San Pedro Sula, Honduras. Comenzaba
a anochecer en San Pedro Sula el viernes antepasado. En una casa
sencilla enclavada en una loma del sector La Puerta, don Julio y su
esposa Marta esperaban que su hijo Javier regresara de Cofradía cuando
cayó la llamada.
Lo habían ultimado a balazos a los pocos
minutos de haber terminado de practicar en la banda de guerra del
Instituto Departamental Evangélico de Cofradía.
Es posible que
para la Policía el asesinato de Javier Bautista López (18) pase a formar
parte de los anales del olvido, como ha sucedido en casos similares,
pero el recuerdo del joven no desaparecerá del corazón de sus padres.
Ellos
le enseñaron a andar por los caminos del cristianismo y el trabajo. Don
Julio, experimentado maestro de la construcción, se lo llevaba para que
lo acompañara como ayudante desde que tenía 10 años.
“Manejaba
la piocha y la pala, jalaba arena y hacía poquitos de mezcla”, recuerda
el padre un poco repuesto por el golpe de haberlo perdido a sus 18 años.
Era el último de cuatro hermanos.
Amaba su “tarola”, una
batería de tres tamboriles unidos que tocaba en la banda del colegio por
puro amor al arte porque ya había terminado sus estudios de secundaria y
no ganaba más que puras satisfacciones.
Hasta ayudaba a
instruir a los otros integrantes de la banda ganadora de varios trofeos.
Precisamente el domingo siguiente, el grupo iría a competir con otros
colegios en Yoro, pero la muerte se interpuso y se canceló el viaje.
Ser
músico fue su sueño de niño. Hacía sonar cuanto traste encontrara a su
paso. Así fue aplastando los calderos de la cocina, que golpeaba como si
se tratara de instrumentos de percusión.
“Solo falta que
practiqués en mi cabeza”, le decía el papá sin el ánimo de ofenderlo
porque era un cipote obediente y educado. “Nunca decía malas palabras”.
No era para menos si servía en la iglesia del Ministerio La Cosecha
desde que tenía seis años.
Un joven ejemplar
Cuando lo mataron tocaba la batería en el grupo de la iglesia y
servía como supervisor de diaconado. Así satisfacía su vocación
cristiana y su pasión por la música. Le gustaba evangelizar a sus
amigos, incluso a los integrantes de pandillas que viven en la colonia
en la que creció, dice su padre.
Uno de sus sueños era ver
terminada la casa que estaba construyendo con su padre allí mismo en la
La Puerta número dos, frente al Campo Agas, pero quería que, aunque
sencilla, fuera de dos pisos.
Unos días antes de que las balas
terminaran con su sueño había llevado arena y varillas de hierro a la
construcción que hoy más que nunca don Julio se ha propuesto terminar.
“Cuando la termine se la voy a dedicar a él”, dice el hombre.
El joven decía que sería pastor y a la vez estudiaría para abogado, para lo cual se matricularía el otro año en la universidad.
Caminaba
por una oscura y empedrada calle con un amigo y una amiga, después de
practicar en el colegio, cuando fue ultimado en circunstancias aún no
esclarecidas.
La directora del colegio, Mirian Pineda, dijo que
la muchacha le pidió que la acompañara a su casa antes de que él
abordara el bus que lo transportaría a San Pedro Sula.
Su madre
solía esperarlo al pie de la loma donde está la vivienda, pero todavía
no había bajado cuando a don Julio lo llamó la novia de Javier, que vive
en Ocotepeque, para darle la noticia.
Lo raro para el padre es
que a la muchacha le avisaron del suceso desde el mismo teléfono
celular del muerto. “Acaban de joder a Javier”, escuchó ella al otro
lado de la línea y de inmediato se comunicó con don Julio. ¿Por qué la
Policía no recogió el celular?, se preguntó el hombre sin esperar
respuesta.
Mejor piensa en la eterna sonrisa del muchacho
mientras muestra el pensamiento que le dedicaron sus amigos: “Apagaron
tu música, pero tu alma se queda con nosotros, ahora formas parte de la
banda celestial”.
HONOR
“De
todos los cipotes que he tratado, a él no le escuché ni una mala
palabra; eso se justifica porque era cristiano”, dijo la madre de uno de
sus compañeros. El próximo trofeo que gane la banda se lo dedicarán a
él y se lo entregarán al padre, dijo.
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