lunes, 30 de diciembre de 2013

Oscar López Rivera: El preso que quería ver el mar


El prisionero político puertorriqueño Oscar López Rivera lleva 32 años encarcelado. Foto: El Nuevo Día.
El prisionero político puertorriqueño Oscar López Rivera lleva 32 años encarcelado. Foto: El Nuevo Día.

29 diciembre 2013

Por Luce López-Baralt
“Desde esta cárcel podría verse el mar”, pondera melancólicamente José Hierro de una posibilidad acariciada, pero siempre incumplida: desde las prisiones de la Posguerra española donde el poeta estuvo preso nunca pudo atisbar las ansiadas ondas. “Los que no te ven sueñan con verte”, afirma Pedro Salinas, solidario con los huérfanos de las olas, mientras contempla extasiado el mar de Puerto Rico.
El preso puertorriqueño Oscar López Rivera sueña con ver el mar. También para él queda restringido a la esfera del sueño y al espacio misericordioso de la palabra. Así lo dejó dicho a su nieta Karina: “La palabra es una ventana perfecta para contemplar el mundo exterior”.
Lleva razón Oscar: todo preso es un aislado de la belleza que ni siquiera puede mirar los objetos distantes, situación que lo predispone a posibles problemas oculares. Pero también es cierto que al preso, víctima de una severa privación sensorial, se le potencia el lenguaje. Las palabras muestran para él todas sus entrañas, como un fruto maduro o un cohete en el momento de estallar: así lo dejó dicho Octavio Paz pensando en el misterio de la poesía, pero sospecho que para el ser cuasi monacal que es Oscar, cada palabra es un poema, un milagro que le restituye algo de la realidad que le ha sido negada. Van aquí para él unas breves ventanas a un mar de palabras, mientras aguarda su anhelado encuentro con las olas.
El mar, que los antiguos griegos celebraban en sus versos asociándolo con el color del vino, lo contempló Salinas como una danza incesante de azules:
“En los atlas, / un azul te finge, falso./ Pero a mí no me engañó/ ese engaño. / Te busqué el azul verdad; /un ángel, azul celeste, / me llevaba de la mano./ Y allí en tu azul te encontré/ jugando con tus azules,/ a encenderlos, a apagarlos./ ¿Eras como te pensaba? /Más azul”.
José Hierro cantó, por su parte, al verde marino, y bajo la máscara literaria de Lope de Vega deseó encontrar la cifra del universo en las pupilas glaucas de Marta de Nevárez: “Abre tus ojos verdes, Marta, / que quiero oír el mar”. Otros poetas, como Paul Valéry, también prestaron oído al fluir de las olas, que nos convocan a un renacimiento incesante, anticipo de la eternidad: “La mer, la mer, toujours ecommencé”. Salinas oyó a su vez el mar -ese “gran taller del gozo /a los espacios abiertos”- e incorporó el vaivén de las olas al ritmo de sus versos:
“Ola tras ola sigue a ola tras ola,/ persigue espuma a espuma fugitiva,/ dádivas sobre dádivas ofrecen/ felicidades siempre repetidas”.
Para los antiguos, Venus, símbolo del amor, surgió de las ondas, mientras que la huidiza ninfa Galatea, hecha de evanescente espuma, escapó para siempre del acecho de su enamorado Polifemo en los versos inmortales de Ovidio y de Góngora. Con ellos dialoga nuestro Palés Matos cuando concibe a su inaprehensible Filí Melé como imposible odalisca esculpida en burbujas marinas:
“Pienso, Fili-Melé, que en el buscarte/ ya te estoy encontrando/ y te vuelvo a perder en el oleaje/ donde a cincel de espuma te has formado./ Pienso que de tu pena hasta la mía/ se tiende un puente de armonioso llanto/ tan quebradizo y frágil, que en la sombra sólo puede el silencio atravesarlo”. Ferdinand Padrón Jiménez canta con gozo la experiencia íntima de abrazar el océano: “…como el joven/ que a los quince años detiene su cuerpo ante el mar;/ ausculta el horizonte y, pleno de amor, / asume las ondas”.
Rubén Darío, íntimo, susurra a su amada con sosiego de “connaisseur”: “Margarita, está linda la mar”.
Basta. Oscar López Rivera merece ver el mar. Y merece verlo más allá de la representación de su imagen en un desvalido puñado de signos verbales. Huérfano de sus azules, Oscar ha sido capaz, sin embargo, de alzarse con un auténtico milagro: unir en una sola voluntad a su pueblo abrazado por el mar. Todo puertorriqueño exige su liberación inmediata, no importa a qué presunción política pertenezca. Sorprende la unanimidad de nuestra posición colectiva. Ni la indignación por la pena de muerte, que en Puerto Rico tiene la tristeza añadida de poseer un horrible sello colonial norteamericano, ni la lucha por Vieques, han sido capaces de lograr una unanimidad tan rotunda. Oscar López Rivera, desde su “black hole” carcelario “donde no se puede ver el mar”, ha logrado él solo la gesta de un plebiscito sin precedentes: todos estamos de acuerdo en que sea libre.
Quién le hubiera dicho al “marinero en tierra” cuando ingresó en la cárcel hace décadas que pasados los años tendría el privilegio de ayudar a levantar las energías espirituales de su país. No es poca hazaña, máxime en medio de nuestro desasosiego económico y de nuestras esperanzas quebradas. Todos hemos sentido instintivamente -lo admitan algunos o no- la indignidad de experimentar que otro país decida la vida de uno de nuestros hijos. Para colmo, haciendo caso omiso de la voluntad de todo un pueblo, incluyendo a su gobernador estadolibrista y a su comisionado residente anexionista. La indignación de sentir en carne viva que no mandamos sobre nuestro destino me ha movido a escribir estas líneas marinas en apoyo solidario a Oscar López Rivera.
Sé que Oscar verá el mar y asumirá las ondas. Que sea inmediatamente.
(Tomado de El Nuevo Día, de Puerto Rico)

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