HispanTV 7 Por Marcelo Colussi
Los tres países del denominado Triángulo Norte de Centroamérica
(Guatemala, Honduras y El Salvador), presentan datos socioeconómicos
indicativos de una tremenda situación para sus poblaciones (entre el 50 y
60% de sus habitantes bajo la línea de pobreza).
I
A esa pobreza estructural y crónica se suma el hecho que los índices
de violencia delincuencial reinantes (en buena medida producto de ese
estado de empobrecimiento) son alarmantes. Toda la región sufrió en
décadas atrás sangrientos conflictos armados (Guatemala con 245,000
víctimas, El Salvador con 75,000 muertes, Honduras sirviendo de base de
operaciones a la Contra nicaragüense), lo cual potencia una cultura de
violencia asumida como normal en muy buena medida, dado que los
respectivos Estados no han trabajado adecuadamente las secuelas dejadas
por las guerras. Esa explosiva combinación de pobreza y violencia,
sumada a una corrupción e impunidad históricas por parte de los
gobiernos, hacen la vida cotidiana sumamente difícil, por lo que
infinidad de habitantes de la región marcha en circunstancias
irregulares a los Estados Unidos en búsqueda de mejores condiciones de
sobrevivencia.
Independientemente que esa migración sea un verdadero calvario (de
cada tres personas que lo intentan solo una llega a destino, al “american dream”;
otra es devuelta en alguna frontera, no logrando entrar a territorio
estadounidense; y otra muere en la travesía), una vez llegados a Estados
Unidos, los trabajadores precarios –indocumentados, siempre
escondiéndose de las autoridades, denigrados por el racismo imperante–
envían remesas a sus respectivos países. En Guatemala las mismas
constituyen un 12% del PIB, en tanto que en Honduras y El Salvador
representan el 15%. Los gobiernos, aun sabiendo el martirio que
constituye el hecho de ser un “mojado”, intentan desentenderse del
problema, pues esa entrada de divisas soluciona en alguna medida la
precariedad de los presupuestos familiares locales.
La migración no se detiene, pese al empantanamiento de la economía
estadounidense que viene arrastrándose desde la severa crisis del 2008.
Tan voluminosa es, que en el 2014 se produjo una profunda crisis de
niñas, niños y jóvenes migrantes no acompañados, con más de 40,000
detenidos en su intento de ingresar al país del norte. En el 2015
continuó ahondándose la crisis, encontrándose para fines de ese año
21,469 personas detenidas en la frontera sur de Estados Unidos. Ante
todo ello, durante la presidencia de Barak Obama, como una pretendida
solución a la explosión migratoria, Washington generó la iniciativa
conocida como Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de
Centroamérica.
II
Estos tres países: Guatemala, Honduras y El Salvador, en tanto
naciones dependientes y ubicadas en una zona especialmente importante
para la geoestrategia de la potencia imperial de Estados Unidos,
constituyen parte de lo que Washington considera su natural “patio
trasero”. La frontera Sur del imperio hoy por hoy pasa por el llamado
Triángulo Norte de Centroamérica; es por ello que en esa región se está
bajo la hegemonía estadounidense en todo. Es por esa razón, entonces,
que un principal actor de la política nacional del área –quizá el
principal– sea la embajada estadounidense. “En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada yanqui”,
se ha dicho acertadamente. Tan es así, que el reciente candidato
presidencial hondureño Salvador Nasralla pudo decir sin la menor
vergüenza: (…) “Estados Unidos, que es quien decide las cosas en Centroamérica
(…)”
Estados Unidos, en tanto primordial potencia capitalista mundial, no
está en la misma condición de absoluto liderazgo como cuando terminara
la Segunda Guerra Mundial en 1945, siendo ella sola la creadora del 52%
del producto bruto global, con una moneda incuestionable y con
supremacía militar sobre el resto del planeta, único país detentador del
arma atómica en ese entonces. Pero si bien hoy día su economía no se
muestra en franco ascenso, lejos está de ser un imperio en decadencia.
Es cierto que en la arena internacional compite con otros polos,
fundamentalmente en lo económico, como es el caso de la Unión Europea o
Japón; pero más aún, con las economías ascendentes –también con enorme
influencia política y militar– de China y Rusia.
Esas pugnas hacen que en esta zona, considerada como su “propiedad
privada”, resguarde a muerte sus intereses. De ahí que la aparición
china y rusa en la región enciende sus alarmas. De hecho, la República
Popular China está presente en Nicaragua a través de la construcción del
canal interoceánico, llevado adelante por la empresa de Hong Kong HK
Nicaragua Canal Development, y la Federación Rusa se expande por medio
de sus inversiones mineras. Además, en ambos casos, de una presencia
comercial y cultural crecientes.
Pese a que la economía estadounidense no es la misma locomotora de
seis o siete décadas atrás, de todos modos la hegemonía de Washington
sigue imponiéndose en el mundo, y mucho más aún en la región
latinoamericana, en cuenta Centroamérica. Su poder militar es enorme,
concentrando la mitad de los gastos bélicos de todo el planeta. Su
economía en muy buena medida se basa en la industria de guerra: un 5% de
su PBI proviene del complejo militar-industrial, lo que hace que haya
guerras por todo el mundo (se deben renovar los inventarios,
naturalmente). Pese a cierta ralentización, sigue siendo, de todos
modos, líder en ciencia y tecnología, aunque ahora compitiendo de igual a
igual con estos nuevos actores. Las industrias de punta, tales como las
comunicaciones y todo lo que tiene que ver con las tecnologías
digitales, son controladas en muy buena medida por el imperio. Es cierto
que el dólar va dejando de ser paulatinamente la divisa internacional
por excelencia; pero aún el sistema financiero globalizado depende en
buen grado de la economía estadounidense. Y no obstante que su hegemonía
global está hoy matizada/amenazada por la presencia china y rusa,
América Latina continúa actuando como su reaseguro.
El continente al sur del Río Bravo sigue siendo su área de dominio,
por lo que pone especial interés en mantenerla bajo su hegemonía. Para
ello cuenta con más de 70 bases militares con tecnología bélica de punta
que controlan el territorio (tierra, agua, aire, ciberespacio). Es de
esta región de donde obtiene una muy buena parte de recursos para su
economía, la que es considerada como reserva estratégica para su
proyecto de hegemonía global en el presente siglo. Aquí encuentra
petróleo, agua dulce, minerales estratégicos y biodiversidad de las
selvas tropicales. Los países del Triángulo Norte centroamericano, para
su propia desgracia, tienen mucho de esos recursos.
Si bien Centroamérica no representa un gran mercado para la economía
estadounidense (apenas el 1% de su comercio exterior), tiene un valor
estratégico tanto como reserva de recursos como en lo político-militar.
Por eso no la descuida. Esto puede explicar, por ejemplo, la forma en
que buscó a toda costa cerrarle el paso al candidato presidencial Manuel
Baldizón en Guatemala en las últimas elecciones, pues éste, aun siendo
un acaudalado empresario, claramente de derecha en términos
ideológico-políticos, abría la puerta a las inversiones mineras rusas. O
explica también cómo apoyó el virtual golpe de Estado recientemente en
Honduras, ayudando a establecer un monumental fraude electoral para
cerrarle el paso a un candidato socialdemócrata opositor como Salvador
Nasralla, aupando a un neoliberal en la presidencia –Juan Orlando
Hernández–, personaje que garantiza la continuidad de políticas
pro-Washington, incluso apoyando una abierta represión para el caso.
El celo del imperio es muy grande, y su presencia sigue siendo determinante en la dinámica política de estos tres países.
III
Esta injerencia histórica de Estados Unidos en la región, haciendo de
estos pequeños países virtuales protectorados, se ha expresado también
en el asesoramiento, financiamiento y hasta conducción de las
estrategias contrainsurgentes y genocidas durante las guerras libradas
décadas atrás –presentes aún en sus efectos– en el marco de la Guerra
Fría, haciendo del área una de las zonas más calientes del planeta.
La presencia del imperialismo en ese Triángulo Norte se manifiesta
abiertamente en su política injerencista, evidenciada en la ocupación
militar que mantiene –con cuatro bases en Honduras, una de ellas en
Palmerola, con alta tecnología capaz de facilitar ataques a Cuba y
Venezuela, y con la presencia continua de asesores y misiones
militares–, en las imposiciones comerciales y de tratados (como el
CAFTA), en la sobredeterminación de las políticas económicas que
establecen organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, todos afines a la
geoestrategia de Washington. O en la imposición de iniciativas como el
reciente plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte.
Este plan, al menos teóricamente, constituye un esfuerzo del gobierno
de Estados Unidos para mejorar las condiciones internas de los países
del Triángulo Norte de Centroamérica, para evitar así el aluvión de
población migrante, lo cual le representa un problema social y político
en su propia casa.
En los papeles –veremos que en la realidad es otra
cosa– se centra básicamente en abordar los factores estructurales que
impulsan el continuado éxodo de población centroamericana, dejando de
centrarse en iniciativas de contención y seguridad, históricamente con
un carácter más punitivo que de fomento al desarrollo. En esa
perspectiva hasta podría creerse que este plan es un avance
significativo, pues podría ayudar a paliar en algo la pobreza crónica de
la región centroamericana.
Originalmente, cuando fue aprobado por el presidente Obama, el plan
preveía una asistencia de 1,000 millones de dólares para el área,
durante cinco años, a distribuirse equitativamente entre Guatemala,
Honduras y El Salvador. Pero rápidamente vinieron los cambios. El
Congreso estadounidense aprobó durante la anterior administración
demócrata apenas 750 millones de los 1,000 solicitados, reduciendo así
la cifra inicial. Esta ayuda constituiría solo el 20% de los recursos
necesarios para implementar el Plan; el resto lo deberán poner los
Estados del Triángulo Norte con fondos propios e inversiones privadas,
más préstamos que otorgarán el Banco Mundial y el Banco Interamericano
de Desarrollo. Pero ya con la presidencia del republicano que aún debe
ser aprobada por el Congreso para el presupuesto 2018.
La propuesta establece cuatro líneas estratégicas: 1) el estímulo al
sector productivo para crear oportunidades económicas que mejoren la
situación de la población; 2) el desarrollo de oportunidades de
crecimiento integral; 3) la mejora de la seguridad pública y 4) el
mejoramiento del acceso al sistema legal con el fortalecimiento de las
instituciones gubernamentales para aumentar la confianza de la gente en
el Estado.
Supuestamente la iniciativa busca la revitalización de la economía
regional, lo que traería la prosperidad al crearse un buen clima para el
desarrollo de negocios. Esa bonanza serviría para hacer que la
población, más “próspera” entonces, no salga en torrentes como migrante
en búsqueda de mejores condiciones. Para la implementación del plan se
busca la atracción de la inversión privada (en buena medida extranjera,
dado que los capitales nacionales no tendrían la suficiente capacidad
para promover el desarrollo anhelado), el lanzamiento de proyectos de
modernización de infraestructuras a gran escala, la reducción de costos
de energía y la promoción de sectores como el textil (maquilas), el
turismo, y la agroindustria. Los programas sociales ocupan un lugar
secundario.
Está claro que la prosperidad de la que se habla se concibe desde una
lógica neoliberal. Léase entonces: “teoría del derrame”. La inversión
privada generaría buenos negocios, y el crecimiento de la economía
traería, por derrame, el beneficio de las grandes mayorías populares.
¡Monumental engaño!, pues está más que demostrado que eso nunca funciona
así. O, al menos en los países periféricos, los llamados del Tercer
Mundo, donde se invierte porque la mano de obra es sumamente barata
comparada con la de los países desarrollados y donde los Estados
nacionales garantizan situaciones de abierta explotación, esa teoría del
derrame es una pura falacia. Quien se beneficiará serán los grandes
capitales nacionales y, fundamentalmente, las inversiones
estadounidenses. La actual industria extractivista (minería a gran
escala, hidroeléctricas, monocultivos extensivos para la
agroexportación) evidencian por dónde va la prosperidad: para la clase
trabajadora no hay nada de eso.
En otros términos: habrá prosperidad para los inversionistas
(nacionales y extranjeros), a costa de las grandes mayorías populares
(salarios bajos y en malas condiciones –véase lo que son las maquilas–),
con el agravante de un ataque directo al medio ambiente, pues la
mayoría de proyectos se darán en el marco del exctractivismo más
descarnado.
IV
Pero hay algo igualmente preocupante, o más preocupante aún, junto a
este expolio disfrazado de “prosperidad”. De los actuales 460 millones
de dólares asignados al Plan, 348,5 millones, es decir casi el 46% del
total de los fondos de la Alianza para la Prosperidad, están destinados a
la Iniciativa de Seguridad Regional Centroamericana (CARSI, según la
sigla en inglés).
Uno de los puntales de la iniciativa, la mejora de la seguridad
pública, pasa a ser entonces tan importante como la inversión privada
que aprovecha lo bajo de los salarios locales. En realidad, la seguridad
es el complemento de la inversión, del “buen clima de negocios” que
deben garantizar los gobiernos de la región. En otros términos: se
potencian los mecanismos represivos de los Estados nacionales,
militarizando más aún las sociedades, preparando las condiciones de
represión en caso la olla a presión social pueda estallar. Seguridad
pública aquí debe entenderse como “seguridad para los inversionistas”.
El CARSI es una derivado de la Iniciativa Mérida, instancia militar
diseñada para, idealmente, combatir el tráfico de drogas en México y el
área centroamericana. Pero solo ver el costo que ha tenido en el país
azteca esa guerra contra el narcotráfico, con un baño de sangre que dejó
más de 100,000 muertos, espanta. Esas supuestas cruzadas contra
“demonios” como los carteles de la droga, tal como fue el Plan Colombia,
luego rebautizado Plan Patriota (100,000 colombianos muertos, 10,000
millones de dólares pagados a la industria armamentista de Estados
Unidos), no traen el más mínimo beneficio a la población común. Son, en
todo caso, monumentales operativos de control social, que engrosan las
arcas del complejo militar-industrial norteamericano y, al mismo tiempo,
desbaratan cualquier intento de organización popular en los países
donde operan. El CARSI se inscribe en esa lógica, en esa historia. Es un
descendiente del Plan Colombia.
Teóricamente esta iniciativa de seguridad, que acompaña a la Alianza
para la Prosperidad, tiene cinco objetivos: 1) crear calles seguras para
los ciudadanos de la región; 2) desbaratar el movimiento de criminales y
el contrabando en y entre los países centroamericanos; 3) apoyar el
desarrollo de los gobiernos guatemalteco, hondureño y salvadoreño como
fuertes, capaces y responsables; 4) restablecer la presencia efectiva
del Estado, los servicios y la seguridad en las comunidades en situación
de peligro y 5) fomentar mayores niveles de coordinación y cooperación
entre los países de la región, otros socios internacionales y los
donantes, a fin de combatir las amenazas a la seguridad regional.
Ni siquiera se puede decir que cabe aquí aquello del “beneficio de la
duda”. Inversiones privadas, muy prósperas para los inversionistas, y
represión garantizada ante la propuesta popular. De eso se trata, y
ninguna otra cosa. La prosperidad parece que deberá seguir esperando
para las grandes mayorías de a pie. Y la migración irregular –supuesta
razón de la Alianza para la Prosperidad– no parece que vaya a terminar
con todo este montaje.
https://www.hispantv.com/noticias/opinion/366622/alianza-prosperidad-centroamerica-trinagulo-norte
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