lunes, 29 de septiembre de 2014

Honduras: Nuestra Palabra - Reconciliación - 29 Septiembre 2014

                                                                                  
Con alguna frecuencia solemos hablar de reconciliación con demasiada facilidad, como si ante lo mal que andamos en la sociedad la reconciliación fuese algo así como un sortilegio, un golpe de magia tras un abrazo y unas palabras públicas, sonrisas entre diversos sectores y algún documento firmado, amaneceremos mañana en paz y sin divisiones. 
La reconciliación se invoca con frecuencia unida a un quimérico perdón que sin tocar el actual estado de cosas, hace borrón y cuenta nueva sobre agresiones, violaciones, abusos, crímenes y desigualdades. 

Ese concepto de reconciliación en lugar de ser una propuesta hacia la paz y la justicia, es parte del conflicto.
¿Qué es entonces la reconciliación? Es muy difícil encontrar una formulación con la cual todo mundo nos sintamos identificados. En sociedades profundamente divididas por razones de distribución de los bienes, y no solo por razones políticas e ideológicas, la reconciliación se convierte en un concepto ambiguo e incluso equívoco. Están desde aquellos que conciben la reconciliación como resignación, o aceptación pasiva de lo que ha ocurrido, hasta los que valoran que la reconciliación es un prolongado y casi inacabado proceso de reconstrucción de los tejidos sociales, humanos, políticos y culturales de las sociedades.
Algo debíamos tener claro: la reconciliación no puede ser un proceso que olvide crímenes, abusos y violencias ejercidos por personas y grupos amparados por el poder del Estado; ni puede ser tampoco un decreto que deje intacto todo, como si no pasó nada. La reconciliación no puede ser un factor más de impunidad. No puede ser un proceso conducido únicamente por cúpulas quienes tienen altas cuotas de poder y de decisión. Nunca podrá ser válida una propuesta de reconciliación sobre la base de dejar intacto el modelo injusto de distribución de los bienes y recursos.
Dos signos inequívocos para establecer la validez de un proceso que avanza hacia la reconciliación nacional: uno, que los sectores más victimizados e indefensos tienen asegurada su palabra y su participación directa; y dos, que las élites dirigentes estén dispuestas a perder privilegios, a aceptar nuevas reglas que rompan con las ventajas de unas personas y grupos sobre otros, a reconocer la irrupción de nuevos liderazgos y a aceptar que la verdad no la tienen únicamente ellas.

Para decirlo de manera sencilla, la reconciliación nos debía llevar a un rehacer relaciones de amistad y a un aprender a vivir juntos en medio de diferencias y disensos, pero con la decisión de aceptar cambios profundos para evitar que se repitan las desigualdades, las violaciones y los abusos. Y para que eso suceda, son necesarios procesos que lleven a conocer la verdad, y que cada actor de la sociedad admita su responsabilidad en la polarización; que los responsables de violaciones rindan cuentas conforme a un estricto proceso judicial; y supone la reparación de la dignidad de las víctimas.
Al final de cuentas, un verdadero proceso de reconciliación está asociado al compromiso por establecer unas mínimas bases institucionales democráticas para que todos los actores sociales participen activamente en la toma de decisiones sobre el futuro de la sociedad, y que lo hagan a pesar de tener visiones distintas o contrapuestas. Ese proceso de reconciliación es lo que justamente llamamos la construcción de un nuevo pacto social basado en acuerdos mínimos compartidos. 
                                                    
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