Foto: Martin Bernetti |
Escrito por Nazaret Castro
30.08.2014
En
toda América Latina, el avance de un modelo extractivo basado en la
exportación a gran escala de recursos naturales convierte a los pueblos
indígenas en las principales víctimas del despojo. A ambos lados de la
cordillera, los mapuches, ‘gente que vive al sur del sur de la tierra’,
están decididos a resistir, y la historia los avala como pueblo luchador
y valeroso.
Cuando
apago la grabadora, marca apenas 57 minutos, pero yo me siento
distinta. En una hora, este indio robusto y sabio, hijo de un lonko
(autoridad política mapuche), ha logrado hacerme entender por qué para
los mapuches el territorio es mucho más que la tierra, reducida a
recurso económico desde nuestra perspectiva occidental, antropomórfica y
economicista.
Lo
bautizaron como José María, lleva el apellido Pereira, pero su
verdadero nombre es Kuntxemañ, que significa “Sonidos del Cóndor”.
“Ellos –el hombre blanco– miran nuestro territorio como fuente
energética para América, como fuente de recursos para el mundo”, dice
Kuntxemañ. Muchos kilómetros al norte, me lo había dicho de otro modo un
indígena del Cauca colombiano: “Donde nosotros vemos el río, ellos solo
ven bajar los dólares”.
Kuntxemañ
trabaja en un hospital en Santa Bárbara, un pueblo de la región
cordillerana del Alto Bío Bío, en el sur de Chile. Hubo un tiempo en que
el río Bío Bío marcaba el inicio de la Walmapu, la Tierra Mapuche.
Porque, aunque los libros de Historia no suelen detenerse en ese
capítulo, el mapuche fue el único pueblo nativo americano que consiguió
mantener su autonomía durante los siglos de colonización española.
Sucesivos
tratados con la Corona garantizaron que conservarían sus tierras y
mantendrían sus modos de vida, a ambos lados de la cordillera andina.
Todo cambió en el siglo XIX, cuando Chile y Argentina lograron
independizarse de la Corona española y, en su determinación de ampliar
su territorio, emprendieron sendas guerras contra la población mapuche, a
la que arrinconaron en una porción cada vez más exigua de territorio.
Siglo
y medio después, en pleno siglo XXI, el modelo extractivista, que basa
el crecimiento económico en la extracción intensiva de recursos
naturales para la exportación, avanza sobre América Latina y sobre los
territorios ancestrales de los pueblos originarios. Al sur de Chile, la
industria forestal y las represas protagonizan los mayores
emprendimientos; del lado argentino, las comunidades mapuches tratan de
resistir al avance de la minería y las petroleras.
El
extractivismo requiere de la ocupación y control de vastos territorios,
y la Patagonia es un espacio apetecible por su abundancia en recursos,
entre ellos, el agua. En todo el continente, las comunidades indígenas,
afrodescendientes y campesinas están siendo las grandes damnificadas de
este modelo, siendo obligadas a emigrar a las ciudades, donde se unen al
ingente grupo de desempleados que puebla favelas, comunas o villas
miseria.
En
el Alto Bío Bío, a unos 400 kilómetros al sur de Santiago de Chile,
conocen las consecuencias de ese despojo. Primero fueron las empresas
forestales, que diezmaron los bosques nativos y los sustituyeron por
plantaciones de eucalipto y pino. Después llegaron las represas: Endesa
inauguró la central de Pangue en 1996, y la de Ralco siete años después.
Cientos de miembros de la comunidad pehuenche, como llaman a la etnia
mapuche oriunda de la cordillera, tuvieron que desplazarse y abandonar
sus tierras para construir los embalses.
Algunos
resistieron y recibieron de la empresa mejores compensaciones, pero
terminaron cediendo. Sin embargo, la ñaña (hermana) Anita sigue al pie
de la batalla. Esta anciana menuda y tenaz sigue resistiendo a la
multinacional y cuestiona a su comunidad por haber cedido terreno:
“Entregaron para siempre sus derechos a cambio de nada, o de muy poco.
Muchos se arrepienten ahora. Esta tierra es mapuche y la tenemos que
recuperar”. Si la tierra mapuche se fracciona, la comunidad se divide
también. Porque, para el pueblo mapuche, territorio es mucho más que un
simple pedazo de tierra donde cultivar.
Gente de la Tierra
“Mapuche”
significa “Gente de la tierra” en mapudungún, su lengua nativa. Cada
vez más, los mapuches entienden que la reivindicación de su lengua, el
mapudungún, es imprescindible para la recuperación de su identidad como
pueblo. El mapudungún tiene una palabra para cada sonido de la
naturaleza, incluso para aquellos que pueden resultarnos imperceptibles,
al menos, a los winka (el hombre blanco).
“La
lengua es fundamental: es el lenguaje que se habla con la Madre Tierra;
es fuente de sanación. No me voy a enfermar si no estoy desequilibrado,
y el desequilibrio tiene que ver con la Madre Tierra, con los sonidos
que produce el agua, que son nuestro espíritu; con el entendimiento de
que nada en la naturaleza está por estar, de que todo tiene un sentido”,
cuenta Kuntxemañ.
También
el nombre propio tiene un significado profundo. Se escoge en función
del nacimiento y de la fase lunar, y es fuente de conexión espiritual y
sanación: “José María no significa nada; Kuntxemañ es el nombre de mi
espíritu”.
Para
los mapuches, como para otros pueblos originarios de la Abya Yala –como
llamaron los kuna, indígenas de Panamá y Colombia, al continente que
los conquistadores quisieron bautizar como América–, el territorio es
sagrado, es identidad, es sanación. El pueblo mapuche, que ha habitado
la Patagonia desde hace al menos 14.000 años, no se plantea dominar la
naturaleza ni entiende el concepto de “recurso” natural, sino que venera
y pide sabiduría a las pu newen o fuerzas de la naturaleza.
La
espiritualidad lo impregna todo: la comida, la bebida, el baile. Y esa
sacralidad se basa en la relación armónica con la naturaleza, que se
manifiesta en actos cotidianos como la elección del lugar donde se
levanta una ruka (casa), para no violentar a las fuerzas naturales.
Las
represas quiebran esa armonía de modo irreparable. “El río representa
la pureza y la espiritualidad; le da a la tierra la generosidad de
mujer, de madre, que puede engendrar y reproducir. Afrentar al río de
ese modo, romper su cauce, incide en la espiritualidad de nuestro
pueblo, nos enferma, y solo nuestra medicina puede sanarnos, pero hoy la
tierra donde crecían esas plantas ha sido inundada”, dice Kuntxemañ.
“Los
mapuches de la cordillera respirábamos los árboles. Teníamos poca ropa,
vivíamos con poco, y sin embargo estábamos saludables: disponíamos de
la energía de los árboles y de nuestras medicinas, y lo hemos perdido”,
lamenta la ñaña Anita.
Les arrebatan su identidad
Esas
son las bases de una cosmovisión del pueblo mapuche que, durante 14.000
años, habitó la Patagonia en armonía con la naturaleza, pero que hoy
lucha por sobrevivir en medio de amenazas cada vez más devastadoras.
Kuntxemañ apunta a la importancia de la escuela en ese proceso: “El
Estado intenta ‘chilenizarnos’, comenzando por la educación. La escuela
chilena supone una intervención del mundo pehuenche”.
Se
rompen los ciclos de vida que marcaban las creencias ancestrales del
pueblo mapuche y se dificulta que, antes de la pubertad, se inicien en
los rituales que, para los mapuches, suponen una conexión con la Madre
Tierra. Kuntxemañ los describe como momentos de desconexión que pueden
durar 20 o 30 minutos; yo lo imagino como un estado de trance, similar
al de una meditación profunda.
Dice
Kuntxemañ que entre los 8 y los 16 años, llega el momento de la
iniciación de un niño. Pero si está en la escuela, difícilmente
encontrará el entorno adecuado. Entonces “el espíritu se desconecta de
cuerpo y mente”, y entran en escena las enfermedades físicas y mentales,
la desesperación, el desequilibrio.
Esa
es la razón, cree Kuntxemañ, de que existan tantos problemas de
alcoholismo y desintegración familiar en las comunidades mapuches que
han renunciado a sus modos de vida ancestrales. “Los jóvenes que no han
sanado buscan el alcohol como solución, pero el alcohol hace mucho daño
al espíritu”. El mapuche desconectado de su espiritualidad es, dice
Kuntxemañ, “un árbol sin raíz”.
El
pueblo mapuche no se siente chileno ni argentino. Son “Gente de la
Tierra” que habitan la Walmapu y hablan mapudungún. Pero el Estado, ese
mismo que les discrimina por su tono de piel o su lengua, les obliga a
‘chilenizarse’ o ‘argentinizarse’. Por eso ellos hablan de un
neocolonialismo que hoy, como en el siglo XIX, les impide ser ellos
mismos, e invisibiliza su historia y su cultura.
Chilenos
y argentinos desconocen, por ejemplo, que los mapuches sabían que la
Tierra era redonda mucho antes de que los europeos arribasen aquí. Los
estados de Chile y Argentina prefirieron concebirlos como unos salvajes a
los que era legítimo dominar.
Criminalizan las resistencias
Cuando
no basta con la ideología, con la escuela, con la fuerza de las leyes y
la burocracia, entra en escena la violencia. En 2011, la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) requirió del Estado argentino
medidas cautelares para proteger a los mapuches –y también a la
comunidad Qom, al norte del país– de las amenazas y muertes que han
sufrido como consecuencia del avance de los megaproyectos
extractivistas.
Más
dura ha sido la represión de los mapuches en Chile, al amparo de una
arbitraria, confusa e injusta utilización de la Ley Antiterrorista,
según ha denunciado el relator de Derechos Humanos de la ONU Ben
Emmerson. A lo largo y ancho de Latinoamérica, el saqueo del
extractivismo provoca las resistencias de las comunidades, y la
respuesta del Estado, en la mayoría de los casos, es criminalizar esas
luchas y judicializar a los implicados.
Pese
a todo, no parece que las resistencias estén en retroceso, todo lo
contrario. Tras una larga noche de 500 años, las luchas indígenas
resurgen frente a la voracidad de un capitalismo se presenta sin
máscaras. Sus sociedades, seguramente, distan mucho de ser perfectas,
pero contienen una sabiduría profunda.
¿Y
si la naturaleza no fuese algo externo al ser humano, algo de lo que
debemos apropiarnos para progresar? Las cosmovisiones indígenas invitan a
replantearnos nuestros conceptos de desarrollo, eficiencia y
rentabilidad. ¿Es rentable quebrar la montaña para extraer un oro que
irá a parar a los depósitos de algún banco al otro lado del mundo? ¿Es
eficiente privatizar el agua?
En
estos momentos de transición, donde lo viejo ya no sirve pero lo nuevo
no termina de nacer, es cada vez más urgente hacernos esas preguntas.
Kuntxemañ cree que el cambio es posible: confía en las nuevas
generaciones, tanto mapuche como winka. Tal vez la enormidad del desafío
contiene a su vez una utopía posible para América Latina, y para el
mundo.
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