El 99 % de los norteamericanos rechaza dictadura financiera
Un multimillonario como Warren Buffett paga menos impuestos que su secretaria
Tenemos un sistema donde a los banqueros se los rescató, y a sus víctimas se les abandonó
Este
eslogan remite al título de un artículo que publiqué hace poco. El
artículo se titula Del 1%, por el 1% y para el 1%, y en él describo el
enorme aumento de la desigualdad en Estados Unidos: el 1% de la
población controla más del 40% de la riqueza y recibe más del 20% de los
ingresos. Y los miembros de este selecto estrato no siempre reciben
estas generosas gratificaciones porque hayan contribuido más a la
sociedad (esta justificación de la desigualdad quedó totalmente vaciada
de sentido a la vista de las bonificaciones y de los rescates); sino
que, a menudo, las reciben porque, hablando mal y pronto, son exitosos
(y en ocasiones corruptos) buscadores de rentas.
No
voy a negar que dentro de ese 1% hay algunas personas que dieron mucho
de sí. De hecho, los beneficios sociales de muchas innovaciones reales
(por contraposición a los novedosos “productos” financieros que
terminaron provocando un desastre en la economía mundial) suelen superar
con creces lo que reciben por ellas sus creadores.
Pero,
en todo el mundo, la influencia política y las prácticas
anticompetitivas (que a menudo se sostienen gracias a la política)
fueron un factor central del aumento de la desigualdad económica. Una
tendencia reforzada por sistemas tributarios en los que un
multimillonario como Warren Buffett paga menos impuestos que su
secretaria (como porcentaje de sus respectivos ingresos), o donde los
especuladores que contribuyeron a colapsar la economía global tributan a
tasas menores que quienes ganan sus ingresos trabajando.
Se
han publicado en estos últimos años diversas investigaciones que
muestran lo importantes que son las ideas de justicia y lo arraigadas
que están en las personas. Los manifestantes de España y de otros países
tienen derecho a estar indignados: tenemos un sistema donde a los
banqueros se los rescató, y a sus víctimas se las abandonó para que se
las arreglen como puedan. Para peor, los banqueros están otra vez en sus
escritorios, ganando bonificaciones que superan lo que la mayoría de
los trabajadores esperan ganar en toda una vida, mientras que muchos
jóvenes que estudiaron con esfuerzo y respetaron todas las reglas ahora
están sin perspectivas de encontrar un empleo gratificante.
El
aumento de la desigualdad es producto de una espiral viciosa: los ricos
rentistas usan su riqueza para impulsar leyes que protegen y aumentan
su riqueza (y su influencia). En la famosa sentencia del caso Citizens
United, la Corte Suprema de Estados Unidos dio a las corporaciones
rienda suelta para influir con su dinero en el rumbo de la política.
Pero mientras los ricos pueden usar sus fortunas para hacer oír sus
opiniones, en la protesta callejera la policía no me dejó usar un
megáfono para dirigirme a los manifestantes del OWS.
A
nadie se le escapó este contraste: por un lado, una democracia
hiperregulada, por el otro, la banca desregulada. Pero los manifestantes
son ingeniosos: para que todos pudieran oírme, la multitud repetía lo
que yo decía; y para no interrumpir con aplausos este “diálogo”,
expresaban su acuerdo haciendo gestos elocuentes con las manos.
Tienen
razón los manifestantes cuando dicen que algo está mal en nuestro
“sistema”. En todas partes del mundo tenemos recursos subutilizados
(personas que desean trabajar, máquinas ociosas, edificios vacíos) y
enormes necesidades insatisfechas: combatir la pobreza, fomentar el
desarrollo, readaptar la economía para enfrentar el calentamiento global
(y esta lista es incompleta). En Estados Unidos, en los últimos años se
ejecutaron más de siete millones de hipotecas, y ahora tenemos hogares
vacíos y personas sin hogar.
Una
crítica que se les hace a los manifestantes es que no tienen un
programa. Pero eso supone olvidar cuál es el sentido de los movimientos
de protesta. Son ellos una expresión de frustración con el proceso
electoral. Son una alarma.
Las
protestas globalifóbicas de 1999 en Seattle, en lo que estaba previsto
como la inauguración de una nueva ronda de conversaciones comerciales,
llamaron la atención sobre las fallas de la globalización y de las
instituciones y los acuerdos internacionales que la gobiernan. Cuando
los medios de prensa examinaron las reclamaciones de los manifestantes,
vieron que contenían mucho más que una pizca de verdad. Las
negociaciones comerciales subsiguientes fueron diferentes (al menos en
principio, se dio por sentado que serían una ronda de desarrollo y que
buscarían compensar algunas de las deficiencias señaladas por los
manifestantes) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) encaró después
de eso algunas reformas significativas.
Es
similar a lo que ocurrió en la década de 1960, cuando en Estados Unidos
los manifestantes por los derechos civiles llamaron la atención sobre
un racismo omnipresente e institucionalizado en la sociedad
estadounidense. Aunque todavía no nos hemos librado de esa herencia, la
elección del presidente Barack Obama muestra hasta qué punto esas
protestas fueron capaces de cambiar Estados Unidos.
En
un nivel básico, los manifestantes actuales piden muy poco:
oportunidades para emplear sus habilidades, el derecho a un trabajo
decente a cambio de un salario decente, una economía y una sociedad más
justas. Sus esperanzas son evolucionarias, no revolucionarias. Pero en
un nivel más amplio, están pidiendo mucho: una democracia donde lo que
importe sean las personas en vez del dinero, y un mercado que cumpla con
lo que se espera de él.
Ambos
objetivos están vinculados: ya hemos visto cómo la desregulación de los
mercados lleva a crisis económicas y políticas. Los mercados solo
funcionan como es debido cuando lo hacen dentro de un marco adecuado de
regulaciones públicas; y ese marco solamente puede construirse en una
democracia que refleje los intereses de todos, no los intereses del 1%.
El mejor Gobierno que el dinero puede comprar ya no es suficiente.
(Tomado de El País)
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