Por Galel Cárdenas
Miro esa muralla humana de soldados y policías impidiendo a garrotazo limpio que los hondureños sigan su ruta hacia su particular “sueño americano” y me pregunto cuántos de ellos ajustarán su fin de mes con remesas que algún hijo o pariente envía desde Estados Unidos. Cuántos de ellos han querido también alguna vez alcanzar el “sueño”, escapar de este territorio que los condena a apalear gente desvalida para poder alimentar a sus familias. Oigo a autoridades y ministros y me pregunto lo mismo, cuántos de ellos no tendrán una tía, un familiar lejano o cercano, que se las vio negras en Chicago o en Los Ángeles para poder construirse una casita y lograr proteger a los suyos.
Si querer irse de Honduras o Guatemala fuera en verdad un delito, la mayoría de nosotros estaríamos en la cárcel. Solo por el deseo de tener una vida menos determinada por las catástrofes. Naturales, sociales, políticas, qué más da. Si Estados Unidos no es un país para viejos, como reza la novela de Cormac McCarthy y la película de los hermanos Coen, pareciera que Honduras o Guatemala no son países para nadie. Veo escapar jóvenes y viejos, niños, hombres y mujeres, multitudes enteras que forman caravanas y se lanzan a los caminos. Sean las que sean sus razones, veo en sus rostros la marca de la desdicha y de la derrota, de la desesperanza y la pobreza, las cicatrices que imprimen en el cuerpo estos trópicos demasiado tristes.
Irse de aquí, pero a saber a dónde, pues ya no nos quieren en ningún lado. Las fronteras se nos cierran, se levantan muros para impedirnos el paso, nos atacan a palos por los caminos. Temen que les robemos la comida o el oxígeno, que perturbemos la calma y las buenas costumbres, que llevemos la enfermedad o la tormenta, que nos enloquezcamos por el hambre o por la rabia, que la abundancia ya no alcance para todos, que las razas y las tribus se confundan, que mancillemos la blancura. Pero nosotros nos seguimos yendo, siempre, siempre, hacia ninguna parte.
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