Hoy, cuando se cumplen
doce años desde aquel fatídico domingo 28 de junio, recuerdo con
impotencia contenida los días previos al zarpazo, las idas y venidas de
los conspiradores, los rumores circulantes y el innegable clima de
confusión tan enloquecedora como crispante. En una de sus visitas a mi
casa, en el mes de abril, el entonces presidente Manuel Zelaya me
comentó, medio en serio y medio en broma: “¿Está confusa la situación,
verdad Víctor?”. Yo, más en broma que en serio, le respondí: “Claro,
presidente, cómo no va a estar confusa si la derecha cree que estamos
haciendo la revolución y la izquierda piensa lo mismo”.
Ambos celebramos el juego
de palabras, aunque, al mismo tiempo, ambos intuíamos la gravedad de la
crisis y los peligros que acarreaba.
El afortunado titular del
diario noruego Klassekampen me hizo reflexionar un poco más sobre la
verdadera naturaleza del golpe de Estado que interrumpió el proceso de
construcción y consolidación democrática, a la vez que dio al traste con
buena parte de la institucionalidad estatal de nuestro país. Sabía de
antemano que no se trataba de un golpe típicamente militar, al estilo de
los cuartelazos de los años sesenta y setenta del siglo anterior en
varios países de África y América Latina.
El golpe al que nos
enfrentamos fue urdido, patrocinado y usufructuado directamente por las
élites políticas y empresariales, apoyadas con entusiasmo conservador
por líderes religiosos fundamentalistas de toda laya y confesión,
asustadizos dueños de medios de comunicación y militares solícitos que
se alquilaron, entre obedientes y ambiciosos, al peligroso juego de la
ruptura constitucional. Fue una variopinta combinación de caudillos
rurales y urbanos de corto alcance, personajes y personajillos sin
escrúpulos, carentes de proyecto político alguno pero con un apetito
desmesurado por entrarle a saco a las finanzas y negocios del Estado.
Eran señores y señoritos,
damiselas que más parecían mariposas ajadas de una aristocracia
marchita, los célebres “notables” de pacotilla, chismosos de
alcantarilla, beatos seniles y uno que otro demente convertido de pronto
en estratega político. No faltaron, por supuesto, los “guardaespaldas
intelectuales” de siempre. Todos ellos, en abigarrada multitud, contaron
con el apoyo y aplauso de los círculos más conservadores y derechistas
del mundillo político de Washington. Gestores de influencia, militares
contagiados por el virus de la guerra fría, burócratas solapados y más
de algún lobista resentido por no poder hacer grandes negocios con el
gobierno del Poder Ciudadano, todos se coludieron en contra del gobierno
derrocado.
Una verdadera galería de
estampas locales y extranjeras, en el mejor estilo de la borgesiana
“Historia universal de la infamia”. Incapaces de entender los ejes de la
historia contemporánea y las megatendencias que orientan al mundo
globalizado de hoy, los golpistas criollos muy pronto se vieron
envueltos en su propio ovillo, aislados y repudiados en el concierto de
las naciones modernas y civilizadas. Los objetivos que perseguían se
revirtieron en resultados contrarios: si decían querer salvar la
democracia, lo que lograron fue desarticularla y reducirla; si abogaban
para proteger a los partidos políticos, lo que obtuvieron fue su
debilitamiento y agonía; si querían salvaguardar a los grandes medios
corporativos, lo que generaron fue la migración de la audiencia; si
pensaban golpear a la izquierda, acabaron fortaleciéndola y
organizándola…en fin: si querían pelear con Hugo Chávez, terminaron
enfrentados con Barack Obama. Todo les salió mal, a excepción quizás de
sus negocios y saqueo de los fondos públicos.
En este 12 aniversario del golpe de Estado, es bueno hacer un repaso de sus autores y sus consecuencias.
https://criterio.hn/el-golpe-de-las-elites/
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