Honduras: La caravana migrante a EEUU. Las vidas rotas que irritan a Trump
https://youtu.be/EaYXLNThXbA Dos
familias hondureñas relatan desde el origen y en la caravana que camina
hacia EE UU los motivos de su huida y la crisis migratoria que golpea a
Centroamérica y a México.
La última vez que vio a su esposo estaba tan triste que ni siquiera
intercambiaron un beso de despedida. Después de 13 años y tres hijos
juntos, lo suyo se redujo a un leve golpe en el hombro y una bendición
al aire antes de que enfilara la calle arrastrando los pies por la
tierra. Solo unas horas antes, José Hernández, de 31 años, había
escuchado en la televisión que una extraña caravana de emigrantes pasaría cerca de su casa.
Iban juntos, seguros y hacia Estados Unidos, a 2.500 metros de su casa
en San Pedro Sula. En cuestión de minutos decidió sumarse a ella.
King Kong, como le llaman por su corpulencia, agarró dos camisetas,
un pantalón y un calzón color café. Lo mejor de vivir en un país donde
hasta el suelo arde por el calor, es que todo el equipaje cabe en una
mochila escolar en la que el día anterior estaban los lápices de colores y los libros de primaria de uno de sus hijos. Antes de partir, tuvo su último arranque de coquetería y guardó un frasco de perfume imitación Armani.
La siguiente vez que Maribel Cantarero, de 30 años, volvió a verlo
fue cuatro días después, en el noticiero de máxima audiencia del país.
Cuando la cámara de UNO TV recorrió la masa de desarrapados y se detuvo frente a su marido,
él solo dijo: “Un saludo para la familia y para la gente de mi
colonia”. El inocente mensaje de alguien que no carga un teléfono, lleva
días caminando y salió del país con 500 lempiras (20 dólares) en el
bolsillo, ha sido el único alivio que ha entrado desde entonces a esta
casa de cemento y láminas a las afueras de San Pedro Sula.
Maribel Cantarero, en su casa a las afueras de San Pedro Sula.Teresa de Miguel Escribano
Manuel Beras, de 36 años, llegó de trabajar y se tumbó a descansar y a
escuchar la radio en su casa de El Negrito, en el departamento de Yoro,
a dos horas en coche de San Pedro Sula.
Después cenó lo que había: arroz, frijoles y una taza de café. En el
boletín de las siete de la tarde, escuchó que al día siguiente un grupo
de emigrantes se concentraría en la estación de autobuses de San Pedro
Sula para emprender el camino. Se levantó entonces de la hamaca y dijo:
“Me voy”.
Acto seguido, se dirigió a la obra donde estaba trabajando como
albañil y pidió lo que le debían. De regreso a casa durmió unas horas y a
las tres y media de la madrugada se despidió de sus hijos, su mujer le
hizo la señal de la cruz cerca de la frente y abandonó el lugar. Con
1.500 lempiras, unos 60 dólares, en el bolsillo.
Cuando llegó a la terminal de autobuses de San Pedro Sula, unos policías le dijeron que la caravana ya había partido,
que estaban a unos tres kilómetros. Todavía podía alcanzarlos. Se subió
a un taxi que se fue a toda prisa. Al ir a pagar, le dijo: “¡Déjalo,
déjalo!, yo también fui emigrante, guarda tu dinero”.
Manuel camina por la carretera de Huixtla, Chiapas.Héctor Guerrero
Nunca me imaginé estar aquí”, confiesa días después mientras camina
hacia Mapastepec (México), a unos 130 kilómetros de la frontera con
Guatemala. Lleva un pantalón negro, una camisa jean que le
regalaron en el camino, una gorra negra y una toalla rosa amarrada al
cuello para limpiarse el sudor. Las arrugas acentúan las facciones de su
cara y habla casi a susurros, con la voz en extremo sigilo.
— Ha sido una aventura…
— Ha sido una locura, sí.
Un
grupo de hondureños es llevado en un camión de materiales. Arriba, un
helicóptero de la policía federal mexicana vigila su trayecto.Héctor GuerreroBeras y Hernández se conocieron en Tecún Umán, todavía en territorio
guatemalteco.
Han formado un grupo de siete hombres. Algunos son de
Yoro, otros de Santa Bárbara o de San Pedro Sula. Todos viajan solos,
todos dejaron hijos y esposas en Honduras. “Somos amigos del camino, nos
vamos echando la mano, nos protegemos”, explica Beras. “Cada uno pide
dinero en la calle y al final juntamos lo que conseguimos; si uno come,
come el otro”, resume su compañero, que viste una sencilla camiseta
negra y unos pantalones cortos.
El destino los encontró a las puertas de México. Y esas puertas
estaban cerradas. Miles de hondureños se plantaron frente a un cerco
policial que no podía controlarlos. Después vino el portazo a la aduana
guatemalteca. La euforia. El “¡sí se pudo!”. El momento en que los
policías mexicanos lanzaron gas pimienta para reprimir a un mar de
gente. Pasar la noche en el puente fronterizo Rodolfo Robles y armar un campo de refugiados encima del río Suchiate, entre Tecún Umán y Ciudad Hidalgo, entre Guatemala y México. Era viernes 19 de octubre y ya se les había terminado el pisto, el dinero.
“Está muy difícil, ya vámonos de regreso, compa”, le decía a Beras un amigo del mismo barrio que había encontrado en la caravana.
“Cuando llegamos a los buses que estaban regresando a Honduras, mi
amigo se subió, pero yo no pude porque mi nombre no estaba en la lista,
así que me animé a seguir, yo creo que fue obra de Dios”, explica como
si fuera un recuerdo lejano. Han pasado apenas cuatro días. A esas horas
Donald Trump ya había enviado su enésimo tuit llamando a inmigrantes
como José y Manuel pandilleros y delincuentes.
Un grupo de inmigrantes centroamericanos toman un baño en el río lagarteros de Chiapas.Héctor Guerrero“¡Mujeres y niños en las cámaras [balsas hinchables]! ¡Los
hombres por el cordón! ¡Los hombres que no sepan nadar esperen otra
balsa!”, gritaban los hombres, que organizaban el cruce por el Suchiate.
“Nunca voy a olvidar lo que pasó en ese puente, todos nos dispersamos,
solo algunos nos volvimos a encontrar más tarde, gracias a Dios pudimos
cruzar en las balsas”, recuerda Hernández, meditabundo. “¿Lo más
difícil? Los niños, hay muchos que han sufrido”. Al caer aquella noche
de sábado, ambos durmieron en Ciudad Hidalgo, del lado mexicano.
Todo estaba oscuro. Todos estaban juntos. Eran casi las seis de la
mañana del domingo y más de 7.000 personas marchaban hacia Tapachula,
unos 30 kilómetros dentro de territorio mexicano. “Tengo calentura desde
hace dos días y me duele todo el cuerpo, pero no quiero darme por
vencido”. Beras, pálido, arrastra los pies y las palabras para mantener
el paso de la caravana. Han pasado tres horas desde el inicio de una
nueva caminata, pero el sol ya cae a plomo. Unos metros más atrás,
Hernández camina con el ceño fruncido, sin quitar la vista del objetivo.
Son muy pocos los que traen agua y menos los que cargan comida.
“Mirá, huyó porque estaba harto de no tener trabajo, de no tener nada
que ofrecer a los cipotes [niños] y de pagar extorsiones a las
pandillas”, resume Maribel Cantarero, la esposa de Hernández sobre un
sillón del que asoma la espuma y los muelles. Abre el “refri” para
demostrarlo: solo hay tres botellas de agua, un limón seco, un jarabe y
una bolsa de plástico con algo que parecen tortillas secas de maíz en su
interior.
“Huyó”. Casi sin percatarse, la mujer ha incorporado en la frase el
verbo más habitual entre los inmigrantes que conforman la caravana. Como su esposo, miles de hondureños ya no se marchan, huyen: “Si vuelven lo matan. Ellos ya saben que se fue y lo único que piden es que pague”.
Un grupo de hondureños juega a las cartas mientras espera su próxima salida en Pijijiapan.Héctor GuerreroEl País
La historia de este matrimonio con tres hijos es la de Honduras de los últimos años. Hasta 2016, este era el único país del mundo con dos ciudades, San Pedro Sula y Tegucigalpa, en el ranking de las cinco más peligrosas del mundo, con 112 y 85 muertos cada 100.000 habitantes, respectivamente. España tiene menos de uno.
Hasta hace cuatro años el matrimonio vivía en Chamalecón, un
miserable y bullicioso barrio de San Pedro Sula, donde tenían un modesto
negocio de compraventa de gas. Tan modesto que cabe en una moto. La
vieja HJ de fabricación china de la que cuelgan hasta cuatro cilindros y
con la que ambos recorrían la polvorienta colonia llevando el gas a los
vecinos.
Enseguida, la 18, la pandilla que controla la zona,
le exigió 500 lempiras para brindarle protección. ¿Protección de
quién?. ”De nosotros”, le respondieron. El negocio no daba para grandes
lujos pero les iba bien y compraron una televisión y un aparato de aire
acondicionado. Al percibirlo, la mara le subió el pago del “impuesto de
guerra” , como se conoce la extorsión, a 700 lempiras; luego, a 800 y
finalmente, a 1.000. Cansados de pagar un día metieron todas sus cosas
en un taxi y se mudaron de colonia, al extremo opuesto de San Pedro
Sula, donde volvieron a empezar. Pero desde hace un año se repite el
cuento. Esta vez, sin embargo, la extorsión los ha empujado a la
pobreza, esta al miedo y de ahí al exilio.
Maribel vende cinco tanques de gas por los que obtienen unas 2.500
lempiras mensuales.
De agua paga 100, de luz 200 y de gas unas 300
lempiras mensuales. Paga además 1.000 lempiras más a las pandillas y
otros 1.000 de alquiler de la casa. “Ellos (la pandilla) se van a poner
bravos porque ya saben que se fue y que seguramente yo no voy a poder
pagar la cuota”, explica resignada. Para comer no llega, así que vive de
fiado y de ir pagando “de a poquito”, reconoce.
Maribel, con su hijo en su motocicleta durante su jornada de trabajo vendiendo gas.Teresa de MiguelEn la caminata, tras 10 días de travesía,
Hernández se acuerda de las extorsiones que le obligaron a mover su
negocio. De la mudanza forzada, de la familia. A Beras le viene el
recuerdo de su hermano Chabelo a la cabeza. “Lo mataron hace cuatro
años, él tenía un negocio en Santa Bárbara e iba mucho a San Pedro a
comprar mercadería, y le quitaron la vida en un restaurante
donde estaba cenando”. Isabel Beras traía un arma, pero no pudo
defenderse. Un silencio largo.
Calor fulminante durante el día. Lluvias, a veces torrenciales, por
la noche. “Nunca te acostumbras”, afirma Hernández, tumbado en el suelo,
rendido por la fatiga. Se guarecen en un rincón de la plaza principal
de Huixtla, la localidad donde pernoctarán, debajo de lonas de plástico
amarradas a árboles y postes de luz. El agua se cuela y el campamento
empieza a inundarse. Hay que moverse. Es una noche de tormenta y de
luto, por el compañero que ha muerto aquel lunes, después de caerse de un camión que transportaba a los caminantes para hacerles menos severo el recorrido.
“Prendimos velas y un pastor nos dio ánimos toda la noche, fue muy
bonito”, cuenta Beras. Él es católico, Hernández evangélico. A estas
alturas, esas diferencias no importan. Ambos son parte de un rebaño en
busca de una tierra prometida que no distingue culto.
“Los bendigo en el nombre de Jesús, los queremos mucho hermanos”,
susurra el predicador, con el micrófono en la mano izquierda, mientras
estrecha la mano derecha de los que se acercan al templete. Son las
cuatro de la mañana. Miles de personas desbocan las calles del centro de
Huixtla. El grupo empaca sin prisa. Hay muchas lecciones aprendidas.
Una de las más importantes es que es mejor dormir por la tarde, para
ganar terreno al sol.
“Estos países son prestados, no son los nuestros, venimos de paso,
pues”, explica Beras en el camino, mientras se limpia el sudor con su
toalla. Se arremolina alrededor de una camioneta que reparte botellas de
agua, mientras decenas de manos se abalanzan desesperadas. Hay que
aguantar empujones, ser pacientes y no quemar muchas energías.
Poco más adelante, la luz de las sirenas de las patrullas aparcadas
deslumbran a Hernández, hace fresco, como si las nubes empezaran a ras
de piso, en el monte, entre los maizales. King Kong se adelanta, tuvo un
poco de gripa, pero ya está sano. Beras sufre en silencio por las
ampollas, sus pies están deshechos. Atrás quedan grupos de menores de
edad que viajan solos y juguetean en el camino, adultos mayores de andar
calmo y carriolas [carritos] de familias que surcan las accidentadas
carreteras chiapanecas. Hay baches y zanjas enormes.
Edis esposa de Manuel sujeta en brazos a su nieto Anthony en su pequeña casa en Honduras.Teresa de MiguelEl País
Entre anécdotas y pláticas, Beras también recuerda a Juan, un amigo
que trabajaba con él en la construcción y que se gana la vida como
albañil desde hace dos años en Michigan, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá.
“Manuel, ¿cuándo te vas a agarrar los huevos y te vas a venir para acá?
En Honduras no hay cómo salir adelante”, le insistía hace ocho meses su
amigo. Juan, sin embargo, tuvo que pagar un precio alto. “El grupo
criminal que lo ayudó a cruzar la frontera con Estados Unidos le puso
una mochila al hombro llena de drogas, esa era parte de la paga por el
cruce”, asegura Beras. Si la mercancía no llegaba, él tampoco.
“Los coyotes te piden hasta 8.000 dólares para pasarte, por
eso solo se fue mi esposa y yo quiero alcanzarla, ella está en
Washington”, cuenta Manuel España, un campesino albino de 68 años.
Muchos, de hecho, se han sumado a la caravana para no tener que pagar
tanto a los traficantes y para estar protegidos. “Es más seguro así,
sobre todo como mujer y viajando con niños pequeños”, resumía Elsa
Morales, una madre soltera guatemalteca que se unió a la caravana con
sus tres hijos.
Mientras recorren México a buen paso, la caravana ha soliviantado a cinco Gobiernos, en especial al de Donald Trump,
que ha utilizado los inmigrantes para azuzar las elecciones internas en
Estados Unidos. El inquilino de la Casa Blanca ha anunciado que
desplegará a más de 5.000 militares en la frontera para impedir su paso.
Además, paralelamente hay dos mitos que rodean la caravana y a los que en ella viajan:
“que nos invaden” y que el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, a
través de su sucursal en Honduras —el depuesto expresidente Manuel
Zelaya— es la mano que mueve los hilos de la pobreza. Sobre el primero,
los datos demuestran que México apenas ha dado papeles a los refugiados
de acuerdo a su tamaño. En Líbano, primer país del mundo en número de
refugiados, hay 170 por cada 1.000 habitantes; en Jordania, hay 91, y en
Turquía, 44 refugiados por cada 1.000 habitantes. En México, aunque las
solicitudes se han disparado en el último año, las cifras todavía son
insignificantes y hay 0,0071 refugiados por cada 1.000 habitantes y
ocupa el puesto 127 a nivel mundial, según ACNUR, la agencia de Naciones
Unidas para los refugiados. El segundo mito se responde con una
sonrisa. La que esboza Maribel Cantarero cuando oye hablar de Maduro:
“¿Usted cree que si recibiera un peso de Maduro, así andaría comiendo
frijoles y arroz todos los días?”.
“Es un país de mierda, yo también me quiero ir, caminar, largarme y
no mirar atrás”, maldice Edis Hernández, la mujer de Manuel Beras, en la
cocina de leña. Mientras habla, los dos bebés, su hija de 19 años y
otra de 15 zascandilean por la casa en busca de algo que hacer. La
vivienda del matrimonio es el mejor resumen de la poderosa fertilidad de
Honduras: la biológica y la forestal. En la vivienda con un terreno de
200 metros cuadrados conviven un hijo —Isaac, de dos años— de la misma
edad que el nieto. Y, en el pequeño huerto de detrás es imposible
caminar sin pisar restos de fruta porque han crecido de forma espontánea
naranjos, caña de azúcar y árboles de aguacate y cacao. Un terreno tan
arrollador, que se traga simultáneamente las lágrimas de Edis y la fruta
de los árboles, sin que nadie las recoja.
Lejos de allí, Beras corre a toda prisa al ver que algunos coches se
detienen unos 50 metros más delante de la caravana. Se sube a la caja
blanca y se aferra al armazón de madera de un camión repartidor. Horas
después explica que consiguió viajar en autostop dos veces y llegó hasta
el parque central de Mapastepec. Todos los miembros del grupo viajaron a
ritmos diferentes, pero se han vuelto a encontrar. Se han acercado para
recibir sopa y un poco de arroz y frijoles de los voluntarios. Han
vuelto a instalar las lonas de plástico. Han aguardado otra vez a que
llegue la lluvia. Han dormido otra vez sobre el pavimento. Le han vuelto
a poner piernas al éxodo centroamericano.
Cae la noche y la vista está puesta en Pijijiapan, la próxima parada, casi a 50 kilómetros por la costa de Chiapas.
Un día después, Hernández está rendido. Una venda blanca le cubre el
pie, porque resbaló y se dobló el dedo gordo mientras se limpiaba en el
río Coapa. “Me duele un poco al apoyarlo, pero yo creo que voy a poder
seguir”, dice resignado, con la misma ropa que hace dos días, engañando
al hambre con un paquete de galletas. Faltan seis horas para la
siguiente caminata, que sale a las tres de la mañana. La próxima parada
es Arriaga, una ciudad clave para montarse a la Bestia, como se
apoda a una red de ferrocarriles de carga que se abre paso a la
frontera. La mayoría, sin embargo, opta por seguir a pie y a dedo hacia
el Estado de Oaxaca. La caravana ha recorrido desde el pasado 13 de
octubre más de 1.000 kilómetros, desde San Pedro Sula hasta Juchitán, en
el Estado de Oaxaca. Si se confirma que viajará a Tijuana, aún le
quedan otros 3.000 hasta Estados Unidos.
Se calcula que unos 9.300 refugiados centroamericanos cruzaron la
frontera entre Guatemala y México entre 19 y el 22 de octubre, según
Naciones Unidas. El grueso de las estimaciones, basadas en los números
que se registraron por las autoridades municipales al cruzar a
territorio mexicano, hablan de al menos 7.000 inmigrantes. En el terreno
no existe un censo formal. Uno de cada cuatro miembros de la caravana
son niñas, niños y adolescentes, según Save the Children. Unos 2.300
menores que viajan necesitan protección específica y acceso a servicios
esenciales, alerta Unicef.
Desde que José Hernández atravesó la puerta oxidada de su casa en San
Pedro Sula y se unió a la caravana, Maribel es la mujer más informada
del mundo. No se separa de la televisión y nunca había consumido tantos
informativos. Nunca pensó que la decisión de su esposo terminaría siendo
noticia mundial. La esperanza de ambos es que el bote de colonia de
imitación deje de ser un peso inútil, casi surrealista, en la mochila y
le ayude a encontrar trabajo cuando se perfume para su primera
entrevista laboral.
“¿Cuándo va a venir?”, pregunta a Hernández uno de sus niños en una nota de voz de Whatsapp. “No regreso, voy pa’lante,
si Dios quiere voy a pasar para ayudarles, para darles estudios”,
contesta el padre, apurando las palabras como si salieran disparadas de
su boca, en una plegaria, antes de dejar escapar un suspiro. Como si
intentara convencerlo y, de paso, convencerse a sí mismo. Quiere
quedarse cinco o seis años en Estados Unidos. Beras espera estar solo
tres años, hasta ganar lo suficiente para construir una casa propia. “No
me quiero ir más tiempo porque no quiero que mis hijos se vayan a
perder, allá la delincuencia los empieza a manipular desde chiquitos”,
asegura, antes de clavar la mirada en el vacío. “Es un sueño en el que
uno arriesga y deja todo para buscar una vida mejor, pero yo creo que va
a valer la pena”.
Redacción: Jacobo García, desde San Pedro Sula; Elías Camhaji, desde la caravana
Imagen: Teresa de Miguel, desde San Pedro Sula; Héctor Guerrero, desde la caravana
Coordinación y edición: Javier Lafuente
La caravana, a su llegada a la ciudad de Arriaga, Chiapas.Héctor Guerrerohttps://elpais.com/internacional/2018/10/30/america/1540909888_963566.html?fbclid=IwAR0JEKeAR6dFJnkBK-M-BUFEGdJLAXapM1b7VMYDIqRizTHvkodvkisnJjY
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