Las
noticias parecen formar parte del paisaje cotidiano. Van en un
microbús, unos tipos armados lo detienen, bajan a tres muchachas, las
agarran del pelo, las obligan a tirarse en el cemento de la carretera y
las masacran a disparos. Eran tres modelos. Dos días antes otra joven
recoge el cadáver de su esposo, unos tipos la trepan a la fuerza a un
vehículo, ella se resiste, la acribillan a tiros y la dejan tirada en la
calle.
Era modelo y esposa de un colombiano. Los cuerpos de tres
jóvenes aparecen muertos con señales de violación y de tortura.
Trabajaban en un centro nocturno. Y se metieron con unos
narcotraficantes.
La
policía o el primer parte policial no tiene desperdicio: asuntos
pasionales vinculados con bandas delincuenciales. Ajuste de cuentas del
crimen organizado. Una vez visto, leído y oído el parte policial viene
la sentencia de los consumidores de cercos mediáticos: por andar en
malos pasos los matan; la que mal anda mal acaba; así tienen que morir
todos los delincuentes, y sin son mujeres, ellas se lo buscaron.
Y
tras la sentencia, a dar vuelta a la página, a ver la novela o el
partido de fútbol o a escuchar la siguiente noticia. Las muertes
quedaron condenadas y en el olvido. Allá los familiares con sus propios
dolores, a cargar las penas de sus muertas en el más atroz de los
silencios, y a comerse sus lágrimas. Más vale boca cerrada que el
peligro de ser acusados por lo mismo por lo que la policía y los
consumidores de cercos mediáticos acusó a las muertas.
¿Y
el proceso judicial? Es lo de menos. Todo acaba con el parte policial;
lo del médico forense y la fiscalía es asunto de puro trámite. Los
medios de comunicación se encargan de lo demás: publicidad al dictamen
del Ministro de Seguridad o de cualquiera de sus policías o del oficial
de FUSINA, y el envío de las muertes al rincón de los olvidos porque
otros acribillados y acribilladas esperan el subsiguiente parte
policial.
Al
final de cuentas, las personas, físicamente abatidas en calles,
carreteras, cañeras, hoteles o casas de habitación, quedan encharcadas
con sus cuerpos irreconocibles. Esa es su primera muerte. La policía,
pasando por encima de cualquier procedimiento, y sin que llegue jamás
una sentencia judicial, declara a los acribillados como mareros,
narcotraficantes o sencillamente del crimen organizado. Las autoridades
acaban de matar por segunda vez a las víctimas.
El
presentador de la noticia y la gente que escucha, lee o mira la noticia
apuntan bien su dedo índice con el tiro moral de gracia a las
acribilladas: así les pasa por andar en malos pasos, uno o varios menos,
ojalá así las maten a toditas. “Lo que lamento –dijo un marchante—es
que eran muy guapas”. Esa es la tercera muerte. Poco importa si las que
fueron acribilladas o acribillados eran o no mareros o narcotraficantes.
Quedaron malditos para una eternidad, o en el más cruel de los olvidos y
de los silencios, en esta escuela oficial del terror por su efectiva
trilogía de la muerte, para no dejar rastros de recuerdos ni de
misericordias.
Menos
mal que la cuarta muerte ya no les toca en directo a los acribillados y
acribilladas. Nos toca a quienes advertimos esta trilogía mortal. Esa
cuarta muerte nos viene aunque quedemos vivos, porque ¿quién puede
sobrevivir sin ser ignorado, tras contradecir la versión oficial del
presidente y de los protectores de los auténticos y honorables
delincuentes, que nos dicen a diestra y siniestra, y hasta poniendo a
Dios de reparo y otras alianzas de prosperidad en mano, que vamos por
buen camino, y en una ruta fija hacia una vida mejor? Escuchar y descargar Nuestra Palabra
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