El maestro Gabriel García
Márquez ha dejado en cada una de sus obras, un pedazo de la realidad de
América Latina (Foto: teleSUR)
El
Nobel de Literatura marcó un hito en la historia creativa de América
Latina, al crear con su realismo mágico a Macondo, un pueblo que con sus
personajes pasó a formar parte de una de las obras más leídas en la
región y el mundo, Cien años de Soledad, que retrata la vida de la
estirpe Buendía.
El escritor, novelista, cuentista, guionista
y periodista colombiano Gabriel García Márquez, murió este viernes a
los 87 años de edad, luego de un cuadro de neumonía que lo mantuvo
hospitalizado por una semana.
García Márquez, ganador del premio Nobel de Literatura en el año 1982, nació el 6 de marzo de 1927, en Aracataca, un municipio del departamento bananero de Magdalena (norte), era hijo de un telegrafista y de la hija de un coronel.
Al culminar sus estudios secundarios, García Márquez se fue a Bogotá (capital) a estudiar derecho en la Universidad Nacional de Colombia, para complacer a sus padres, sin embargo en sus tiempos universitarios, dedicaba especial atención a la lectura y al descubrimiento de nuevos autores.
Tras el asesinado de Jorge Eliécer Gaitán fue cerrada la universidad y el Gabo, como también es conocido, desiste de convertirse en abogado y se centra en el periodismo. Se traslada a Barranquilla (norte) para trabajar como columnista y reportero en el periódico El Heraldo.
Posteriormente fue enviado a París para ser corresponsal extranjero
de El Espectador. Estando en Europa, conformó el círculo de escritores y
pensadores que le dieron vida al conocido “boom latinoamericano”
(movimiento literario, político y social que surgió entre los años 1960 y
1970).
El Gabo obtiene notoriedad mundial cuando se publica Cien Años de Soledad en junio de 1967. Ésta se convierte en su obra maestra y hace de Latinoamérica la patria grande del realismo mágico, poniendo en el mapa a un caribe inimaginado en otras latitudes con la increíble historia de una saga familiar.
Esta fascinación por el caribe, que le dio la vuelta al mundo con Cien Años de Soledad, le valió el premio Nobel de Literatura. García Márquez recibió el premio en Suecia, donde vestido de liqui-liqui tomó la medalla y el diploma que lo consagraron como un grande de la literatura. En su discurso rompió el silencio del auditorio para hablar de su Latinoamérica natal "yo sueño que ahora las estirpes condenadas a Cien Años de Soledad, tengan una segunda oportunidad sobre la tierra", dijo en esa oportunidad.
El Coronel no tiene quien le escriba, El amor en tiempos de cólera, El general en su laberinto entre otras tantas obras, hicieron de García Márquez, una referencia mundial de la literatura en clave latinoamericana. Recibió -entre otros- varios reconocimientos como el premio Rómulo Gallegos, la condecoración Águila Azteca en México, la orden de la legión de honor en París.
El Gabo siempre defendió su postura política, rechazó el intervencionismo estadounidense y el capitalismo como forma de Gobierno. Sostuvo amistades que levantaron polémica, como su entrañable lazo con el Líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, de quien manifestó su admiración durante años.
Su enfermedad
En 1999 le fue diagnosticado un cáncer linfático. Al respecto el escritor declaró en el año 2000 en una entrevista al diario El Tiempo de Bogotá lo siguiente:
“Hace más de un año fui sometido a un tratamiento de tres meses contra un linfoma, y hoy me sorprendo yo mismo de la enorme lotería que ha sido ese tropiezo en mi vida. Por el temor de no tener tiempo para terminar los tres tomos de mis memorias y dos libros de cuentos que tenía a medias, reduje al mínimo las relaciones con mis amigos, desconecté el teléfono, cancelé los viajes y toda clase de compromisos pendientes y futuros, y me encerré a escribir todos los días sin interrupción desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Durante ese tiempo, ya sin medicinas de ninguna clase, mis relaciones con los médicos se redujeron a controles anuales y a una dieta sencilla para no pasarme de peso. Mientras tanto, regresé al periodismo, volví a mi vicio favorito de la música y me puse al día en mis lecturas atrasadas”.
Sus quebrantos de salud, lo obligaron a abandonar la vida pública recientemente. Sin embargo fue visto este 29 de septiembre durante la inauguración de una sala de juegos en la Ciudad México, donde el Gabo fue el invitado de honor; acompañado de su familia el escritor se mostró de buen ánimo y conversador.
García Márquez, ganador del premio Nobel de Literatura en el año 1982, nació el 6 de marzo de 1927, en Aracataca, un municipio del departamento bananero de Magdalena (norte), era hijo de un telegrafista y de la hija de un coronel.
Al culminar sus estudios secundarios, García Márquez se fue a Bogotá (capital) a estudiar derecho en la Universidad Nacional de Colombia, para complacer a sus padres, sin embargo en sus tiempos universitarios, dedicaba especial atención a la lectura y al descubrimiento de nuevos autores.
Tras el asesinado de Jorge Eliécer Gaitán fue cerrada la universidad y el Gabo, como también es conocido, desiste de convertirse en abogado y se centra en el periodismo. Se traslada a Barranquilla (norte) para trabajar como columnista y reportero en el periódico El Heraldo.
El Gabo obtiene notoriedad mundial cuando se publica Cien Años de Soledad en junio de 1967. Ésta se convierte en su obra maestra y hace de Latinoamérica la patria grande del realismo mágico, poniendo en el mapa a un caribe inimaginado en otras latitudes con la increíble historia de una saga familiar.
Esta fascinación por el caribe, que le dio la vuelta al mundo con Cien Años de Soledad, le valió el premio Nobel de Literatura. García Márquez recibió el premio en Suecia, donde vestido de liqui-liqui tomó la medalla y el diploma que lo consagraron como un grande de la literatura. En su discurso rompió el silencio del auditorio para hablar de su Latinoamérica natal "yo sueño que ahora las estirpes condenadas a Cien Años de Soledad, tengan una segunda oportunidad sobre la tierra", dijo en esa oportunidad.
El Coronel no tiene quien le escriba, El amor en tiempos de cólera, El general en su laberinto entre otras tantas obras, hicieron de García Márquez, una referencia mundial de la literatura en clave latinoamericana. Recibió -entre otros- varios reconocimientos como el premio Rómulo Gallegos, la condecoración Águila Azteca en México, la orden de la legión de honor en París.
El Gabo siempre defendió su postura política, rechazó el intervencionismo estadounidense y el capitalismo como forma de Gobierno. Sostuvo amistades que levantaron polémica, como su entrañable lazo con el Líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, de quien manifestó su admiración durante años.
En 1999 le fue diagnosticado un cáncer linfático. Al respecto el escritor declaró en el año 2000 en una entrevista al diario El Tiempo de Bogotá lo siguiente:
“Hace más de un año fui sometido a un tratamiento de tres meses contra un linfoma, y hoy me sorprendo yo mismo de la enorme lotería que ha sido ese tropiezo en mi vida. Por el temor de no tener tiempo para terminar los tres tomos de mis memorias y dos libros de cuentos que tenía a medias, reduje al mínimo las relaciones con mis amigos, desconecté el teléfono, cancelé los viajes y toda clase de compromisos pendientes y futuros, y me encerré a escribir todos los días sin interrupción desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Durante ese tiempo, ya sin medicinas de ninguna clase, mis relaciones con los médicos se redujeron a controles anuales y a una dieta sencilla para no pasarme de peso. Mientras tanto, regresé al periodismo, volví a mi vicio favorito de la música y me puse al día en mis lecturas atrasadas”.
Sus quebrantos de salud, lo obligaron a abandonar la vida pública recientemente. Sin embargo fue visto este 29 de septiembre durante la inauguración de una sala de juegos en la Ciudad México, donde el Gabo fue el invitado de honor; acompañado de su familia el escritor se mostró de buen ánimo y conversador.
teleSUR / ad-GP
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Envío de Solidaridad Latina
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Envío de Solidaridad Latina
El gran García Márquez, El Gabo, ha muerto, Colombia, América Latina y el mundo lo lloran
México, 17 abril (EFE).- El escritor colombiano
Gabriel García Márquez ha muerto hoy, según informaron fuentes oficiales de
México y confirmó desde Colombia el presidente Juan Manuel
Santos.
García Márquez, de 87 años, murió en su residencia del sur de la capital mexicana, pocos días después de salir del hospital por una infección pulmonar.
Rafael Tovar, presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), la máxima autoridad cultural de México, confirmó el fallecimiento del autor en declaraciones a la televisión.
"Es un hombre que ha entrado a la eternidad y a la universalidad. Estoy convencido de que es una de las grandes figuras de las que nos tocó ser contemporáneos", afirmó Tovar.
Desde Colombia, el presidente Santos dijo en un mensaje por la red Twitter: "Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos".
Las primeras informaciones fueron difundidas por medios mexicanos, citando fuentes de la familia no identificadas.
García Márquez, de 87 años, murió en su residencia del sur de la capital mexicana, pocos días después de salir del hospital por una infección pulmonar.
Rafael Tovar, presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), la máxima autoridad cultural de México, confirmó el fallecimiento del autor en declaraciones a la televisión.
"Es un hombre que ha entrado a la eternidad y a la universalidad. Estoy convencido de que es una de las grandes figuras de las que nos tocó ser contemporáneos", afirmó Tovar.
Desde Colombia, el presidente Santos dijo en un mensaje por la red Twitter: "Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos".
Las primeras informaciones fueron difundidas por medios mexicanos, citando fuentes de la familia no identificadas.
El ganador del Premio Nobel de Literatura se
hallaba enfermo desde hace varias semanas, y estuvo hospitalizado afectado de
una insuficiencia respiratoria.
Fue gran amigo de la República Dominicana,
la cual visitó para reunirse con su amigo y maestro, el escritor dominicano Juan
Bosch.
Siempre dijo que de Bosch aprendió que el estilo
del escritor se aprende temprano.
Santos confirma fallecimiento
de García Márquez, "el más grande colombiano"
Bogotá, 17 abr (EFE).- El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, confirmó
hoy la muerte del Nobel Gabriel GarcíaMárquez, ocurrida en Ciudad de México a
los 87 años de edad.
"Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos! Solidaridad y condolencias a la familia", escribió el presidente en su cuenta de Twitter. EFE
El periodismo, compañero de viaje de Gabriel García Márquez
"Mil años de soledad y tristeza por la muerte del más grande colombiano de todos los tiempos! Solidaridad y condolencias a la familia", escribió el presidente en su cuenta de Twitter. EFE
El periodismo, compañero de viaje de Gabriel García Márquez
Ana Gómez
Bogotá, 17 abr (EFE).- Escritor de cuentos, novelas, guiones y hasta boleros frustrados, Gabriel García Márquez viajó siempre acompañado por su instinto de periodista de raza, con el lapicero a mano y la capacidad de observación de un lince.
Aunque parezca de fábula, el universo que evocó el escritor colombiano era real. Cada historia y cada vivencia pasaban por el tamiz de su ojo de periodista porque estaba convencido de que "la crónica es la novela de la realidad".
El idilio del genio colombiano con la literatura y el periodismo nació casi al mismo tiempo, cuando apenas iniciaba su formación en Bogotá, lejos de su tierra caribeña y en una ciudad gris que marcó sus primeros pasos con el "Bogotazo", como se conocen los disturbios que derivaron del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán.
Alrededor de ese hecho histórico comenzó su carrera con los primeros cuentos publicados en prensa. "La tercera resignación" abrió la veda en El Espectador en 1948, y luego como reportero siguió buscando la comunión entre la literatura y el periodismo en dos ciudades de su Caribe natal: Cartagena y Barranquilla.
En el mismo diario bogotano publicaría en 1955 en 14 entregas un reportaje emblemático: "Relato de un náufrago".
En ese entonces el futuro Premio Nobel de Literatura de 1982 era apodado "Trapo loco", vestía coloridas camisas y dormía en pensiones de mala muerte con los bajos salarios que recibía en El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla, pero nunca faltaron libros que leer ni botellas de ron blanco que apurar con sus amigos intelectuales.
En esos prolíficos años devoró a William Faulkner, Ernest Hemingway, Virginia Woolf y a John Dos Passos, forjó una afición enfermiza por el cine, conoció a su íntimo amigo y compatriota Álvaro Mutis, y además formó parte del "Grupo de Barranquilla", que por poco no llegó a ser generación literaria.
No sería esa primera vez en que el "hijo del telegrafista" se sacrificaba por el periodismo, pues la penuria marcó su etapa como corresponsal en Europa, cuando con una libreta recorrió el continente en plena Guerra Fría y en una buhardilla de París aromatizada por coliflor cocida trataba de vender sus reportajes.
Su manejo de ese "género estrella" fue reconocido por su colega polaco Ryszard Kapucinski, toda una autoridad, quien afirmó que "su gran mérito (de García Márquez) consiste en demostrar que el gran reportaje es también gran literatura".
Después de desmontar el socialismo real en la serie de reportajes "Noventa días en la cortina de hierro", que publicó la revista colombiana Cromos, uno de sus amigos de la época parisina, su compatriota Plinio Apuleyo Mendoza, le rescató y se lo llevó a escribir a Caracas para las revistas venezolanas "Momento", "Elite" y "Venezuela Gráfica".
En medio de ese retorno al Caribe viajó a La Habana con Mendoza para conocer de primera mano el efecto de la recién estrenada revolución de Fidel Castro, lo que le abrió las puertas como corresponsal de la agencia cubana Prensa Latina en Bogotá y Nueva York, un periodo que concluyó en medio de las tensiones por la invasión de Bahía de Cochinos.
Entonces decidió buscar a Mutis en México, y acompañado por su familia y enormes fajos de manuscritos de sus grandes novelas inició un camino errante a través de los Estados Unidos de Faulkner que acabó en la floreciente Ciudad de México, donde quiso probar suerte en el cine, pero tuvo que recurrir al periodismo para sobrevivir hasta que llegó su hora de oro literaria con "Cien años de soledad".
Y sin firmar, dirigió durante dos años las revistas "La familia" y "Sucesos para todos", el inicio de sus aventuras editoriales que después, ya convertido en una figura de la literatura, le llevarían en 1974 a crear la publicación de izquierda Alternativa, con Enrique Santos, hermano del actual presidente de Colombia.
Aunque ese proyecto murió pronto, García Márquez no cejó en su empeño y en 1998 compró la revista Cambio, que vendería en 2006 a la Casa Editorial El Tiempo.
Como lo afirmara en la asamblea anual de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) de 1996, "el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad".
Para esa época ya había puesto en marcha en Cartagena su proyecto docente alrededor de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) para "inventar otra vez el viejo modo" de aprender el oficio sin grabadoras ni comillas pero con ética y compromiso social, como fue su obra.
En los últimos años han surgido homenajes a la figura de periodista del Nobel, como la antología de textos "Gabo, periodista" o la creación en 2013 de los "Premios Gabriel García Márquez" otorgados por la FNPI en un intento por rescatar a la profesión.
García Márquez nunca se trepó a la cima de la fama ni se quitó la camisa de reportero.
Lo demostró en uno de sus últimos ingresos a un hospital en México cuando, al ver un tumulto de medios a las puertas de la clínica, exclamó: "Están locos, qué hacen allá afuera (los periodistas). Que se vayan a trabajar, a hacer algo de provecho", reivindicando una vez más su filosofía: "el periodismo es el mejor oficio del mundo". EFE
http://www.acento.com.do/index.php/news/179575/56/Fallece-el-escritor-colombiano-Gabriel-Garcia-Marquez-gran-amigo-de-la-Republica-Dominicana.html
http://www.acento.com.do/index.php/news/179583/56/Gabriel-Garcia-Marquez-Gabo-uno-de-los-padres-del-realismo-magico-y-figura-clave-del-siglo-XX.html
EN ANEXO: Ver su discurso al momento de recibir el Premio nobel en 1982 "La Soledad de América Latina"
Bogotá, 17 abr (EFE).- Escritor de cuentos, novelas, guiones y hasta boleros frustrados, Gabriel García Márquez viajó siempre acompañado por su instinto de periodista de raza, con el lapicero a mano y la capacidad de observación de un lince.
Aunque parezca de fábula, el universo que evocó el escritor colombiano era real. Cada historia y cada vivencia pasaban por el tamiz de su ojo de periodista porque estaba convencido de que "la crónica es la novela de la realidad".
El idilio del genio colombiano con la literatura y el periodismo nació casi al mismo tiempo, cuando apenas iniciaba su formación en Bogotá, lejos de su tierra caribeña y en una ciudad gris que marcó sus primeros pasos con el "Bogotazo", como se conocen los disturbios que derivaron del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán.
Alrededor de ese hecho histórico comenzó su carrera con los primeros cuentos publicados en prensa. "La tercera resignación" abrió la veda en El Espectador en 1948, y luego como reportero siguió buscando la comunión entre la literatura y el periodismo en dos ciudades de su Caribe natal: Cartagena y Barranquilla.
En el mismo diario bogotano publicaría en 1955 en 14 entregas un reportaje emblemático: "Relato de un náufrago".
En ese entonces el futuro Premio Nobel de Literatura de 1982 era apodado "Trapo loco", vestía coloridas camisas y dormía en pensiones de mala muerte con los bajos salarios que recibía en El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla, pero nunca faltaron libros que leer ni botellas de ron blanco que apurar con sus amigos intelectuales.
En esos prolíficos años devoró a William Faulkner, Ernest Hemingway, Virginia Woolf y a John Dos Passos, forjó una afición enfermiza por el cine, conoció a su íntimo amigo y compatriota Álvaro Mutis, y además formó parte del "Grupo de Barranquilla", que por poco no llegó a ser generación literaria.
No sería esa primera vez en que el "hijo del telegrafista" se sacrificaba por el periodismo, pues la penuria marcó su etapa como corresponsal en Europa, cuando con una libreta recorrió el continente en plena Guerra Fría y en una buhardilla de París aromatizada por coliflor cocida trataba de vender sus reportajes.
Su manejo de ese "género estrella" fue reconocido por su colega polaco Ryszard Kapucinski, toda una autoridad, quien afirmó que "su gran mérito (de García Márquez) consiste en demostrar que el gran reportaje es también gran literatura".
Después de desmontar el socialismo real en la serie de reportajes "Noventa días en la cortina de hierro", que publicó la revista colombiana Cromos, uno de sus amigos de la época parisina, su compatriota Plinio Apuleyo Mendoza, le rescató y se lo llevó a escribir a Caracas para las revistas venezolanas "Momento", "Elite" y "Venezuela Gráfica".
En medio de ese retorno al Caribe viajó a La Habana con Mendoza para conocer de primera mano el efecto de la recién estrenada revolución de Fidel Castro, lo que le abrió las puertas como corresponsal de la agencia cubana Prensa Latina en Bogotá y Nueva York, un periodo que concluyó en medio de las tensiones por la invasión de Bahía de Cochinos.
Entonces decidió buscar a Mutis en México, y acompañado por su familia y enormes fajos de manuscritos de sus grandes novelas inició un camino errante a través de los Estados Unidos de Faulkner que acabó en la floreciente Ciudad de México, donde quiso probar suerte en el cine, pero tuvo que recurrir al periodismo para sobrevivir hasta que llegó su hora de oro literaria con "Cien años de soledad".
Y sin firmar, dirigió durante dos años las revistas "La familia" y "Sucesos para todos", el inicio de sus aventuras editoriales que después, ya convertido en una figura de la literatura, le llevarían en 1974 a crear la publicación de izquierda Alternativa, con Enrique Santos, hermano del actual presidente de Colombia.
Aunque ese proyecto murió pronto, García Márquez no cejó en su empeño y en 1998 compró la revista Cambio, que vendería en 2006 a la Casa Editorial El Tiempo.
Como lo afirmara en la asamblea anual de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) de 1996, "el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad".
Para esa época ya había puesto en marcha en Cartagena su proyecto docente alrededor de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) para "inventar otra vez el viejo modo" de aprender el oficio sin grabadoras ni comillas pero con ética y compromiso social, como fue su obra.
En los últimos años han surgido homenajes a la figura de periodista del Nobel, como la antología de textos "Gabo, periodista" o la creación en 2013 de los "Premios Gabriel García Márquez" otorgados por la FNPI en un intento por rescatar a la profesión.
García Márquez nunca se trepó a la cima de la fama ni se quitó la camisa de reportero.
Lo demostró en uno de sus últimos ingresos a un hospital en México cuando, al ver un tumulto de medios a las puertas de la clínica, exclamó: "Están locos, qué hacen allá afuera (los periodistas). Que se vayan a trabajar, a hacer algo de provecho", reivindicando una vez más su filosofía: "el periodismo es el mejor oficio del mundo". EFE
http://www.acento.com.do/index.php/news/179575/56/Fallece-el-escritor-colombiano-Gabriel-Garcia-Marquez-gran-amigo-de-la-Republica-Dominicana.html
http://www.acento.com.do/index.php/news/179583/56/Gabriel-Garcia-Marquez-Gabo-uno-de-los-padres-del-realismo-magico-y-figura-clave-del-siglo-XX.html
EN ANEXO: Ver su discurso al momento de recibir el Premio nobel en 1982 "La Soledad de América Latina"
Gabriel García Márquez [Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 – Texto completo]
La soledad de América Latina
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó
a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una
crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la
imaginación. Contó que había visto cerdos con el
ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras
empollaban en las espaldas del macho, y otros como
alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y
orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y
relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo,
y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón
por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran
los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho
menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de
aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros
incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan
codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos
años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía
de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna
Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca
exploró durante ocho años el norte de México, en una
expedición venática cuyos miembros se comieron unos a
otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la
emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron
descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien
libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para
pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino.
Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena
de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en
cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este
delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta
hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión
alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril
interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el
proyecto era viable con la condición de que los rieles no
se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la
región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo
de la demencia. El general Antonio López de Santana, que
fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con
funerales magníficos la pierna derecha que había perdido
en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García
Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un
monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme
de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla
presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez,
el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado
un péndulo para averiguar si los alimentos estaban
envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado
público para combatir una epidemia de escarlatina. El
monumento al general Francisco Morazán, erigido en la
plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del
mariscal Ney comprada en París en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro
tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con
su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces
también en las malas, han irrumpido desde entonces con
más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la
América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y
mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con
la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un
presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas
murió peleando solo contra todo un ejército, y dos
desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron
la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar
demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo.
En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y
surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios
lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en
nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños
latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que
son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde
1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son
casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde
están todos los habitantes de la ciudad de Upsala.
Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la
identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción
clandestina o internados en orfanatos por las autoridades
militares. Por no querer que las cosas siguieran así han
muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el
continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños
y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua,
El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados
Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil
muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un
millón de personas: el 10 por ciento de su población. El
Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de
habitantes que se consideraba como el país más
civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno
de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha
causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El
país que se pudiera hacer con todos los exiliados y
emigrados forzosos de América latina, tendría una
población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no
sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras.
Una realidad que no es la del papel, sino que vive con
nosotros y determina cada instante de nuestras incontables
muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de
creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del
cual éste colombiano errante y nostálgico no es más
que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines,
todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos
tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el
desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de
los recursos convencionales para hacer creíble nuestra
vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que
somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la
contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado
sin un método válido para interpretarnos. Es
comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con
que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de
la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la
identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros
como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra
realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos
cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez
más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más
comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si
recordara que Londres necesitó 300 años para construir
su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que
Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante
20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la
historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos
de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de
fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil
lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales
saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho
mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos
sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado
exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo
que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan
también aquí por una patria grande más humana y más
justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su
manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no
nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con
actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la
ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil
sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus
designios de independencia y originalidad se conviertan en
una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han
reducido tantas distancias entre nuestras Américas y
Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia
cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin
reservas en la literatura se nos niega con toda clase de
suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los
europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no
puede ser también un objetivo latinoamericano con
métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el
resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y
no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra
casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron
las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera
posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes
dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra
soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el
abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni
las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera
las guerras eternas a través de los siglos y los siglos
han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la
muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay
74 millones más de nacimientos que de defunciones, una
cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada
año la población de Nueva York. La mayoría de ellos
nacen en los países con menos recursos, y entre éstos,
por supuesto, los de América Latina. En cambio, los
países más prósperos han logrado acumular suficiente
poder de destrucción como para aniquilar cien veces no
sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy,
sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este
planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo
en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me
sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no
tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los
orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se
negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una
simple posibilidad científica. Ante esta realidad
sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano
debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas
que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer
que todavía no es demasiado tarde para emprender la
creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora
utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros
hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y
sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a
cien años de soledad tengan por fin y para siempre una
segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya
distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de
quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de
cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es
el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me
presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el
compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este
honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple
justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas
lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que
hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un
azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa,
suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y
el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese
trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades
más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha
sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber
llamado la atención de una manera tan comprometedora a
este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas
modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón,
pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera
deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más,
un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por
cuya virtud el inventario abrumador de las naves que
numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un
viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y
alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje
de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal
de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa
totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de
Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y
donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores
sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía
secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la
cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los
espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor
fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía,
y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi
devoción por sus virtudes de adivinación, y por su
permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte.
El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda
humildad, como la consoladora revelación de que mi intento
no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a
brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas,
Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba
concreta de la existencia del hombre: la poesía.
Muchas gracias.
La soledad de América Latina
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó
a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una
crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la
imaginación. Contó que había visto cerdos con el
ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras
empollaban en las espaldas del macho, y otros como
alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y
orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y
relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo,
y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón
por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran
los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho
menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de
aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros
incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan
codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos
años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía
de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna
Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca
exploró durante ocho años el norte de México, en una
expedición venática cuyos miembros se comieron unos a
otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la
emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron
descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien
libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para
pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino.
Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena
de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en
cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este
delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta
hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión
alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril
interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el
proyecto era viable con la condición de que los rieles no
se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la
región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español no nos puso a salvo
de la demencia. El general Antonio López de Santana, que
fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con
funerales magníficos la pierna derecha que había perdido
en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García
Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un
monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme
de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla
presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez,
el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado
un péndulo para averiguar si los alimentos estaban
envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado
público para combatir una epidemia de escarlatina. El
monumento al general Francisco Morazán, erigido en la
plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del
mariscal Ney comprada en París en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro
tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con
su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces
también en las malas, han irrumpido desde entonces con
más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la
América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y
mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con
la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un
presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas
murió peleando solo contra todo un ejército, y dos
desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron
la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar
demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo.
En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y
surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios
lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en
nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños
latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que
son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde
1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son
casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde
están todos los habitantes de la ciudad de Upsala.
Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la
identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción
clandestina o internados en orfanatos por las autoridades
militares. Por no querer que las cosas siguieran así han
muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el
continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños
y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua,
El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados
Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil
muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un
millón de personas: el 10 por ciento de su población. El
Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de
habitantes que se consideraba como el país más
civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno
de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha
causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El
país que se pudiera hacer con todos los exiliados y
emigrados forzosos de América latina, tendría una
población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no
sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras.
Una realidad que no es la del papel, sino que vive con
nosotros y determina cada instante de nuestras incontables
muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de
creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del
cual éste colombiano errante y nostálgico no es más
que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines,
todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos
tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el
desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de
los recursos convencionales para hacer creíble nuestra
vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que
somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la
contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado
sin un método válido para interpretarnos. Es
comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con
que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de
la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la
identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros
como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra
realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos
cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez
más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más
comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si
recordara que Londres necesitó 300 años para construir
su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que
Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante
20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la
historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos
de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de
fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil
lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales
saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho
mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos
sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado
exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo
que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan
también aquí por una patria grande más humana y más
justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su
manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no
nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con
actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la
ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil
sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus
designios de independencia y originalidad se conviertan en
una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la navegación que han
reducido tantas distancias entre nuestras Américas y
Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia
cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin
reservas en la literatura se nos niega con toda clase de
suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los
europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no
puede ser también un objetivo latinoamericano con
métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el
resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y
no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra
casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron
las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera
posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes
dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra
soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el
abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni
las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera
las guerras eternas a través de los siglos y los siglos
han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la
muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay
74 millones más de nacimientos que de defunciones, una
cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada
año la población de Nueva York. La mayoría de ellos
nacen en los países con menos recursos, y entre éstos,
por supuesto, los de América Latina. En cambio, los
países más prósperos han logrado acumular suficiente
poder de destrucción como para aniquilar cien veces no
sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy,
sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este
planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo
en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me
sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no
tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los
orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se
negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una
simple posibilidad científica. Ante esta realidad
sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano
debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas
que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer
que todavía no es demasiado tarde para emprender la
creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora
utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros
hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y
sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a
cien años de soledad tengan por fin y para siempre una
segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya
distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de
quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de
cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es
el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me
presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el
compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este
honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple
justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas
lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que
hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un
azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa,
suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y
el olvido.
Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese
trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades
más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha
sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber
llamado la atención de una manera tan comprometedora a
este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas
modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón,
pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera
deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más,
un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por
cuya virtud el inventario abrumador de las naves que
numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un
viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y
alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje
de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal
de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa
totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de
Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y
donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores
sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía
secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la
cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los
espejos.
En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor
fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía,
y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi
devoción por sus virtudes de adivinación, y por su
permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte.
El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda
humildad, como la consoladora revelación de que mi intento
no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a
brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas,
Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba
concreta de la existencia del hombre: la poesía.
Muchas gracias.
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