San Salvador, 24 marzo 2014 (PL) / http://voces.org.sv/
El propio obispo mártir, mirando al futuro, vaticinó ante las frecuentes amenazas de muerte en su contra: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
El tiempo le ha dado la razón.
Su retrato, junto a muchas de sus ideas dispersas en centenares de homilías, se encuentran por muchas partes del país, desde una humilde vivienda de una comunidad cristiana de base hasta grandes murales de universidades, el aeropuerto y la Casa Presidencial.
Es considerado el guía espiritual de la nación por el presidente Mauricio Funes, durante cuyo mandato monseñor Romero ha recibido los primeros homenajes oficiales.El religioso fue asesinado de un disparo al corazón el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba misa en la capilla del hospital para cancerosos Divina Providencia, de la colonia Miramontes de la capital.
Una Comisión de la Verdad creada por Naciones Unidas después de los Acuerdos de Paz de 1992, determinó en 1993 que monseñor Romero fue víctima de los escuadrones de la muerte dirigidos por el mayor Roberto D´Aubuisson, fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena).
Aunque es difícil encontrar textos que concentren sus ideas, e incluso fue considerado conservador por algunos antes de ser nombrado arzobispo de San Salvador el 3 de febrero de 1977, en escritos de varios de sus biógrafos, se encuentran razones de los represores para el crimen.
Un día antes de su asesinato dirigió una vigorosa apelación a la dictadura militar de la época para que pusiera fin a la represión.
“La Iglesia -expresó-, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación.
“Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre.
“En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”. El 17 de febrero de 1980, 35 días antes de ser asesinado, escribió al entonces presidente de Estados Unidos, James Carter, quien se proclamaba como defensor de los derechos humanos, una exhortación a cesar los entrenamientos y ayuda a las fuerzas militares y policiales salvadoreñas.
“La contribución de su Gobierno en lugar de favorecer una mayor justicia y paz en El Salvador agudizará sin duda la injusticia y la represión en contra del pueblo organizado que muchas veces ha estado luchando porque se respeten sus derechos humanos más fundamentales.
“Por tanto, dado que como salvadoreño y Arzobispo de la Archidiócesis de San Salvador, tengo la obligación de velar porque reine la fe y la justicia en mi país, le pido que si en verdad quiere defender los derechos humanos,
“- Prohíba se dé esta ayuda militar al Gobierno salvadoreño.
“- Garantice que su gobierno no intervenga directa o indirectamente con presiones militares, económicas, diplomáticas, etc., en determinar el destino del pueblo salvadoreño.
“Sería injusto y deplorable que por la intromisión de potencias extranjeras se frustrara al pueblo salvadoreño, se le reprimiera e impidiera decidir con autonomía sobre la trayectoria económica y política que debe seguir nuestra Patria”.
Sus palabras también están grabadas de múltiples formas en muchas partes del país.
“Es necesario acompañar al pueblo que lucha por su liberación”, se lee en uno de los murales de una pared de la Universidad de El Salvador.
http://voces.org.sv/2014/03/24/la-resurreccion-de-monsenor-romero-en-el-pueblo-salvadoreno/
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UES inicia cátedra sobre Vigencia del Pensamiento de Monseñor Romero
La Universidad de El Salvador conmemoró, con la inauguración de la Cátedra Permanente de la Realidad Universitaria, la cual inició con la Vigencia del Pensamiento de Monseñor Romero, el XXXIV aniversario del martirio de San Romero de las Américas.Michelle Ramirios
Leticia Zavaleta de Amaya, Secretaria General de la UES explicó que cátedra pretende, básicamente que las y los jóvenes universitarios conozcan a personajes y hechos históricos como parte de una formación en valores encaminados al fortalecimiento como seres humanos, inspirado en una voz de justicia para las víctimas de graves violaciones a sus derechos.
Agregó que uno de los mayores obstáculos en alcanzar el derecho a la verdad y la justicia se debe a la existencia de la Ley de Amnistía, “a muchos familiares de víctimas no les ha permitido poder cerrar sus heridas”
La cátedra contó con los aportes del Padre Pedro Declerq y la Hermana Nohemy Ortiz quienes compartieron con el alumnado parte de la obra del mártir quien dedicó su vida a predicar la sed de justicia de un pueblo olvidado y maltratado por fuerzas opresoras inspirado en el amor a este mismo pueblo desprotegido.
Por su parte, David Morales Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) se refirió al derecho a la verdad que tienen todas las víctimas y sus familiares a quienes se les violentaron sus derechos humanos, además de la deuda en materia de reparación moral y económica para quienes sufrieron hechos de violencia como asesinatos, torturas, desapariciones, masacres, entre otros.
http://voces.org.sv/2014/03/24/ues-inicia-catedra-sobre-vigencia-del-pensamiento-de-monsenor-romero/
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Dada Hirezi: “Monseñor Romero hacía lo que él creía y lo hacía con sanidad de espíritu”
Este 24 de marzo se cumplen 34 años desde que hubo que extraer –una a una– las esquirlas de la bala del calibre .25 expansiva y explosiva que destrozó el pecho del arzobispo de San Salvador. El veterano político Héctor Dada Hirezi conoció a Óscar Romero desde que era sacerdote en San Miguel y fueron muy cercanos en el trascendente trienio 1977-1980. Este perfil, que forma parte del libro Hablan de Monseñor Romero (Fundación Monseñor Romero, San Salvador, 2011), recrea algunos de los momentos que compartieron.
Roberto Valencia
Publicado en: elfaro.net /el 24 de Marzo de 2014
Ubicada en el sótano de catedral metropolitana, la cripta de Monseñor Romero es punto de encuentro de devotos y de admiradores del obispo mártir. Foto Roberto Valencia. |
La honestidad es prima-hermana de la bondad, de la verdad, de la integridad. Decirle honesto a alguien es decirle mucho, a pesar incluso de que se ha convertido en una de esas palabras que pronunciamos a la carrera, sin reparar en su trascendencia. Al mundo le iría mejor si la honestidad estuviera más extendida. Pues bien, Héctor Dada Hirezi no se cansará de retratar a Monseñor Romero como alguien honesto. Lo repetirá una y otra y otra vez.
Héctor lo conoció muy bien, desde niño, desde cuando llegaba a la casa de su tío Emilio Simán y lo hallaba reunido con un joven cura migueleño llamado Óscar Arnulfo Romero. Ambos, Emilio y el padre Romero, mantenían encuentros esporádicos como directores que eran de Criterio y Chaparrastique, los semanarios de la arquidiócesis de San Salvador y de la diócesis de San Miguel respectivamente. Ahí empezó todo. Con los años, devinieron incontables las veces que Héctor y Monseñor Romero estuvieron juntos.
—Y usted –pregunto a Héctor–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Totalmente, pero ¿qué es la santidad en una teología sana? Hay que recordar que los dos grandes fundadores de la Iglesia fueron Pedro, que negó a Cristo, y Pablo, que perseguía cristianos; y los dos son santos. Los santos son seres humanos que cometen errores, como todos, pero que cumplen con los principios de honestidad, de bondad, de entrega a los demás, de cumplimiento de la palabra de Jesús de Nazareth… Y eso fue él.
—¿Esa plena conciencia de su santidad la tuvo después o antes del asesinato?
—En vida ya sentía que era un cristiano ejemplar. Si algo yo le respetaba es que hacía lo que él creía y lo hacía con sanidad de espíritu. Nunca le encontré una mala intención, y que no estuviéramos siempre de acuerdo no quiere decir que uno no respetara su total honestidad.
Su total honestidad, dice.
***
Héctor Miguel Antonio Dada Hirezi nació el 12 de abril de 1938 al
interior de la vivienda familiar, ubicada muy cerca del Campo de Marte,
en el Centro Histórico de San Salvador. Sus apellidos son de origen
árabe. Los dos abuelos nacieron en Palestina, y ambos llegaron a El
Salvador después de pasar unos años en Nueva York, pero por caminos
separados. Su padre, Cristo Miguel Dada, era un médico formado en
Francia, cristiano ortodoxo, creyente en Dios pero poco amigo de los
templos. Su madre, Graciela Hirezi, nació y se crió en Zacatecoluca,
donde la familia era propietaria del principal almacén de la ciudad; era
católica y religiosa en el sentido más tradicional de la palabra.—Pero mi formación católica se la debo a los jesuitas –dice.
En una época en la que aprender a leer y a escribir
estaba al alcance de pocos, Héctor estudió en la institución de
educación secundaria más prestigiosa del país: el Externado de San José,
administrado por la Compañía de Jesús. Los Dada Hirezi no eran
oligarquía ni mucho menos, pero vivían con holgura.
—Puedo decir que tuve una infancia muy feliz, con mucho cariño en mi casa.
Los estudios superiores los realizó en la Universidad de
El Salvador, Ingeniería civil, y fue en esos años, en la segunda mitad
de la década de los 50, cuando comenzó a coquetear con la política. Se
convirtió en dirigente estudiantil –llegó incluso a presidir la ACUS,
Acción Católica Universitaria Salvadoreña–, y participó en la fundación
del Partido Demócrata Cristiano (PDC). No aparece en el listado de
fundadores tan solo porque estaba fuera del país el día de la
inscripción en el tribunal electoral. En 1966, con apenas 28 años, ocupó
una curul en la Asamblea Legislativa.
A finales de los 60 decidió estudiar Economía. Serias discrepancias
con la dirigencia del partido por la guerra contra Honduras lo
convencieron de hacerlo en el extranjero, y en 1970 se instaló en
Bélgica. Para entonces estaba ya casado con Gloria Sánchez Chévez, la
madre de sus cuatro hijos: Héctor, Rodrigo, Carlos y Gloria. De Europa
se regresó definitivamente a inicios de 1977, conoció desde las entrañas
–participó en la primera y en la segunda Junta Revolucionaria de
Gobierno– la efervescencia política y sus consecuencias, y tres años
después tuvo que irse de nuevo, esta vez a México y amenazado de muerte.
Durante la guerra civil hizo consultorías y trabajó para institutos de
investigación y para Naciones Unidas, y cumplió a rajatabla su decisión
de no involucrarse con ninguna de las partes en conflicto.—Me lo pidieron varios amigos –recuerda–, pero no me metí al FDR (Frente Democrático Revolucionario) porque nunca he creído en la lucha armada como medio de hacer política.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz, los Dada-Sánchez
regresaron a El Salvador. La política pronto llamó a la puerta de
Héctor: concejal en San Salvador, regreso a la Asamblea como diputado,
ministro… Su rostro es hoy por hoy uno de los más conocidos de la
política salvadoreña, y quizá uno de los más respetados.
—Pero El Salvador aún está como está, don Héctor. ¿Cómo duerme después de haberle entregado tanto al país?—El mundo no es perfecto, y este país es más imperfecto que lo que debería ser. Yo aprendí hace tiempo que uno tiene que hacer todo lo que pueda para cambiar las cosas en la dirección que uno cree que es la correcta, pero Roberto, también aprendí que uno no tiene toda la responsabilidad.
Imagen de Héctor Dada Hirezi en el despacho del Ministerio de Economía, que ocupó desde junio de 2009 hasta que su renuncia en abril de 2012. Foto cortesía Ministerio de Hacienda. |
***
La primera vez que Monseñor Romero tuvo que mirar a los
ojos de familiares de víctimas de una masacre perpetrada por la Guardia
Nacional fue el domingo 22 de junio de 1975, seis meses después de haber
tomado posesión como obispo de Santiago de María. Sucedió en el cantón
Tres Calles del municipio de San Agustín, departamento de Usulután,
lugar en el que el día anterior unos 40 agentes se habían presentado a
la 1 de madrugada y habían asesinado a sangre fría a seis campesinos
–José Ostorga, sus tres hijos, dos vecinos– de una comunidad eclesial de
base. La noticia había llegado a oídos de Monseñor Romero el propio
sábado, y el domingo se desplazó hasta Tres Calles. Tras verificar en
persona lo sucedido, decidió escribir dos cartas para explicitar su
inconformidad: una dirigida al presidente de la República, su amigo el
coronel Arturo Armando Molina; y la otra, a los obispos salvadoreños.
Pero se negó a denunciar públicamente lo ocurrido.
La noticia de la tragedia se regó por todo el país, y se
coló en la agenda de la Comisión Nacional de Justicia y Paz, un
organismo consultivo conformado por laicos y religiosos del que tanto
Monseñor Romero como Héctor formaban parte.
—Tuvimos una gran discusión ese día, bastante fuerte, porque nosotros
decíamos que había que denunciar la masacre, y él sostenía que no, que
la Iglesia tenía que actuar por caminos más discretos –dice Héctor.
Esa actitud timorata ante la represión se desvanecería
tras la toma de posesión como arzobispo de San Salvador, y Monseñor
Romero hoy es recordado en todo el mundo como un referente
incuestionable en materia de derechos humanos. Esa metamorfosis, que
algunos llaman conversión, fue años después motivo de conversación. “Hoy
entiendo muchas de las cosas que ustedes nos decían en la Comisión de
Justicia y Paz”, le dijo a Héctor en alguna ocasión.
***
Héctor amaneció el 18 de marzo de 1977 en Bélgica, donde
vivió varios años y cosechó una licenciatura y una maestría en Economía
por la Universidad Católica de Lovaina. Abordó un avión y cruzó el
océano Atlántico junto a toda su familia, esta vez con la firme
intención de radicarse definitivamente en El Salvador. Eran años sin
internet ni televisión por satélite, pero Héctor se había esforzado por
no desconectarse de la realidad salvadoreña. Sabía que a Óscar Arnulfo
Romero, un viejo conocido suyo, lo habían nombrado arzobispo de San
Salvador hacía un mes. La elección no le había hecho gracia porque él
era de los convencidos de que el indicado para el puesto era monseñor
Rivera Damas.
La última escala del vuelo fue en el aeropuerto de La
Aurora, en Ciudad de Guatemala. Allí subió otro viejo conocido suyo:
monseñor Emanuele Gerada, el nuncio apostólico para Guatemala y El
Salvador. Entonces había menos formalidad en los aviones y, como varios
asientos estaban vacíos, apenas despegó la aeronave, el nuncio Gerada y
Héctor se sentaron juntos para platicar.
—Usted me tiene que ayudar a convencerlo –le dijo el nuncio Gerada–, lo que está haciendo Monseñor Romero es una locura.—¿Y qué es lo que está haciendo? –preguntó Héctor, sorprendido de que estuvieran hablando de la misma persona tradicionalista y sumiso a la jerarquía eclesiástica que él conocía.
—¡Quiere cerrar las iglesias!
Seis días antes de aquel encuentro en las alturas habían
acribillado al padre Rutilio Grande. Reunido el martes 15, el clero
había aprobado en asamblea y de forma abrumadora la idea de oficiar en
Catedral metropolitana una misa única. Monseñor Romero respaldó la
petición, algo que escandalizó sobremanera al Gobierno del coronel
Molina y a Gerada, quien apenas unas semanas atrás había sido su
principal promotor.
Al día siguiente de su llegada a El Salvador, en la
víspera de la misa única, Héctor se acercó a las oficinas del
arzobispado, situadas en el segundo piso del seminario San José de la
Montaña. Le dio el pésame por lo del padre Grande y le comentó su
conversación con Gerada, pero no trató de convencerlo de nada. Al
contrario, se puso a sus órdenes.
—La relación con monseñor Gerada era tensa –recuerda–, creo que
porque él nunca entendió lo que pasaba en este país ni la honestidad de
Monseñor Romero. Él era de ese sector de la Iglesia para el que la
tranquilidad es lo más importante, sin importar el costo.
***
El 22 de enero de 1980 las calles de San Salvador
acogieron la manifestación más multitudinaria jamás vista en el país.
Héctor se atreve a calificarla como la más grande jamás vista en
Centroamérica. Estimaciones conservadoras cifraron en 250,000 las
personas que respondieron a la convocatoria realizada por la
Coordinadora Revolucionaria de Masas, el más firme intento por unificar
el crisol de movimientos sociales en que estaba fraccionada la izquierda
salvadoreña.
—Nunca se había visto algo así –dice–, y yo, honestamente, pensé que
con esa manifestación iban a intentar tomarse Casa Presidencial.
Fue tanta la afluencia que mientras algunos aún
esperaban salir desde el monumento al Divino Salvador del Mundo, otros
estaban ya frente a la catedral, donde se dice que comenzaron los
disparos. Monseñor Romero registró sus impresiones en su diario
personal: “A la altura del Palacio Nacional se inició un tiroteo que
desbandó esta preciosa manifestación –preciosa manifestación, dice–, que
era una fiesta del pueblo”. Para finales de enero su apoyo tácito a las
organizaciones populares, y por extensión a sus reivindicaciones, tenía
a la base el desencanto acumulado hacia la Junta Revolucionaria de
Gobierno, de la que en ese momento Héctor era uno de los cinco
integrantes. Aquel día, los principales funcionarios de Gobierno
siguieron los acontecimientos encerrados en Casa Presidencial. Después
de que las radios reportaron el tiroteo, Héctor y Monseñor Romero
hablaron por teléfono.
—Monseñor, esos disparos no son de soldados –le aseguró Héctor–.
Acabo de consultar y me han garantizado que se cumplió nuestra orden de
que no hubiera ningún agente de seguridad ni ningún soldado en el
camino.—Pero hay gente en catedral que los está viendo disparar desde el Palacio Nacional.
—No puede ser, Monseñor.
Sí pudo ser.
Cuando confirmó por otras vías la veracidad de la versión, Héctor se
levantó en medio de una reunión de gabinete y pidió explicaciones al
ministro de Defensa, el coronel Guillermo García,
que encarnaba la línea dura dentro de la Fuerza Armada. La nueva
versión era que en efecto habían dejado unos guardias para custodiar el
Palacio Nacional y que se pusieron tan nerviosos que dispararon, pero
sin órdenes de sus superiores. Hubo más disparos y más muertos en más
lugares. Trece años después, la Comisión de la Verdad cifró entre 22 y
50 los fallecidos entre los manifestantes, además de un centenar de
heridos.—Yo soy una persona muy tranquila, pero verdaderamente reaccioné con mucha violencia ese día –dice–. Creo que los militares nos estaban viendo la cara.
Al día siguiente, 23 de enero, la tensión se mantuvo.
Tras lo ocurrido en la víspera, unas 40,000 personas se habían refugiado
en la Universidad de El Salvador, y el Ejército, desplegado en los
alrededores, amenazaba con ingresar con el pretexto de que escondían
armas. Monseñor Romero se presentó en Casa Presidencial para solicitar
que levantaran el cerco militar, y esa visita fue el detonante para otro
violento choque verbal entre las antagónicas visiones que había dentro
del gabinete.
Con el paso de los días la situación, lejos de calmarse,
se tensó más: asesinatos, atentados, huelgas, ametrallamientos, tomas
de fábricas, secuestros… En la madrugada del 23 de febrero un escuadrón
de la muerte irrumpió en la vivienda de Mario Zamora, procurador general
de la República y máximo exponente de la línea progresista al interior
del PDC, con la que Héctor se identificaba. Lo ametrallaron en un baño
de la casa.
—Y ese sí ya fue el fin.
Solo entonces se convenció de lo que ya sabía pero se
negaba a admitir: que las fuerzas que empujaban el país hacia la guerra
abierta eran más poderosas que las que trataban de evitarla. También al
interior la Junta Revolucionaria de Gobierno de la que formaba parte.
***
La conclusión a la que llegó esta comisión, después de
haber oído testigos presenciales fidedignos y de haber platicado con
numerosos corresponsales extranjeros que se encontraban en el lugar de
los hechos, es la siguiente: 1.) La manifestación convocada por la
Coordinadora Nacional de Organizaciones Populares de Masas se estaba
realizando en una forma pacífica y ordenada. Esta actitud desde un
principio contrastó con la actitud provocadora de la derecha, a la que
la misma Junta de Gobierno culpó como causante del desorden. 2.) Antes
de que se iniciara la balacera desde una avioneta se estuvo arrojando
veneno contra los manifestantes. […] 4.) Hay una gran convergencia de
opiniones en señalar a estos guardias nacionales del Palacio Nacional
como los responsables de la balacera. 5.) Algunos de los manifestantes
defendieron a sus compañeros disparando también con armas de fuego. […]
7.) Aunque sí hubo posteriormente acciones de repudio por parte de
algunos miembros de las organizaciones populares (quema de algunos
autos, saqueos), la mayoría no se dejó provocar como tal vez hubieran
deseado los de la derecha, sino que se refugiaron en templos o edificios
cercanos y varios miles sin dispersarse se fueron a proteger
ordenadamente en el recinto de la universidad nacional. […] 9.) Toda la
información radial de estos acontecimientos fue controlada por el
Gobierno, quien ordenó que se mantuvieran por más de 48 horas las
emisoras de radio en cadena nacional, difundiendo solo la versión
oficial. 10.) La prensa nacional publicó solo fotografías de los
manifestantes que andaban armados, pero no de las actitudes de la
derecha y de la Guardia Nacional que los agredió.
(Monseñor Romero, homilía del 27 de enero de 1980)
***
Durante finales de los sesenta y en buena parte de la
década de los setenta Héctor tuvo una intensa actividad política como
militante de la democracia cristiana. Tras el golpe de Estado del 15
octubre de 1979, se desempeñó como canciller durante la primera Junta
Revolucionaria de Gobierno e integró la segunda Junta tras la
recomposición de enero de 1980. Mantuvo además una privilegiada relación
con Monseñor Romero, que terminó convertido en un actor político
trascendental del trienio 1977-1980. Héctor tiene mucho que decir sobre
lo ocurrido en esos años, pero aún no se anima.
—Desde hace mucho tiempo tengo el guión hecho para escribir un libro
algún día, pero debo confesarte, Roberto, que me cuesta mucho hablar de
estas cosas.
***
Convencido de que nada podía detener la guerra civil, y
sabedor de que era objetivo prioritario de los escuadrones de la muerte,
el 3 de marzo de 1980 Héctor renunció a su cargo en la segunda Junta y
decidió abandonar de inmediato el país. Pero antes visitó a Monseñor
Romero.
—¿Él no le pidió que se quedara? –pregunto.—No, le di las explicaciones de mi decisión y le dije: esto, Monseñor, no va hacia ningún lado.
En realidad, el país sí fue hacia algún lado: directo a
un precipicio del que tardaría más de una década en salir. Héctor se
exilió, y desde la lejanía vivió el principio del fin: tan solo durante
el primer año de exilio asesinaron al arzobispo, asesinaron al rector de
la Universidad de El Salvador, violaron y asesinaron a cuatro
religiosas estadounidenses, torpedearon cualquier posibilidad de diálogo
con la tortura y el asesinato de seis dirigentes del FDR, la guerrilla
lanzó la Ofensiva final, se creó el Batallón Atlacatl… Socorro Jurídico
del Arzobispado cifró en más de 28,000 los asesinatos de civiles tan
solo en 1980 y 1981.
Tras aquel último encuentro, Héctor voló hacia México,
solo, y nunca más volvió a ver a Monseñor Romero. Pero su esposa Gloria
sí visitó al arzobispo el 12 de marzo y le facilitó el número de
teléfono de la casa en la que se hospedaba su marido. También ella le
pidió consejo: la Policía de Hacienda ya había ido a buscarla a su lugar
de trabajo.
—Gloria, también usted debe de irse –le aconsejó–. Si se queda aquí, la van a matar.—El que está en peligro de que lo maten es usted –le respondió.
—Pero usted está casada y tiene hijos, y yo soy obispo. Usted tiene que irse, y yo me tengo que quedar.
Gloria también voló a México, lo hizo con boleto de ida y
vuelta. Los hijos se quedaron en principio en El Salvador. El jueves 20
de marzo, Monseñor Romero tomó el número telefónico que la esposa le
había dejado y lo marcó.
—Héctor, ¿está allá su señora? –le preguntó secamente.—Sí, Monseñor.
—Pues quítele el pasaporte y el boleto de avión, y que se quede con usted. Si regresa, la van a matar.
—Sí, mi señora me contó que usted le recomendó eso.
—Es que así son las cosas. Su señora se tiene que quedar en México.
Monseñor Romero le colgó el teléfono. Pocas veces Héctor
lo sintió tan imperativo, pero no hubo ninguna otra ocasión para
preguntarle el porqué. A los cuatro días, ese mismo aparato volvió a
sonar en torno a las 7 de la tarde. Esta vez el que preguntaba por él
era Djuka Julius, un periodista de Tanyug, la agencia de noticias
estatal de Yugoslavia, al que Héctor había conocido unos días atrás.
—Me acaban de hablar de San Salvador –le dijo–, solo cuelgo y lo
llamo a usted. No le puedo dar detalles porque ahora no sé más, pero
acaban de matar a Monseñor Romero.
Héctor sintió como si le dispararan en el pecho.
***
El asesinato Héctor lo interpretó como una operación de
guerra desde un inicio, como un intento por deshacerse de la única
persona que tenía la autoridad moral para llamar al diálogo. Quienes lo
mataron quisieron matar la voz de la conciencia de un país entero.
Quisieron matar la honestidad.
—Algunos sectores al inicio culparon a los grupos insurgentes, ¿usted llegó a dudar?—En absoluto. Cuando ocurre algo así, la primera pregunta que uno debe hacerse es quién gana con eso, y la derecha en El Salvador fue tan torpe que permitió que la izquierda recibiera los frutos de la popularidad de Monseñor Romero, a pesar de que él criticaba con dureza todo tipo de lucha armada. También Estados Unidos necesitaba una solución rápida, y yo no sé cuánto se involucró el grupo de asesores norteamericanos, pero el asesinato me parece que fue una acción que pretendía forzar a lo que los norteamericanos me dijeron a mí el 14 de febrero de 1980: que la guerra la podían ganar en no más de seis meses.
Cuando escuchó ese argumento en boca de un alto
representante de la embajada de Estados Unidos, Héctor sonrió y le
respondió que al fin oía un punto en común con el pensamiento de la
guerrilla en ciernes: que la guerra sería corta.
―Había una obsesión entre los estadounidenses de que podían derrotar a
la guerrilla así –y chasquea sus dedos– si les soltaban las manos. Y
Monseñor Romero era la persona que les amarraba las manos.
***
La Comisión concluye lo siguiente:
Existe plena evidencia de que:
- El ex-Mayor Roberto D’Aubuisson dio la orden de asesinar al arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad, actuando como “escuadrón de la muerte”, de organizar y supervisar la ejecución del asesinato.
- Los capitanes Álvaro Saravia y Eduardo Ávila tuvieron una participación activa en la planificación y conducta del asesinato, así como Fernando Sagrera y Mario Molina.
- Amado Antonio Garay, el motorista del ex-capitán Saravia, fue asignado y transportó al tirador a la capilla. El señor Garay fue testigo de excepción cuando desde un Volkswagen rojo de cuatro puertas, el tirador disparó una sola bala calibre .22 de alta velocidad para matar al arzobispo.
(De la locura a la esperanza. La guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador. Naciones Unidas, San Salvador/Nueva York 1992-1993)
***
El jueves 15 de febrero de 2007 la Asamblea Legislativa, en sesión
plenaria, debatió una propuesta para nombrar a Roberto d’Aubuisson
Arrieta Hijo Meritísimo de El Salvador. Ese día el llamado primer órgano
del Estado se asemejó más un estadio de fútbol que a la sede del Poder
Legislativo. Militantes y simpatizantes de Alianza Republicana
Nacionalista (ARENA), el partido fundado por D’Aubuisson, llegaron a la
sesión, pero eran minoría frente al nutrido grupo que llegó a oponerse
al homenaje con carteles que explicitaban su rechazo. “D’Aubuisson, hijo
meritísimo de la muerte”, decía uno. “No al asesino de Monseñor
Romero”, decía otro. De entre todos los diputados, Héctor, representante
entonces de un pequeño partido de centro-izquierda llamado Cambio
Democrático, era el que más y mejor lo había conocido.—No era la primera vez que se discutía sobre Monseñor en la Asamblea. De vez en cuando los de ARENA se lanzaban a hablar pestes de él, y muchas veces me tocó decirle a alguno: usted nunca lo conoció, yo sí, y lo conocí lo suficiente como para decir que usted está mintiendo.
Pero aquel 15 de febrero optó por la prudencia. Incluso
hubo un momento en el que, en medio de la discusión, subió a pedir calma
a detractores y partidarios de D’Aubuisson. Cuando solicitó la palabra,
habló poco pero sustancioso.
—En esa ocasión solo les dije quién era Roberto d’Aubuisson.—¿Y quién era Roberto d’Aubuisson? –pregunto.
—También lo conocí bien. Era un poquito menor que yo y siempre fue un pistolero, desde que tenía 16 años, borracho y pistolero. Y siguió siendo borracho y pistolero toda su vida.
Estatua de Monseñor Romero ubicada en el pequeño pueblo de San Cayetano Istepeque, en el departamento de San Vicente. Foto Roberto Valencia. |
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(Este perfil de Héctor Dada Hirezi es una de las nueve semblanzas incluidas en el libro 'Hablan de Monseñor Romero',
escrito por Roberto Valencia, periodista de El Faro, y editado por la
Fundación Monseñor Romero. El libro se publicó en marzo de 2011.)
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