lunes, 14 de mayo de 2012

HONDURAS: El lado siniestro de la justicia // UN JUICIO INMORAL por Tomás Andino


Sábado 12 de mayo de 2012
05:15 pm - Carmilla Wyler
Este relato narra un caso real. Se basa en declaraciones de testigos, en publicaciones periodísticas y en otras fuentes que no desean ser identificadas. Se han cambiado algunos nombres.

Sinistrum latus iustitiam
Tegucigalpa,Honduras
CONFESIÓN
La cara asustada y los ojos nerviosos describían por sí mismos la presión a la que estaba sometido aquel hombre desde hacía mucho tiempo.

Estaba delgado, tanto, que parecía que el uniforme no fuera suyo, a pesar del fichero con su apellido que lucía sobre la bolsa izquierda de la fatiga, y se notaba decepcionado y triste, pero también encolerizado y decidido.
Respiraba con la boca, sus labios resecos y sin color mostraban la ansiedad que se esforzaba por controlar mientras sus ojos empezaban a iluminarse con la cólera que guardaba desde hacía mucho en su pecho y que iba saliendo poco a poco, conforme se tranquilizaba. Al final, su voz sonó clara y fuerte, aunque su tono parecía misterioso.
“Esto hay que pararlo –dijo, mirándome fijamente–; la Policía no puede seguir en boca de todo el mundo por la ambición de unos cuantos y por el miedo de los que tienen que tomar decisiones”.
Se detuvo de pronto, como si aquel esfuerzo lo hubiera debilitado al extremo. Tras largos segundos, agregó:
“Yo soy policía por amor a la carrera; mi padre fue policía, y también mi abuelo y mi bisabuelo. Muchos de mis familiares han sido policías. ¿Ve esta foto? Este es mi bisabuelo y este es el coronel Tomás “Caquita”, el policía más duro y más efectivo del general Carías. ¿Ve por qué quiero tanto a esta institución?”
Siguió a esto un momento de silencio. El policía continuó:
“Aquí en La Paz han pasado muchas cosas, cosas que no me gustan. Y yo hablo por La Paz porque es mi departamento y aquí estoy asignado, y uno ve muchas cosas. Hombres disfrazados de policías están manchando la institución, porque esos son cualquier cosa, menos policías.
Ellos trafican con café, con ganado robado, con carros ilegales, con municiones de guerra, extorsionan, secuestran y hasta matan, y nadie se mete con ellos… Y ¿sabe qué es lo peor? Que tienen contactos en el Ministerio Público y en los Juzgados para salvarse ellos mismos y para salvar a sus cómplices, pero también para hundir a quien se les ponga por delante. ¿Se ha fijado cómo hay jueces y fiscales casados o ‘amachinados’ con policías? No es que no se pueda pero...”
En este punto levantó los hombros, torció un labio y levantó las palmas de las manos. Ahora se sentía más seguro.
INDIGNACIÓN.
Ahora le brillaban los ojos.
“Mi subcomisionado Lozano es un buen policía; es un buen hombre, pero estuvo muy poco en La Paz y creo que no se dio cuenta de la podredumbre que hay aquí. Yo me atreví a escribirle a mi general José Simeón Flores, el que estaba en Asuntos Internos, pero parece que nunca le llegó mi denuncia, pero mire, aquí tengo copia con el sello de recibido, la fecha y la firma de la persona que recibió… Un día fui a preguntar cómo iba ese caso y nadie me dio razón. El expediente no existe…”
“¿No tiene miedo de hacer esto?”
“¡Claro que
“¿Cuál doctor?”
“El doctor Erwin Mejía…”
“¿El del atentado contra la fiscal?”
“Sí”.
“¿Qué ha pasado con él?”
“Se lo están llevando de encuentro… –El hombre hizo una pausa, miró hacia los lados y retuvo la respiración, luego, bajando el tono, dijo–: ¿Quiere que le cuente ese caso?”
“Sí, pero solo si no le causa problemas”.
Nueva pausa.
“Bueno, ya estoy en problemas. Le voy a hablar del caso pero sin nombres. Usted no necesita nombres para sus historias, ¿verdad?”
“En realidad no. Lo único que me interesa es que las historias sean verdaderas, que sean reales”.
El policía sonrió.
Alrededor silbaba el viento, los pájaros volvían a sus nidos y, a lo lejos, sobre las montañas llenas de pinos, brillaban los últimos reflejos del sol tiñendo las nubes con largos trazos dorados. La tarde estaba fresca, pero él sudaba.
“Yo no meto las manos al fuego por nadie –dijo, al poco rato–, pero el doctor no quiso matar a la fiscal, se lo digo yo que sé muchas cosas de Marcala, y cosas probadas… Allí hay gato encerrado. Esa bomba es parte del show y alguien se quiere sacar un clavo con el doctor… Yo se lo puedo probar…” tengo miedo! Y más ahora con lo que ha pasado con el doctor de Marcala”.
“A mí no debe probarme nada… ¿Habló con el juez? ¿Ha hablado con sus superiores sobre este caso?”
“El caso es reciente y estoy esperando más información para escribir un informe. Pero yo sé lo que le digo”.
“¿Y si lo llaman como testigo?”
“Mire, yo soy policía y siempre he estado dispuesto a poner el pecho por defender al ciudadano, y si tengo que testificar en este caso, pues lo hago, y no como testigo protegido porque eso aquí no funciona, y en La Paz, en todo el departamento, nos conocemos todos. ¿Me entiende?”
“Sí”.
“¿Usted sabe lo que es un allanamiento?”
“Sí”.
“¿Está usted de acuerdo en que en un allanamiento los policías se lleven alhajas, lociones, celulares, dinero, rompan puertas, aterroricen a niñas inocentes, golpeen a los detenidos, los humillen y no les lean ni sus derechos?”
“No, claro que no”.
“Pues eso fue lo que pasó cuando detuvieron al doctor… Esos no son procedimientos policiales; son procedimientos de otro tipo…”
“¿Cómo sabe todo esto?”
El hombre soltó un suspiro largo y sonrió. Era una sonrisa entre maliciosa y triste.
“Yo estuve allí… –dijo, soltando las palabras despacio–. ¿Y quiere que le diga algo más? Varios de los policías que andaban en el allanamiento ni siquiera son policías… Creo que son enemigos del doctor… Pero eso la fiscalía y el juez no lo saben… ¡Pero tienen que saberlo!”
“¿Está seguro de lo que me está diciendo?”
“Sí. No lo dude.”
“¿Puedo escribirlo?”
“Si usted quiere… Yo creo que hay que hacer algo por sacar a los malos de la Policía, y que hay que hacerlo ya.”
CASO.
La madrugada del sábado veintiuno de abril de dos mil doce era tranquila. Era una madrugada hermosa de Marcala, La Paz; los gallos cantaban, algunos perros ladraban y, de vez en cuando, se escuchaba el motor de algún vehículo a lo lejos. Nadie imaginaba lo que estaba a punto de pasar en aquella calle silenciosa, justo en la vivienda de la fiscal del Ministerio Público.
Los hombres avanzaron hasta situarse frente al garaje. Nadie podría decir de donde salieron, pero su presencia en aquel sitio no era normal. Las sombras cubrían sus rasgos y, al decir de un policía, “tal vez sea difícil identificar al hombre que se acercó al portón, aunque dicen que tienen una foto…”
La explosión estremeció el suelo. El eco profundo del estallido retumbó a lo largo de la calle, alarmando a los vecinos, y luego se perdió ondulando a lo lejos.

“Hay un testigo que vio a dos hombres salir corriendo antes de que la bomba estallara –dice el policía, revisando unas hojas de papel impresas, copias fotostáticas perfectamente legibles–; uno era bajo y delgado, y andaba una gorra y una chumpa. El otro era alto y corrió hasta doblar una esquina. Después el testigo dice que escuchó el ruido de un motor…”
El terror entró a la casa de la fiscal. Los daños mostraban el poder destructivo de la granada y, por desgracia, mostraban un aspecto mucho más grave y delicado: el irrespeto a la majestad de la justicia; el irrespeto a la ley y a su representante y la osadía de los criminales que creen que sí son capaces de tomarse el país y poner de rodillas a toda una sociedad.
ATENTADO.
La aldea San José es un caserío pintoresco situado entre Marcala y La Paz. Es una zona de Honduras donde la gente sobrevive entre la cruda realidad y la esperanza, donde la pobreza sigue marcando la vida de hombres, mujeres y niños, y donde aún se esperan los cambios que van a mejorar las condiciones de vida de sus habitantes.
La camioneta avanzaba rápido por la carretera, algunas vacas arrancaban la hierba a las orillas y varios niños jugaban atrás de los cercos de alambre de sus casas de adobe y bahareque.
De la carretera asfaltada se levantaba un vapor vidrioso y el calor era sofocante.
El chofer bajó la velocidad, avanzó cien metros más y, de pronto, escuchó a sus espaldas un ruido que casi lo paralizó.
En ese momento sintió que varias balas traspasaban el metal de su camioneta, y aceleró. Cuando supo de donde venían las balas, trató de defenderse.
No estaba herido y repelió el ataque con su propia arma. Los atacantes se replegaron, sin dejar de disparar, y el doctor Erwin aprovechó aquellos breves segundos.
Los últimos disparos los escuchó cuando tomaba una curva casi a cien kilómetros por hora. Un minuto más tarde, estaba lejos de San José.
Manejó hasta que sintió que le dolían los dedos que apretaban con fuerza el timón y vio por el retrovisor que estaba solo. Sus atacantes habían desaparecido.
Se estacionó a un lado de la carretera, tragó aire, dio gracias a Dios, y tomó una decisión: regresaría a Marcala a poner la denuncia a la Policía.
“Dios santo –dijo–, ¿quiénes eran esos hombres?”
Dios no respondió.
El viaje de regreso a Marcala se le hizo eterno. No se detuvo hasta llegar a la Policía.
“Quiero denunciar un atentado”, le dijo al primer uniformado que se encontró.
“¿Qué atentado?”
“En la carretera, en la aldea de San José… Unos hombres me dispararon. Quisieron matarme… Mire la camioneta como está de perforada por las balas… Vengo a poner la denuncia…”
“Usted cómo se llama…”
“¿Es que no me conoce?”
“Su nombre, señor”.
“Erwin Mejía… Erwin Francisco Mejía Pineda… Doctor en…”
“Sí, ya sé quien es usted… Espérese allí… El jefe está descansando…”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA  FUENTE

 .-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

UN JUICIO INMORAL

 Por  Tomás  Andino
Honduras es un país ocupado por varios ejércitos que, en lugar de defender  la soberanía nacional y la democracia, llenan de luto y bañan en sangre nuestra patria, cegando la existencia a sus mejores hijos y a sus mejores hijas.
En los cuatro puntos cardinales del país, encontramos ejércitos privados de narcotraficantes, que ejercen dominio sobre partes del territorio nacional, donde no se atreven a entrar ni la policía ni las “gloriosas” Fuerzas Armadas.
Encontramos a bandas del crimen organizado que operan haciendo secuestros, asaltando negocios, robando carros, cobrando renta, etc. en contubernio con oficiales de la Policía Nacional como ha quedado en evidencia en los últimos meses.
Hay a montones ejércitos de “guardias de seguridad” que están al servicio de grandes terratenientes o de empresas transnacionales, los cuales se especializan en asesinar campesinos que luchan por un pedazo de tierra, como en el Bajo Aguán, o reprimir a defensores del medio ambiente, con la tolerancia de los organismos de “justicia”.
Existen grupos de sicarios que desde motocicletas o desde vehículos de lujo, asesinan a jóvenes de barrios pobres o a universitarios, a sindicalistas, a defensores del medio ambiente o de los derechos humanos, en horas del día y de la noche, a vista y paciencia de los uniformados.
Existen las bandas de militares que roban armas, municiones, aviones y quién sabe cuántas cosas más de los batallones, aeropuertos y centros de aprovisionamiento logístico, para armar a saber a quién o para transportar a saber qué.
Están también los disque “reservistas”, apropiadamente armados cuando la policía y el ejército necesita carne de cañón para apalear o disparar contra manifestantes pacíficos.
No podían faltar en esta lista los efectivos de las distintas ramas armadas de los Estados Unidos, sean Boinas Verdes o agentes de la DEA que, a partir de las bases militares que tienen en territorio nacional, entrenan a los oficiales en tácticas de contrainsurgencia para reprimir campesinos, o disparan contra pescadores a quienes “confunden” con narcotraficantes.
Aquí hay armas y asesinos a montones, que a diario laceran la vida, la democracia y la justicia, pero que gozan de total impunidad. Muestra de eso es que no hay un solo “pez gordo” de estos criminales en la cárcel.
Pero el colmo de los colmos, es que esta “justicia”, que no hace nada contra dichas lacras, tiene la desvergüenza de abrir juicios políticamente motivados contra hondureños que en su momento hicieron resistencia al Golpe de Estado. Es el caso del juicio que se ha abierto contra el compañero Gregorio Baca, contra quien pesa la acusación de “asociación ilícita”, “terrorismo” y “posesión de material de guerra”, en circunstancias de dudosa veracidad.
Quien lea la versión de los medios de prensa sobre este caso, notará las contradicciones y la manipulación de foto montajes que se hacen para tratar de inculpar al acusado, sin que en aras del equilibrio de la noticia se le haya dado la oportunidad de dar su versión.
Pero no se trata sólo de un juicio de dudoso fundamento sino de un juicio inmoral. Los sicarios judiciales de la oligarquía no tienen autoridad ética ni base jurídica para levantar causa contra ningún miembro de la Resistencia por hacer uso del derecho a la insurreccion popular establecido en el articulo 3 constitucional. Si en este país hubiera justicia, los que deberían estar en el banquillo de los acusados y en la cárcel, debiera ser la pandilla de empresarios, políticos y militares que asestaron la puñalada a la Democracia aquel fatidico 28 de junio de 2009 y no quienes nos opusimos a ellos.
El juicio que hoy se emprende contra Gregorio Baca puede ser el inicio de una escalada represiva contra miembros de la Resistencia, a quienes pueden atribuir sin fundamento la posesión de armas, para acusarlos de “terroristas” y “subversivos”, o de ser responsables de actos violentos que ellos mismos emprenden.
De ahí que es importante denunciar estos juicios inmorales y vergonzantes, e insisto en que esta es una razón más para unificarnos en la lucha, en lugar de pelearnos como papos por puestos en las planillas.
 
Tegucigalpa, 14 de mayo de 2012







 




No hay comentarios :

Publicar un comentario