
Vivimos
en un país cuyo guión político está redactado en una nación extranjera que domina nuestra territorialidad.
Desde
aquella decisión legislativa de Ramón Rosa y Marco Aurelio Soto, mediante cuya
constitución se entregaron las tierras cultivables de las riberas de los ríos
más caudalosos de la nación a compañías trans nacionales norteamericanas,
Honduras ingresó —de pronto por decreto— al mundo del capitalismo imperial.
Desde
entonces tales empresas “trans” llegaron
al país para penetrarlo en las fibras más íntimas y más sensibles de la
hondureñidad, la soberanía nacional, la
cual en nuestros días dejó de ser un
valor sagrado para quienes han detentado el poder como estructuras
políticas malinchistas y mercenarias.
Desde esa época se produjo en el país un nuevo rumbo que precisamente se desviaba del camino de la autononomía y la identidad soberana y de las luchas patrióticas por conservar el valor primigenio de una patria libre de toda atadura.
Luego
para ofrecer la paz y la tranquilidad a las transnacionales bananeras y
mineras, se implantó una dictadura cruel basada en el encierro de los
opositores, en el destierro de los intelectuales y políticos beligerantes, y en
el entierro de los asesinados por motivaciones de un pensamiento democrático,
con el objetivo de que no se moviera ni una hoja, mientras se terminaban de asentar los intereses
del gran coloso del norte en diez y seis años de dictadura férrea y sangrienta.
De
este modo el sendero del decurso
nacional se bifurcó desde la época
morazánica, cuando el héroe luchaba contra viento y marea por conjuntar y defender
el proyecto más ambicioso que se haya implementado en Centroamérica.
Los
políticos pro monárquicos, soldados, y
dirigentes sociales se inscribieron en las filas del conservadurismo gachupín “realista”
y otros, los soberanistas, se
incorporaron como soldados patriotas en las columnas luchadoras de la patria
soberana.
Fue
una disputa sorda, violenta, llena de tragedia
personal, política y social.
Los
desheredados de los bienes fundamentales para vivir una existencia decorosa
siempre estuvieron insertos en ese proyecto patriótico desde la época de los
procesos independentistas, con antecedentes de enfrentamientos apremiantes
tanto en la conquista española y su contra parte indígena, como en la época
colonial, donde los indios y negros vivieron momentos desgarradores de esclavitud.
Toda
esa contradicción de clase se fue consolidando hasta nuestros días, con el
predominio de los dueños de la tierra, las fábricas, el gobierno, el ejército y
la cultura nacional.
Los
jerarcas militares de filiación nacionalista mantuvieron el país en vilo —mediante
cruentos Golpes de Estado— desde el año
1963 hasta 1982, cuando asume un gobierno civil las riendas del Estado, por
orden del imperio. Durante toda esa
época se convirtieron en terratenientes, empresarios de gran ascendencia
financiera al grado tal que ya no vieron a la élite fáctica y mediática como
individuos superiores, si no que formaron parte de la camarilla gobernante de
la nación.
Los
partidos políticos (nacional y liberal) asumieron el control del estado y se lo
repartieron como un pastel de sabor extraordinariamente sabroso y oportuno.
Y
así permanecieron 30 años alternando el poder. El partido nacional que se ha arrogado la regencia
de la nación por más de cien años, le hizo creer a los mismos torpes y siempre
ingenuos dirigentes liberales, que ellos (los cachos) eran mejores administradores de la cosa
pública, ahora vuelta una cosa púbica y vergonzante.
De
manera que lo azuzaron para dar un Golpe
de Estado (2009) en donde el Partido Liberal llevaría la batuta, durante un
tiempo corto, pero, no se daban cuenta
los militantes de las filas eternamente jóvenes, que aquello era solo un
enganche, una comedia de pocas horas de duración, porque por detrás de tales dirigentes,
los nacionalistas ---que son
como los scauts, siempre listos— negociaron con el Departamento de Estado la
imposición de una dictadura, a cambio de
introducir definitivamente una daga en el mero centro del corazón de la
soberanía nacional, las ciudades modelo, la venta de las instituciones del Estado, la
adecuación de toda la normativa jurídica
a la sustancialidad neoliberal, el desmontaje del Estado beneficiario hacia la mano de obra nacional y
hacia los pobladores desvalidos, el saqueo de toda las instituciones que
guardaran en sus tesorerías dineros vivos, sin compromiso financiero ni
peligros de pérdidas mercantiles, la creación de cuantas policías fuesen
necesarias, las concesión de todo cuanto fuera útil para las compañías
transnacionales, la creación de nuevos grupos de poder fático y mediático, en
fin, la entrega total de nuestra nacionalidad hacia todo aquello que huela a
inversión extranjera aliada a la nueva élite económica y política.
Ahora, instalado en el poder supremo de la nación,
Juan Orlando Hernández, ha cumplido a
cabalidad y más todavía, con aquellos compromisos sellados por el Departamento
de Estado y el capital imperial norteamericano en complicidad con la nueva
estructura de poder.
El
asunto reside para las fuerzas sociales y políticas nacionales en cómo derrotar
esta estrategia predeterminada, teniendo en cuenta que la compra venta del
Poder Legislativo y Judicial está en manos del omnímodo presidente y dictador a
la vez de este pobre país, el mediático calculador frío y puntual JOH, ahora con ristre en mano apuntando hacia la
re elección como catapulta de su sueño reaccionario: la dictadura de
cuantos períodos presidenciales pueda
cubrir en el futuro cercano.
Los
dados están tirados sobre la mesa, y para colmo de males, los jugadores no han
podido descifrar el secreto de los cubos marcados con los mismos números de la
victoria del juego de azar, por ello se avizora siempre un triunfo sobre el tablero
de las apuestas.
El
que cambie los dados, cambiará el juego y derrotará al enemigo.
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