cegadora. Decenas de reflectores, y gritos:
¡Bajen, bajen, bajen! Y el tren deteniéndose y sombras lanzándose y
algunas cayendo a las vías, donde las llantas de acero aún pueden
rebanar. No es posible, argumentó Solalinde, tienen que encontrar otros
métodos, porque muchos migrantes quedan mutilados en aquel alboroto.
Ciegos corriendo, ciegos saltando, ciegos empujando.
Desde entonces, los operativos en el sur han
cesado. Más adelante, luego de rodear la capital mexicana y atravesar un
lugar llamado Lechería, ya no son dominios de Solalinde, y aquellos
desbarajustes nocturnos siguen sucediendo.
La luz de las linternas se acerca más. Cuando
avancen dos vagones más será posible saber de qué se trata. Saúl
enciende un segundo cigarrillo. Mientras el tren está en marcha, aspirar
el humo es difícil. El viento es el que consume el tabaco.
-“Hicimos un pacto de que no nos van a asaltar
-continúa Saúl-. La .38 tiene seis balas, a un par se pueden llevar,
pero después les va a caer toda la raza y les va a aplicar la ley del
tren”.
La ley de la bestia que tan bien conoce Saúl y que solo deja tres opciones: resignarse, matar o morir.
-“Fue en 2008, a inicios, la vez que me
agarraron en Reynosa, ya en la frontera. Esa vez, entre Arriaga e
Ixtepec, al tren se subieron tres vatos. Cabal, dos con machetes y uno
con la .38 de tamborcito. La onda es que esa vez no íbamos de acuerdo
los del vagón, pero cuando el de la pistola le pasó por el lado a un
hondureño que iba ahí... Cobrando el dinero andaba el de la pistola, y
tonto, pues, él se tiene que quedar apuntando en la esquina del vagón, y
mandar a uno con machete a recoger... La onda es que el hondureño le
agarra la pierna y lo bota, y la gente rapidito se le aventó a los dos
del machete”.
Y ahí viene, la ley del tren:
-“Primero los reventamos a verga. Después, el
mismo hondureño le dijo a un su amigo: ey, ayudame. Y agarraron al de la
pistola, uno de los brazos y otro de las piernas, y lo aventaron entre
los dos vagones. Partidito en dos lo hizo el tren. Lo mismo le
hicieron al otro. Cuando iban por el tercero, un salvadoreño les dijo
que mejor lo dejaran, para que fuera a contar que la raza no se iba a
dejar. Lo tiraron a un lado del tren, pero había como un barranco ahí.
Yo creo que igual se murió también”.
¿Cuántos cadáveres se habrán fundido con la
tierra que rodea las vías? Bien dijo una vez Alejandro Solalinde que
estos terrenos son un cementerio anónimo.
Las luces de las linternas ya están cerca, y los vigías logran divisar de qué se trata:
-“¡Ey, guarden los palos, son los maquinistas que andan cobrando!”.
Tres de los maquinistas de la bestia llegan a
nuestro vagón. La gente se cubre el rostro como puede y se sienta
dándoles la espalda, viendo hacia los costados del gusano.
-“A ver, muchachos, no vaya a ser que haya
operativo más adelante, en Matías Romero, y podemos parar o seguir de
largo, pero a ver cómo se van a portar con nosotros”.
Quieren dinero. Van por los tejados como
cobradores de autobús, pidiendo billetes y monedas por un viaje del que
no pueden garantizar nada. Nadie en nuestro vagón les contesta ni les
extiende ni un cinco. “¡Hijos de la chingada!”, refunfuña uno de ellos.
“Allá adelante se los va a llevar la verga”.
Los de este vagón son viajeros experimentados.
Saben que, si hay retén, no depende del maquinista parar o no. Tiene
que detenerse. No puede pasar de largo y dejar a militares y policías
federales con sus luces encendidas.
La locomotora vuelve a empalmar vagones. El
viaje continúa. De nuevo el efecto dominó. El arrastre de cada una de
las cajas de acero mientras todos se aferran a las parrillas.
El frío empieza a ser intenso. Se mete hasta los
huesos por entre la tela de los suéteres, y hiere la piel como
diminutos cristales lanzados con violencia. Algunos empiezan a caer
dormidos. Se amarran con lo que pueden metiendo sus cinturones o lazos
entre los huecos de las parrillas, y amarrándose con fuerza al lomo de
la bestia.
Entonces, aquellos techos repletos de gente
silueteada por la luz de la luna parecen un campo de refugiados.
Entumecidos, envueltos en su mismo cuerpo, abrazándose a sí mismos.
La regla del camino vuelve a aplicarse. Si es
malo, puede ser peor. Saúl se encaja unos guantes de tela mientras lanza
su pregunta retórica: “¿Vos creés que esto es frío?” La respuesta no
es necesaria. En ciertos momentos, una corriente helada recorre el
interior del cuerpo y provoca temblores.
-“Esto no es nada. Yo he visto a gente a la que
se le han congelado los dedos y se han caído del tren en la cordillera
del hielo”.
Pronto, Saúl y los demás tendrán que
experimentar esas temperaturas. Después de Medias Aguas viene Tierra
Blanca. Después, Orizaba. Tras eso, viene la cordillera de hielo. Diez
horas o hasta dos días transitando en el lomo de esta máquina hasta
llegar a Lechería, bordeando cerros nevados u observando vegetación
aniquilada por las gélidas corrientes que recorren aquella zona. Y,
para terminar de hacer épico ese tramo, hay ahí 31 túneles en los que
la bestia se introduce, en las faldas de los cerros. Túneles donde no
es posible verse ni la mano frente al rostro. “Aquello sí es frío”,
minimiza Saúl lo que ahora sentimos. Aquel frío, el de la cordillera,
llega a ser de hasta cinco grados centígrados bajo cero.
Media hora más ha pasado, y la tenue iluminación
de las calles vuelve a despertar a los que se habían dormido. Estamos
en Matías Romero, a medio camino entre Ixtepec y Medias Aguas. De nuevo
la alerta se activa. El tren no está en marcha, y puede haber
asaltantes tratando de incorporarse.
Los viajeros que van en los balcones también se
ponen alertas. El maquinista lanzó una advertencia de operativo y,
aunque lo más seguro es que fuera una amenaza sin fundamento, hay que
estar alerta. Un operativo de migración en este punto dejaría libres
solo a los más ágiles. Estamos en los patios de la estación de este
pueblo. Barda a un lado y barda al otro lado. Filas de vagones nos
flanquean. La huída sería una carrera de obstáculos.
De repente, un grito violento llama la atención de todos los del vagón:
-“¡Ajá, hijueputa, ya nos vamos a volver a ver!”.
Es Mauricio, un ex militar guatemalteco de 42
años que va en su décimo intento por regresar a los dólares, a su vida
como albañil en Houston que le quitaron hace tres años, cuando lo
deportaron. Le grita al pandillero que fumó marihuana gran parte de la
tarde en el albergue de Ixtepec, antes de que la máquina hiciera su
llamado nocturno.
La razón de la rencilla es simple: el pandillero
le robó a Mauricio un pantalón que dejó secando en el albergue. Las
implicaciones pueden ser muy graves: Mauricio prometió venganza en el
tren. La situación es preocupante: El pandillero viajaba en el último
vagón del gusano. Se acercó hasta el nuestro para intentar convencer a
un señor salvadoreño de que él, su esposa y su hija de 12 años se
fueran atrás con él y sus amigos, que los protegerían si había
operativo. ¿Por qué quiere el pandillero llevarse justo a esa familia?
¿Con cuántos amigos viaja?
Ante el grito de Mauricio, el resto del grupo
responde como si hubiera escuchado tambores de guerra. Una lluvia de
piedras empieza a cernirse sobre el pandillero, que corre despavorido,
mientras otros de los viajeros se encargan de convencer al señor de que
estaba cometiendo una estupidez aceptando la propuesta de irse al
último vagón.
Luego, como minutos antes de empezar este viaje,
los guerreros vuelven a parlamentar. Por un momento, la decisión que
toman está a punto de generar una batalla: Mauricio, Saúl, un
guatemalteco que lleva consigo una vara de hierro de dos metros y tres
hondureños irán hasta el último vagón a darle al pandillero y sus
amigos dos opciones: se bajan o los bajamos. La expedición se está
armando. Piedras, palos y vítores: “¡Vamos a romperle el hocico!”. En
eso, la bestia marca sus tiempos y recuerda a los viajeros que en este
camino la voluntad de lo que pasa o deja de pasar es solo suya.
Arranca. Efecto dominó: Tac, tac, tac... El viaje continúa.
La siguiente parada será Medias Aguas. El viaje
ya lleva dos horas de retraso por las paradas en La Cementera y Matías
Romero. Pronto amanecerá.
Los primeros rayos del sol se asoman por atrás
de los montes y atenúan la oscuridad. El frío es cada vez más
insoportable y las ráfagas de viento congelan. La cara se siente
entumecida, rígida. Los dedos ya no quieren apretar. Se tensan. Y el
metal frío por donde hay que escurrirlos no ayuda en nada. Solo nos
rodean campos de bruma, donde apenas destaca la copa de algún árbol.
Campos inundados por neblina. Un espesor grisáceo, impenetrable, que
abarca hasta donde la vista se pierde.
Estamos cansados. Ocho horas soportando frío.
Las ropas están húmedas. Esa neblina las ha penetrado. Ocho horas de
posturas incómodas y alertas intermitentes. Amanece cuando entramos a
las vías de Medias Aguas. La estación de estaciones, donde la ruta del
Atlántico y esta del centro en la que venimos se juntan. Donde los
migrantes empiezan a tener solo una opción, un tren. Una ruta, hasta
que se vuelva a separar en Lechería, tres paradas más adelante.
El potente pitido de la bestia, profundo,
prolongado, vuelve a alertar a los viajeros que, como hicieron hace ocho
horas, se sacuden el cansancio, se encajan sus mochilas y bajan por
las escalerillas de la máquina antes de que se detenga. La mayoría de
secuestros masivos de migrantes ocurren en este momento, cuando los
trenes cargados de víctimas entran a las ciudades dominadas por bandas
del crimen organizado. Es mejor abandonar lo antes posible el tren.
La mañana es fría. No hay albergues y no los
habrá en las tres siguientes estaciones. Todos buscan una parcela
engramada donde descansar. La sombra de un árbol que los cubra del
inclemente sol que saldrá en unas horas. Un poco de agua, algo de
comida. La calle de tierra que en Medias Aguas corre paralela a las
vías se llena de mendigos centroamericanos, que piden cualquier cosa
para llevarse a la boca. Después, con algo o nada en el estómago,
dormitarán con los ojos a medio cerrar hasta que la bestia los vuelva a
llamar, y el viaje hacia Estados Unidos inicie otra vez. |
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