Enviado por Administrator hondudiario.com el 25 Junio 2013 - 3:55pm.
Julio Escoto
A los fenómenos sociales del siglo pasado y presente los describen mejor dos palabras globalizadoras: alienación y enajenación.
La primera define a un proceso mental donde el individuo o grupos transforman su conciencia a niveles tan contradictorios que se desconocen ellos mismos, y es cuando trastocan su identidad, asumen papeles ajenos cual propios, se hacen lo que no son.
Quien se opone, por ejemplo, a leyes que le favorecen, porque la propaganda logró hacerle creer que causan daño, es un alienado, como cuando se hacía resistencia sanguínea a una reforma agraria que modernizaría el agro y elevaría los índices de bienestar del campesino y de la entera sociedad.
Alienado es quien sabiendo lo desastroso que fueron por 120 años los partidos políticos tradicionales sigue sufragando por ellos.
Los enajenados ocupan el rango más grave de autonegación, a grado tal que se les considera enfermos mentales. Quien, verbigracia, apoya las ciudades modelo es enajenado, pues accede a repartir el patrimonio colectivo sin beneficios tangibles; quien en su pútrida pobreza se regodea viendo en las vitrinas del “mall” lo que nunca logrará comprar, es sujeto en alienación.
Lo terrible de ambos males es, empero, su consecuencia, la narcotización, que sucede cuando la gente da la espalda a su realidad, deja de analizar y actuar y cede su autoridad ciudadana a ajenos pues, piensa, si ya otros están enterados del problema, algo han de estar haciendo.
Desarrolla, así, anestesias voluntarias y pasa ante uno o más cadáveres sin inmutarse; frente a heridos o inválidos sin que le nazca ayudarlos; ante un niño con hambre sin turbarse; ninguno es parte suya, ¡y sin embargo lo son!
Tanto lo golpeó el martillo de la noticia roja que olvida el color de la sangre; tanto la violencia en televisión y en la realidad que su única respuesta consiste en apartarse y encerrarse bajo llaves y serpentinas de acero, tras muros de hormigón y alarmas electrónicas sin motivarle lo que acontezca fuera de su propiedad.
No siente, se le agotó la solidaridad, existe bajo una capa intensa de egoísmo donde, con tal que nada le pase, no importa qué pase a los demás.
Contra ese adormecimiento global es imperativo que combatamos los hondureños pues su recurrencia es camino expedito para la disolución de la República, ya que si a nadie, anclado estrictamente en lo propio, le incumbe lo social, el tejido societario se desarticula y deja de existir.
Y esto nombrado “social” es la permanente lucha que corresponde a todos contra el desorden político, la corrupción administrativa, el caos fiscal, la aceptación de la inequidad, el abismo entre excluidos e incluidos de los beneficios del Estado, los abusos del poder, las injustas miseria y pobreza en un país donde sobran recursos naturales, si tan solo fueran debidamente utilizados para desarrollo nacional.
Tenemos que reaprender a irritarnos ante lo injusto, lo antiético y lo inmoral. Volver a sentir que hierve la sangre frente al ensoberbecido de mando, contra el cínico funcionario o legislador que roba a ojos vista, en contra de los desmanes de la autoridad envilecida, represora y corrupta, en oposición a todo aquello que implique detrimento de la nacionalidad.
Tenemos que retomar el ejemplo elevadamente patrio de Froilán Turcios ––que cumple ahora 70 años de fallecido sin que recuerden sus gestas cívicas–– y protestar viriles ante la hipocresía, el engaño y la viciosa conducta de quienes ya ni sabemos si nos dirigen o nos enrumban a la perdición.
Rasgar esos velos hipnóticos y aprender a ver críticamente. Despertar del letargo y edificar nueva patria, que es posible.
Arder ofendidos ante los índices mundiales de infamia que por excesos de violencia, corrupción y pobreza nos han “ganado” los caudillos de cebo y anzuelo.
Enojarnos, indignarnos al borde de la violencia aunque sin emplearla, excepto si no nos dejan otra oportunidad.
La primera define a un proceso mental donde el individuo o grupos transforman su conciencia a niveles tan contradictorios que se desconocen ellos mismos, y es cuando trastocan su identidad, asumen papeles ajenos cual propios, se hacen lo que no son.
Quien se opone, por ejemplo, a leyes que le favorecen, porque la propaganda logró hacerle creer que causan daño, es un alienado, como cuando se hacía resistencia sanguínea a una reforma agraria que modernizaría el agro y elevaría los índices de bienestar del campesino y de la entera sociedad.
Alienado es quien sabiendo lo desastroso que fueron por 120 años los partidos políticos tradicionales sigue sufragando por ellos.
Los enajenados ocupan el rango más grave de autonegación, a grado tal que se les considera enfermos mentales. Quien, verbigracia, apoya las ciudades modelo es enajenado, pues accede a repartir el patrimonio colectivo sin beneficios tangibles; quien en su pútrida pobreza se regodea viendo en las vitrinas del “mall” lo que nunca logrará comprar, es sujeto en alienación.
Lo terrible de ambos males es, empero, su consecuencia, la narcotización, que sucede cuando la gente da la espalda a su realidad, deja de analizar y actuar y cede su autoridad ciudadana a ajenos pues, piensa, si ya otros están enterados del problema, algo han de estar haciendo.
Desarrolla, así, anestesias voluntarias y pasa ante uno o más cadáveres sin inmutarse; frente a heridos o inválidos sin que le nazca ayudarlos; ante un niño con hambre sin turbarse; ninguno es parte suya, ¡y sin embargo lo son!
Tanto lo golpeó el martillo de la noticia roja que olvida el color de la sangre; tanto la violencia en televisión y en la realidad que su única respuesta consiste en apartarse y encerrarse bajo llaves y serpentinas de acero, tras muros de hormigón y alarmas electrónicas sin motivarle lo que acontezca fuera de su propiedad.
No siente, se le agotó la solidaridad, existe bajo una capa intensa de egoísmo donde, con tal que nada le pase, no importa qué pase a los demás.
Contra ese adormecimiento global es imperativo que combatamos los hondureños pues su recurrencia es camino expedito para la disolución de la República, ya que si a nadie, anclado estrictamente en lo propio, le incumbe lo social, el tejido societario se desarticula y deja de existir.
Y esto nombrado “social” es la permanente lucha que corresponde a todos contra el desorden político, la corrupción administrativa, el caos fiscal, la aceptación de la inequidad, el abismo entre excluidos e incluidos de los beneficios del Estado, los abusos del poder, las injustas miseria y pobreza en un país donde sobran recursos naturales, si tan solo fueran debidamente utilizados para desarrollo nacional.
Tenemos que reaprender a irritarnos ante lo injusto, lo antiético y lo inmoral. Volver a sentir que hierve la sangre frente al ensoberbecido de mando, contra el cínico funcionario o legislador que roba a ojos vista, en contra de los desmanes de la autoridad envilecida, represora y corrupta, en oposición a todo aquello que implique detrimento de la nacionalidad.
Tenemos que retomar el ejemplo elevadamente patrio de Froilán Turcios ––que cumple ahora 70 años de fallecido sin que recuerden sus gestas cívicas–– y protestar viriles ante la hipocresía, el engaño y la viciosa conducta de quienes ya ni sabemos si nos dirigen o nos enrumban a la perdición.
Rasgar esos velos hipnóticos y aprender a ver críticamente. Despertar del letargo y edificar nueva patria, que es posible.
Arder ofendidos ante los índices mundiales de infamia que por excesos de violencia, corrupción y pobreza nos han “ganado” los caudillos de cebo y anzuelo.
Enojarnos, indignarnos al borde de la violencia aunque sin emplearla, excepto si no nos dejan otra oportunidad.
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