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13 septiembre, 2016 |
13 septiembre, 2016 |
Por: Joaquín Mejía Rivera
La
militarización de la seguridad ciudadana ha generado una tensión entre
la normalidad y la excepcionalidad, que no es otra cosa que la tensión
entre el Estado de derecho y el Estado a secas, ya que no todo Estado es
un Estado de derecho, pues este es una forma de organización
jurídico-política caracterizada, entre otras cosas, por la incorporación
al ordenamiento jurídico constitucional de unos valores considerados
fundamentales para la comunidad.
Dentro
de esos valores superiores se encuentra la seguridad, que es
indispensable para que se realicen las condiciones de una vida social
inseparable de la dignidad humana, de sus libertades y derechos. En
palabras de Gerardo Ballesteros de León, la seguridad como valor
superior “impone principios de organización que se forjan desde la
familia, el barrio, la comunidad y el Estado a través de las normas, las
instituciones y las políticas públicas”.
Y
como lo señala la Corte Interamericana de Derechos Humanos, todo el
aparato gubernamental y todas las estructuras a través de las cuales se
manifiesta el ejercicio del poder público deben ordenarse de manera que
las autoridades puedan ser capaces de prevenir, investigar y sancionar
cualquier violación a tales derechos y libertades, y procurar, además,
la restitución, si es posible, del derecho vulnerado y, en su defecto,
la reparación de los daños producidos por dicha violación.
Dado
que un Estado sólo se justifica y legitima en la medida que reconoce,
protege y promueve tales derechos y libertades, y asegura el buen
funcionamiento de las instituciones y el cumplimiento efectivo y
equitativo de sus responsabilidades en materia de justicia, seguridad,
educación o salud, la vigencia del Estado de derecho se constituye en
una conditio sine qua non para la efectiva garantía de la seguridad de la ciudadanía.
De
acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los
derechos humanos permiten abordar la criminalidad y la violencia, y su
impacto en la seguridad ciudadana mediante (a) el fortalecimiento de la
participación democrática, (b) la implementación de políticas centradas
en la protección de la persona humana, (c) la garantía de los derechos
particularmente afectados por las conductas delictivas como los derechos
a la vida, a la integridad, a la libertad personal, a las garantías
procesales y al uso pacífico de los bienes; y (d) la garantía de los
derechos a la educación, a la salud, a la seguridad social y al trabajo,
entre otros.
La
perspectiva de los derechos humanos es lo que caracteriza a las
políticas de seguridad ciudadana propias de un Estado de derecho, pues
no se basa en la lógica de aprovechar el sentimiento de inseguridad y
vulnerabilidad que provoca la criminalidad para instalar en la opinión
pública la necesidad de convertir a los militares en los agentes
redentores de una sociedad sometida al miedo, y que a cambio está
dispuesta a renunciar a sus propias libertades y derechos para
concederle a ellos facultades excepcionales y abrir el camino a lo que
Andrés Domínguez Vial llama, las “dictaduras dulces”, nacidas de la
renuncia de los valores democráticos y de la libertad en favor de la
militarización de la seguridad ciudadana.
La
gobernanza democrática y el Estado de derecho exigen una separación
clara y rigurosa entre la seguridad interior que es facultad exclusiva
de la fuerza policial y la seguridad nacional como función de las
Fuerzas Armadas, que en casos excepcionales podrían apoyar temporalmente
y con límites muy precisos a la primera. Garantizar la seguridad
ciudadana implica la organización de instituciones policiales de
carácter civil y claramente diferenciadas de las Fuerzas Armadas, que
con un cursito de unos cuantos meses no van a cambiar la lógica militar
del combatiente que tiene la misión de acabar con el enemigo, por la
lógica de proteger y garantizar los derechos y libertades de la
ciudadanía.
Recurrir
a los militares para tareas policiales entraña un riesgo muy alto para
la gobernanza democrática y solo retrasa y complica las profundas
reformas normativas e institucionales necesarias para acabar con tantas
décadas de corrupción, impunidad, desconfianza en las instituciones y
acentuación de una cultura cívica que tolera la ilegalidad.
Estas
reformas deben garantizar (a) una verdadera separación de poderes que
permita un efectivo mecanismo de pesos y contrapesos del poder público,
(b) una administración de justicia sólida y eficaz, (c) una política
criminal congruente con los derechos humanos, (d) un replanteamiento de
las políticas sociales que promuevan y aseguren el pleno desarrollo de
la dignidad humana, y (e) una política pública de reparaciones que
subsane la cohesión y el tejido social fracturados por la violencia y la
impunidad.
La
mejor estrategia en la lucha contra el crimen y la violencia es la
construcción de una política pública que se caracterice por los
siguientes elementos: En primer lugar, que surja de amplios consensos
políticos y acuerdos sociales que permitan reflexionar sobre las
diferentes dimensiones de los problemas que originan la criminalidad, y
conduzcan a su abordaje integral.
En
segundo lugar, que asegure unos estándares especiales de protección que
requieren aquellas personas o grupos de personas en especial situación
de vulnerabilidad frente a la violencia y el delito; y en tercer lugar,
que garantice la participación permanente de una ciudadanía activa que
acredite el carácter democrático e incluyente del debate público
alrededor del fenómeno de la violencia.
Es
imprescindible que la política pública no solo tenga una naturaleza
represiva enfocada en acciones eminentemente de “mano dura” o de “cero
tolerancia”, sino también que tenga un carácter preventivo que incluya
programas orientados a intervenir en las condiciones de extrema pobreza,
exclusión social y negación de derechos fundamentales como la
educación, la salud, la vivienda, el empleo, entre otros.
La
reducción de la violencia y la criminalidad solo podrá ser posible si
se diseña e implementa una política pública en seguridad ciudadana con
enfoque de derechos humanos que tenga garantía de continuidad, es decir,
que sea asumida como un asunto de Estado y que su ejecución no se vea
afectada continuamente por los cambios de gobierno.
A
su vez, que esté respaldada por un marco jurídico adecuado, congruente
con los estándares internacionales en la materia y provisto de una
reglamentación que lo instrumentalice; que tenga un presupuesto
suficiente para potenciar la implementación de la política pública y
garantizar su efectividad; y finalmente, que garantice una integración
institucional que refleje la visión integral y el compromiso de todas
las ramas del poder público.
http://criterio.hn/la-gestion-la-mentira-no-prevalecera/
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