No
se puede negar que Honduras está viviendo una grave crisis de violencia
que se agrava con una debilidad crónica de las instituciones del sector
justicia y de seguridad debido, entre otras cosas, a su involucramiento
en actos de corrupción, impunidad y colusión con el crimen.
Y
se debe reconocer que existen escenarios en los que los grupos
criminales ostentan un poder de fuego y un control territorial que no es
posible neutralizar solo con las capacidades policiales, ya de por sí
deslegitimadas y vistas con desconfianza por la ciudadanía.
En
estos casos muy excepcionales, es posible comprender la intervención de
las Fuerzas Armadas, ya sea a través de una policía militar o del
ejército, pero de forma acotada y transitoria, bajo el más estricto
control civil, judicial y legislativo.
Pero
sobre todo, dicha intervención debe ser acompañada de una pronta
estrategia de salida que garantice el progresivo reemplazo de las
Fuerzas Armadas por el servicio policial y por el resto del aparato
público, incluyendo los servicios judiciales, educativos, de vivienda,
de recuperación de espacios públicos, de participación ciudadana y de
salud.
En
consecuencia, la pretensión de normalizar y constitucionalizar el uso
de militares en tareas de seguridad pública socava las bases del Estado
democrático de derecho que limita y distingue los roles militares en
defensa nacional de los policiales en seguridad ciudadana.
Además,
permitir que los militares asuman funciones policiales permanentes los
distrae y los debilita de su papel constitucional de defender la
soberanía nacional, y los coloca en una situación proclive a violentar
los derechos humanos de la población, ya que están acostumbrados a
tratar con enemigos de guerra y no con la ciudadanía.
Sin
duda alguna, detrás de toda esta discusión existe el grave peligro de
la existencia permanente de una policía militar con rango constitucional
bajo el control y discreción de un presidente con ínfulas de dictador.
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