“Si
me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, dijo Monseñor Romero
pocos días antes de que un francotirador profesional le estallara una
bala en el corazón mientras elevaba el vino en el altar de la
Eucaristía, en una capilla de un hospital de enfermos cancerosos, a muy
pocos pasos de su sencilla y austera habitación.
Nunca
una predicación evangélica tuvo una repercusión sociopolítica tan
grande como la de Monseñor Romero, en el tiempo transcurrido entre marzo
de 1977 y marzo de 1980, comparada tan solo a los años de alta
predicación de la llamada época de los Padres de la Iglesia, quienes
pagaron con su sangre su osadía de insertar la fe cristiana en la
realidad histórica en defensa de los más oprimidos de la sociedad.
Monseñor
Romero predicó con su humildad y sencillez. En su relación personal
cotidiana era muy tímido, pero su palabra se agigantaba cuando había que
predicar ante el pueblo, tanto para proclamar su fe en el Señor como
para defender con su voz la causa de los pobres por encima del derecho a
la propiedad privada. Monseñor habló del destino universal de los
bienes, base de la Doctrina Social de la Iglesia, y eso lo entendieron
los cristianos pudientes de su tiempo como un ejemplo de la manipulación
comunista de Monseñor. Y todavía hoy a muchos les suena a comunismo
cuando se habla de que es pecado amontonar riquezas, y todavía más
exhibirlas y malgastarlas mientras a la par hay tanta gente que sufre de
necesidades extremas.
Monseñor
Romero no fue de ningún partido político. Fue simplemente un cristiano
generoso, puesto por la gracia de Dios como Arzobispo en un trozo muy
denso de la historia salvadoreña. Monseñor Romero fue un hombre libre
que cuando palpó a fondo los dolores de su pueblo, no se dejó manipular
por nadie. Monseñor Romero es hoy un ejemplo eximio de fe viva
impregnada de solidaridad, diálogo, cercanía humana y amor. Y por eso
mismo, nos remite claramente a Jesús de Nazaret, a quien toda la Iglesia
está llamada a seguir.
35
años después, Monseñor Romero no sólo ha resucitado en el pueblo
salvadoreño, sino en la vida de los pueblos que luchan por la dignidad y
la vida. Cuando fue investido como Arzobispo, Monseñor Romero tenía 60
años, y recibió los aplausos de la gran oligarquía salvadoreña. Tres
años después, este mismo sector celebró con champán y vivas su muerte
ingrata.
Monseñor
Romero fue en su vida un hombre fiel a Dios, fiel a la Iglesia, fiel a
la verdad y fiel su pueblo. Sus tres últimos años no se pueden entender
sin estas fidelidades de su vida entera. La realidad de violencia
salvadoreña y la cercanía a la sangre de los asesinados injustamente, su
frustración ante la búsqueda de justicia y de verdad, le dieron a
Monseñor Romero la clave para su misión de pastor en las circunstancias
dramáticas en las que vivió la última etapa de su vida como Arzobispo de
San Salvador.Monseñor Romero vino a dar vida a la Iglesia, y ha trazado con nitidez un camino para que la Iglesia entera sea hoy fiel a Jesucristo. En una sociedad en que se aplastan los derechos y la vida de los pobres, se eleva con mayor fuerza lo que para nosotros es un gran clamor de nuestros tiempos: Que el Señor se digne darnos el regalo de pastores como Monseñor Romero.
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