Agosto 29.2018 / redaccion@criterio.hn
Tegucigalpa.-Como en los pasillos judiciales, en los juicios de jurados hay un momento en
que llega el turno del ofendido. Es el momento supremo de la víctima,
su propicia ocasión para mostrar ante los jurados el dolor y la gravedad
de la ofensa. Es la hora del desquite. Pero también hay un turno para
el acusado, su oportunidad de presentar los hechos de acuerdo a su
propia versión, la ocasión de buscar y obtener algún rasgo de
indulgencia o benévola neutralidad.
Siempre
hay un turno para todo y para todos, hasta para aquellos que se han
considerado como intocables, elevados, superiores, inalcanzables para la
justicia común y corriente. Los barones de la élite, los minúsculos
dioses del Olimpo criollo, “señoritos con aspecto de florero”, como los
describía el poeta. En su reducida visión del entorno, no hay espacio
para el castigo ni posibilidad alguna de persecución judicial. Ellos
están por encima de esas minucias legales, lejos, muy lejos del llamado
brazo de la justicia.
Es
la interiorización profunda del sistema de impunidad, la etapa en que
la percepción de intocables les conduce involuntariamente al error, al
exceso de confianza, a una cierta certeza de su invulnerabilidad. Y ese
es el momento en que se vuelven más débiles y frágiles, cuando, sin
imaginarlo, dejan por doquier la marca maloliente de sus huellas, el
rastro de la podredumbre…
Siempre
me sorprendió lo que entonces consideraba torpeza de muchos políticos
sospechosos de corrupción. En los archivos de los operadores de justicia
abundaban las pruebas, contundentes, inverosímiles a veces: facturas de
compras indebidas, pagos con tarjetas de crédito cargadas al tesoro
nacional, copias de recibos sugerentes, transferencias financieras
sospechosas o inexplicables, talones bancarios insinuantes, envíos
misteriosos, en fin. Muy pronto comprendí que la existencia de tantas
evidencias no era el fruto del descuido o la torpeza del inculpado; era
el resultado de su convicción de intocable, el ejemplo directo de su
percepción de inmunidad. La sensación de impunidad había penetrado tan
profundo en la conciencia del corrupto, que no le permitía concebir
siquiera la necesidad de ocultar los rastros de su fechoría. Víctima de
su propia convicción de ser inmune, el corrupto estaba convencido de ser
impune. La inmunidad llevaba a la impunidad, y ésta, en un ciclo tan
perverso como regresivo, volvía reforzada para afianzar al sistema en su
conjunto y fortalecer el esquema global de corrupción. Es lo que se
considera un elemento clave del “estado de hipercorrupción”.
Así,
de esta manera, una cadena de eslabones similares unía a la inmunidad
con la impunidad, a la justicia con la política, a la ley con la
corrupción. Pero llegó el turno del ofendido. La sociedad empezó a
conocer los detalles, a cual más burdo e insultante, de la trama global
de la corrupción. Inició el desfile de las instituciones involucradas y
salpicadas, hasta que llegó el momento estelar y apareció en escena la
pandilla del Instituto del Seguro Social, el llamado “escándalo del
IHSS”, la prueba suprema del estrecho vínculo que amarra, en contubernio
procaz, a la corrupción con la política y, por lo tanto, con los
políticos. Se armó Troya y la gente acabó de tomar conciencia sobre la
gravedad del problema y la necesidad de salirle al paso. Vinieron los
desfiles de las antorchas, la reacción internacional y, en consecuencia,
la llegada de la MACCIH. Ahí comenzó otra historia…
Hoy los
corruptos de toda laya no acaban de entender lo que está sucediendo. No
comprenden cómo es que sus aliados y protectores los están abandonando.
No descifran el nuevo lenguaje que viene de fuera, la presión externa,
el decidido apoyo de Washington a la MACCIH y a la Unidad Especial del
Ministerio Público que los persigue, investiga y acusa (la UFECIC). No
logran percibir la evaporación gradual pero inevitable de las antiguas
lealtades y el nuevo reacomodo. Ya no es su mejor momento, al menos por
ahora. Ha llegado el turno del ofendido, también por ahora.
El
turno de los corruptos es algo novedoso en nuestra historia. Ellos son
los primeros sorprendidos y azorados. El hondureño de a pié, en cambio,
no sólo se asombra, también se divierte y da rienda suelta a su morbo
interior para disfrutar el inesperado espectáculo. Es el turno del
ciudadano.
https://criterio.hn/2018/08/29/el-turno-de-los-corruptos/
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