Según el Observatorio de la Violencia se
estima que Honduras cerrará 2011 con una tasa de 86 homicidios por cada
100 mil habitantes, uno de los índices más altos en el mundo para un
país ajeno al enfrentamiento bélico.
En 2010 la tasa de violencia fue de 77
homicidios por 100 mil habitantes, y eso nos indica un aumento
catastrófico de 9 puntos, pues la tasa media mundial de violencia es de
8,8 por 100 mil habitantes.
En el primer semestre de este año hubo
4,296 muertes, de las que 3,602 fueron homicidios a mano de sicarios.
Entre estos figuran 245 mujeres asesinadas. De acuerdo con este
lineamiento, se asume que la policía debe centrar su acción en las zonas
de más violencia.
Este cuadro nos indica muchas cosas,
todas ellas tremendas, casi espeluznantes: 1) Fracaso total de la
política de seguridad interna y de la Policía Nacional, 2) Liderazgo en
criminalidad a nivel regional, 3) Profunda penetración institucional del
crimen organizado, y 4) Incapacidad para integrar la respuesta
anti-crimen.
El crecimiento de la criminalidad en
Honduras rápidamente incorpora diversas formas deletéreas que ameritan
un análisis sociopolítico exhaustivo, incluyendo las interpretaciones e
intereses foráneos. Cada dos días se produce en el país una masacre,
independientemente de los 20 homicidios diarios.
Hasta ahora, que nosotros sepamos, no
hay una explicación al fenómeno de la recurrencia de la masacre, pero es
evidente que se da en un contexto de mano dura, por no decir de
terrorismo. En estas condiciones, la lógica es el escalamiento de la
violencia.
El mapeo de la delincuencia en nuestro
país, aunque típicamente generalizado tiende a ser más agudo en el
llamado corredor del narcotráfico que incluye los departamentos de
Colón, Gracias a Dios, Olancho, Yoro, Atlántida, Cortés, Comayagua y
Copán. Por densidad poblacional, también cobra particular importancia
Tegucigalpa-Comayagüela.
Eso nos muestra una relación
geo-estratégica de la delincuencia con el narcotráfico, sin duda
inobjetable, pero que puede ser engañosa en algunos aspectos cuando se
margina la causa socio-económica, o sea su raíz: la pobreza. De modo que
se atacan los efectos y no el origen, incluyendo, en último análisis,
el consumo de la droga como factor principal.
Por el momento el gobierno, además del
“impuesto de seguridad” (impuesto oficial de guerra) pretende revertir
el progreso de la criminalidad, principalmente del narcotráfico, con más
leyes. Leyes en materia de seguridad que, sin excepción en América
Latina, históricamente han generado terrorismo, abuso de autoridad,
violación de derechos humanos, y, al final, mayor fracaso.
Entonces la denominada guerra contra la
delincuencia se plantea, desde el gobierno, con leyes para depurar la
policía, y, suponemos, a las fuerzas armadas, respecto a supuestas
colusiones con el crimen organizado y el narcotráfico. También para
adquirir —ojalá que con licitación pública—infraestructura y equipos
antidroga, así como programas de prevención juvenil.
La mar y sus conchas, ya que abundan las
leyes para eso. Lo que no abunda es capacidad profesional, entereza
institucional y voluntad política, dentro de una visión propia e
integral del problema y de la manera justa y humana de resolverlo.
Septiembre 05, 2011
Septiembre 05, 2011
Editorial TIEMPO.hn
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