Tomado de: NewYorkTimes
Por: Michael Shifter
Foto portada protestas en Honduras
El autor es experto en relaciones entre Estados Unidos y América Latina.
En 2019, manifestantes callejeros
conmocionaron ciudades de todo el mundo. América Latina en particular
experimentó una mayor agitación social que en cualquier otro momento de
la historia reciente. Las crisis políticas y las movilizaciones masivas estallaron en Haití, Honduras, Ecuador, Perú, Bolivia, Colombia, Chile y en muchos otros lugares. En las últimas semanas, las manifestaciones han menguado, pero no han cesado y es probable que 2020 traiga más agitación.
La turbulencia deriva de muchos de los problemas persistentes en la región, los cuales son más predominantes en algunos países que en otros: estancamiento económico, poderes judiciales politizados,
corrupción, delincuencia y, en algunos cuantos casos, un gobierno
autoritario. América Latina es la segunda región más desigual del mundo.
El fracaso para abordar estos problemas —y para cumplir sus promesas—
ha ocasionado que los gobiernos pierdan legitimidad ante los ciudadanos,
quienes se sienten cada vez más insatisfechos con la forma en que
funciona, o no funciona, la democracia en sus países.
Sin
embargo, igual de pertinente para el momento actual es la percepción
generalizada de una falta de justicia, de que las élites económicas y
políticas gozan de una serie de privilegios y prerrogativas que se le
niegan a la mayoría de los ciudadanos.
Algunos de los resentimientos
acumulados de la región se deben a la sensación que tienen aquellos que
ostentan la mayoría del poder y la influencia de que tienen derecho a
todo, quienes además casi nunca les otorgan a los demás el respeto y la
dignidad que merecen.
Las protestas, amplificadas por las redes sociales, revelaron que a pesar de algunas mejores sociales y económicas reales
—en especial en los países sudamericanos productores de materias primas
a finales de la década de los dos miles—, la ruta de la movilidad
social para la mayoría de los ciudadanos sigue siendo precaria. El enojo
se mantuvo contenido hasta que el crecimiento económico comenzó a
disminuir en 2013. Las fracturas sociales emergieron, originadas en la
incapacidad de los gobiernos de satisfacer las expectativas
intensificadas de las nuevas clases medias.
En
ningún otro lugar las manifestaciones han sido tan sorprendentes, y
violentas, como en Chile, que durante mucho tiempo había sido
considerado como el país con uno de los mejores desempeños económicos de
la región y un modelo de paz social y estabilidad política. Esa
percepción se desvaneció en octubre, cuando millones salieron a las
calles para exigir cambios radicales al modelo económico e institucional
del país. Lucía Dammert, catedrática de la Universidad de Santiago en
Chile, sugiere que a pesar de que las señales de advertencia eran
evidentes, la imagen favorable del país hizo que la crisis fuera “impensada” en Chile.
Cuando
viví en ese país durante los primeros años de la transición democrática
tras el gobierno del dictador Augusto Pinochet en 1990, la mayoría de
los ciudadanos deseaban un consenso y, en general, los partidos
gobernantes, se lo otorgaban. Sin embargo, también estaban limitados por
una constitución obsoleta, impuesta por la dictadura. Con el tiempo, se
desarrolló una desconexión entre los partidos políticos de todos los
espectros y los grupos de ciudadanos que se sentían mal representados.
Chile tiene uno de los ingresos per cápita más elevados de
América Latina, pero los servicios educativos y de salud están fuera
del alcance de muchos ciudadanos, la deuda de los hogares es elevada y
la mayoría del poder económico yace en manos de unos pocos.
Las nuevas
generaciones, que no se formaron durante los años de Pinochet, han sido
menos complacientes y exigen más reformas de amplio espectro. Como
observó Dammert, se está forjando un nuevo Chile “con un rostro joven y
mucho menos temor de manifestar su descontento”.
El
cambio generacional es profundo y fundamental para entender lo que está
ocurriendo en toda la región latinoamericana (y el mundo).
La escisión también puede verse en Colombia, donde los estudiantes universitarios han estado a la vanguardia de las manifestaciones en contra del gobierno. Ciertamente, las protestas estudiantiles eran más comunes cuando estudié en Colombia a mediados de los setenta. Pero hoy los manifestantes se comunican de inmediato a través de las redes sociales y tienen varios reclamos y demandas, como mejores servicios públicos, pensiones más altas y la implementación plena del acuerdo de paz de 2016 entre el gobierno y los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
La escisión también puede verse en Colombia, donde los estudiantes universitarios han estado a la vanguardia de las manifestaciones en contra del gobierno. Ciertamente, las protestas estudiantiles eran más comunes cuando estudié en Colombia a mediados de los setenta. Pero hoy los manifestantes se comunican de inmediato a través de las redes sociales y tienen varios reclamos y demandas, como mejores servicios públicos, pensiones más altas y la implementación plena del acuerdo de paz de 2016 entre el gobierno y los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc).
En Perú, el sólido crecimiento económico que se ha visto en décadas recientes ha estado contrarrestado por una clase política que se encuentra inmersa en una crisis de credibilidad. En la década de los ochenta, fui testigo de primera mano de la incapacidad de detener la hiperinflación y una insurgencia virulenta que deterioró a los partidos políticos. A finales de septiembre, aprovechando una ola de sentimiento popular contra la corrupción —todos los expresidentes vivos de Perú enfrentan cargos de corrupción—, el presidente Martín Vizcarra disolvió el congreso, que era considerado corrupto y alejado de la voluntad del pueblo. Al igual que en otras partes de América Latina, las demandas y las expectativas cada vez mayores de la sociedad están superando la capacidad de respuesta del gobierno.
Más sobre la región
Las élites políticas y económicas latinoamericanas distan de ser homogéneas. Algunas están comprometidas con reformas sociales y políticas serias que abordan las causas subyacentes del descontento actual. Otras favorecen el aumento a los impuestos de los ricos. Existen numerosos ejemplos, en especial a nivel local, de programas innovadores que ayudaron a nivelar el terreno de juego mediante la modernización de los sistemas educativos o la generación de oportunidades de desarrollo social y económico. En respuesta a una demanda social real, todos los partidos en Chile acordaron redactar una nueva constitución para sustituir la que se promulgó bajo la dictadura de Pinochet. Aunque esto difícilmente resolverá la crisis, es un paso en la dirección correcta.
A
diferencia de algunos otros países de la región, Chile tiene los
recursos necesarios para, por ejemplo, aumentar las pensiones y mejorar
los servicios públicos como la educación y la atención médica. Dichas
medidas son importantes para aumentar los ingresos y ayudar a reducir la amplia brecha entre los ricos y los pobres.
Sin
embargo, tras vivir en América Latina durante cincuenta años, he visto
muy pocos esfuerzos sostenidos para crear vías seguras y estables de
movilidad social. Revertir esa tendencia requiere no solo un crecimiento
sólido y políticas de redistribución, sino además dar un mayor acceso
al poder económico y político, romper los nexos entre los intereses
privados y la clase política y lograr la justicia igualitaria ante la
ley. En los albores de una nueva década, ese llamado urgente puede
escucharse en las calles de toda América Latina.
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