Eso
es parte del modelo de negocio. Es lo mismo que la contratación de
temporales en la industria o lo que los de Wall Mart llaman “asociados”,
empleados sin derechos sociales ni cobertura sanitaria o de desempleo, a
fin de reducir costes laborales e incrementar el servilismo laboral.
Cuando las universidades se convierten en empresas, como ha venido
ocurriendo harto sistemáticamente durante la última generación como
parte de un asalto neoliberal general a la población, su modelo de
negocio entraña que lo que importa es la línea de base. Los propietarios
efectivos son los fiduciarios (o la legislatura, en el caso de las
universidades públicas de los estados federados), y lo que quieren
mantener los costos bajos y asegurarse de que el personal laboral es
dócil y obediente. Y en substancia, la formas de hacer eso son los
temporales.
Así como la contratación de trabajadores temporales se ha disparado en el período neoliberal, en la universidad estamos asistiendo al mismo fenómeno. La idea es dividir a la sociedad en dos grupos. A uno de los grupos se le llama a veces “plutonomía” (un palabro usado por Citibank cuando hacía publicidad entre sus inversores sobre la mejor forma de invertir fondos), el sector en la cúspide de una riqueza global pero concentrada sobre todo en sitios como los EEUU. El otro grupo, el resto de la población, es un “precariado”, gentes que viven una existencia precaria.
Así como la contratación de trabajadores temporales se ha disparado en el período neoliberal, en la universidad estamos asistiendo al mismo fenómeno. La idea es dividir a la sociedad en dos grupos. A uno de los grupos se le llama a veces “plutonomía” (un palabro usado por Citibank cuando hacía publicidad entre sus inversores sobre la mejor forma de invertir fondos), el sector en la cúspide de una riqueza global pero concentrada sobre todo en sitios como los EEUU. El otro grupo, el resto de la población, es un “precariado”, gentes que viven una existencia precaria.
Esa idea asoma de vez en cuando de forma abierta. Así, por ejemplo, cuando Alan Greenspan testificó ante el Congreso en
1997 sobre las maravillas de la economía que estaba dirigiendo, dijo
redondamente que una de las bases de su éxito económico era que estaba
imponiendo lo que él mismo llamó “una mayor inseguridad en los
trabajadores”. Si los trabajadores están más inseguros, eso es muy
“sano” para la sociedad, porque si los trabajadores están inseguros, no
exigirán aumentos salariales, no irán a la huelga, no reclamarán
derechos sociales: servirán a sus amos tan donosa como pasivamente. Y
eso es óptimo para la salud económica de las grandes empresas. En su
día, a todo el mundo le pareció muy razonable el comentario de
Greenspan, a juzgar por la falta de reacciones y los aplausos
registrados. Bueno, pues transfieran eso a las universidades: ¿cómo
conseguir una mayor “inseguridad” de los trabajadores? Esencialmente, no
garantizándoles el empleo, manteniendo a la gente pendiente de un hilo
que puede cortarse en cualquier momento, de manera que mejor que estén
con la boca cerrada, acepten salarios ínfimos y hagan su trabajo; y si
por ventura se les permite servir bajo tan miserables condiciones
durante un año más, que se den con un canto en los dientes y no pidan
más. Esa es la manera como se consiguen sociedades eficientes y sanas
desde el punto de vista de las empresas. Y en la medida en que las
universidades avanzan por la vía de un modelo de negocio empresarial, la
precariedad es exactamente lo que se impone. Y más que veremos en lo
venidero.
Ese
es un aspecto, pero otros aspectos que resultan también harto
familiares en la industria privada: señaladamente, el aumento de
estratos administrativos y burocráticos. Si tienes que controlar la
gente, tienes que disponer de una fuerza administrativa que lo haga.
Así, en la industria norteamericana más que en cualquier otra parte, se
acumula estrato ad administrativo tras estrato administrativo: una
suerte de despilfarro económico, pero útil para el control y la
dominación. Y lo mismo vale para las universidades. En los pasados 30 0
40 años se ha registrado un aumento drástico en la proporción del
personal administrativo en relación el profesorado y los estudiantes de
las facultades: profesorado y estudiantes han mantenido la proporción
entre ellos, pero la proporción de administrativos se ha disparado. Un
conocido sociólogo, Benjamin Ginsberg, ha escrito un muy buen libro
titulado The Fall of the Faculty: The Rise of the All-Administrative University and Why It Matters (Oxford
University Press, 2011), en el que se describe con detalle el estilo
empresarial de administración y niveles burocráticos multiplicados. Ni
que decir tiene, con administradores profesionales más que bien pagados:
los decanos, por ejemplo, que antes solían miembros de la facultad que
dejaban la labor docente para servir como gestores con la idea de
reintegrarse a la facultad al cabo de unos años. Ahora son todos
profesionales, que tienen que contratar a vicedecanos, secretarios,
etc., etc., toda la proliferación de estructura que va con los
administradores. Todo eso es otro aspecto del modelo empresarial.
Pero servirse de trabajo barato –y vulnerable—
es una práctica de negocio que se remonta a los inicios mismos de la
empresa privada, y los sindicatos nacieron respondiendo a eso. En las
universidades, trabajo barato, vulnerable, significa ayudantes y
estudiantes graduados. Los estudiantes graduados son todavía más
vulnerables, huelga decirlo, La idea es transferir la instrucción a
trabajadores precarios, lo que mejora la disciplina y el control, pero
también permite la transferencia de fondos a otros fines muy distintos
de la educación. Los costos, claro está, los pagan los estudiantes y las
gentes que se ven arrastradas a esos puestos de trabajo vulnerables.
Pero es un rasgo típico de una sociedad dirigida por la mentalidad
empresarial transferir los costos a la gente. Los economistas cooperan
tácitamente en eso. Así, por ejemplo, imaginen que descubren un error en
su cuenta corriente y llaman al banco para tratar de enmendarlo. Bueno,
ya saben ustedes lo que pasa. Usted les llama por teléfono, y le sale
un contestador automático con un mensaje grabado que le dice: “Le
queremos mucho, y ahí tiene un menú”. Tal vez le menú ofrecido contiene
lo que usted busca, tal vez no. Si acierta a elegir la opción ofrecida
correcta, lo que escucha a continuación es una musiquita, y de rato en
rato una voz que le dice: “Por favor, no se retire, estamos encantados
de servirle”, y así por el estilo. Al final, transcurrido un buen
tiempo, una voz humana a la que poder plantearle una breve cuestión. A
eso los economistas le llaman “eficiencia”. Con medidas económicas, ese
sistema reduce los costos laborales del banco; huelga decir que le carga
los costos a usted, y esos costos han de multiplicarse por el número de
usuarios, que puede ser enorme: pero eso no cuenta como coste en el
cálculo económico. Y si miran ustedes cómo funciona la sociedad,
encuentran eso por doquiera. Del mismo modo, la universidad impone
costos a los estudiantes y a un personal docente que, además e tenerlo
apartado de la carrera académica, se le mantiene en una condición que
garantiza un porvenir sin seguridad. Todo eso resulta perfectamente
natural en los modelos de negocio empresariales. Es nefasto para la
educación, pero su objetivo no es la educación.
En
efecto, si echamos una mirada más retrospectiva, la cosa se revela más
profunda todavía. Cuando todo esto empezó, a comienzos de los 70,
suscitaba mucha preocupación en todo el espectro político establecido el
activismo de los 60, comúnmente conocidos como “la época de los líos”.
Fue una “época de líos” porque el país se estaba civilizando [con las
luchas por los derechos civiles], y eso siempre es peligroso. La gente
se estaba politizando y se comprometía con la conquista de derechos para
los grupos llamados “de intereses especiales”: las mujeres, los
trabajadores, los campesinos, los jóvenes, los viejos, etc. Eso llevó a
una grave reacción, conducida de forma prácticamente abierta. En el lado
de la izquierda liberal del establishment, tenemos un libro llamado The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission,
compilado por Michel Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki (New
York University Press, 1975) y patrocinado por la Comisión Trilateral
una organización de liberales internacionalistas. Casi toda la
administración Carter se reclutó entre sus filas. Estaban preocupados
por lo que ellos llamaban la “crisis de la democracia” y que no dimanaba
de otra cosa del exceso de democracia. En los 60 la población –los
“intereses especiales” mencionados— presionaba para conquistar derechos
dentro de la arena política, lo que se traducía en demasiada presión
sobre el Estado: no podía ser. Había un interés especial que dejaban de
lado, y es a saber: el del sector granempresarial; porque sus intereses
coinciden con el “interés nacional”. Se supone que el sector
graempresarial controla al Estado, de modo que no hay ni que hablar de
sus intereses. Pero los “intereses especiales” causaban problemas, y
estos caballeros llegaron a la conclusión de que “tenemos que tener más
moderación en la democracia”: el público tenía que volver a ser pasivo y
regresar a la apatía. De particular preocupación les resultaban las
escuelas y las universidades, que, decían, no cumplían bien su tarea de
“adoctrinar a los jóvenes” convenientemente: el activismo estudiantil
–el movimiento de derechos civiles, el movimiento antibelicista, el
movimiento feminista, los movimientos ambientalistas— probaba que los
jóvenes no estaban correctamente adoctrinados.
Bien,
¿cómo adoctrinar a los jóvenes? Hay más de una forma. Una forma es
cargarlos con deudas desesperadamente pesadas para sufragar sus
estudios. La deuda es una trampa, especialmente la deuda estudiantil,
que es enorme, mucho más grande que el volumen de deuda acumulada en las
tarjetas de crédito. Es una trampa para el resto de su vida porque las
leyes están diseñadas para que no puedan salir de ella. Si, digamos, una
empresa incurre en demasiada deuda, puede declararse en quiebra. Pero
si los estudiantes suspenden pagos, nunca podrán conseguir una tarjeta
de la seguridad social. Es una técnica de disciplinamiento. No digo yo
que eso se hiciera así con tal propósito, pero desde luego tiene ese
efecto. Y resulta harto difícil de defender en términos económicos.
Miren ustedes un poco lo que pasa por el mundo: la educación superior es
en casi todas partes gratuita. En los países con los mejores niveles
educativos, Finlandia (que anda en cabeza), pongamos por caso, la
educación superior es pública y gratuita. Y en un país rico y exitoso
como Alemania es pública y gratuita. En México, un país pobre que, sin
embargo, tiene niveles de educación muy decentes si atendemos a las
dificultades económicas a las que se enfrenta, es pública y gratuita.
Pero miren lo que pasa en los EEUU: si nos remontamos a los 40 y los 50,
la educación superior se acercaba mucho a la gratuidad. La Ley GI
ofreció educación superior gratuita a una gran cantidad de gente que
jamás habría podido acceder a la universidad. Fue muy bueno para ellos y
fue muy bueno para la economía y para la sociedad; fue parte de las
causas que explican la elevada tasa de crecimiento económico. Incluso en
las entidades privadas, la educación llegó a ser prácticamente
gratuita. Yo, por ejemplo: entré en la facultad en 1945, en una
universidad de la Ivy League, la Universidad de Pensilvania, y la
matrícula costaba 100 dólares. Eso serían unos 800 dólares de hoy. Y era
muy fácil acceder a una beca, de modo que podías vivir en casa,
trabajar e ir a la facultad, sin que te costara nada. Lo que ahora
ocurre es ultrajante. Tengo nietos en la universidad que tienen que
pagar la matrícula y trabajar, y es casi imposible. Para los
estudiantes, eso es una técnica disciplinaria.
Y
otra técnica de adoctrinamiento es cortar el contacto de los
estudiantes con el personal docente: clases grandes, profesores
temporales que, sobrecargados de tareas, apenas pueden vivir con un
salario de ayudantes. Y puesto que no tienes seguridad en el puesto de
trabajo, no puedes construir una carrera, no puedes irte a otro sitio y
conseguir más. Todas esas son técnicas de disciplinamiento, de
adoctrinamiento y de control. Y es muy similar a lo que uno espera que
ocurra en una fábrica, en la que los trabajadores fabriles han de ser
disciplinados, han de ser obedientes; y se supone que no deben
desempeñar ningún papel en, digamos, la organización de la producción o
en la determinación del funcionamiento de la planta de trabajo: eso es
cosa de los ejecutivos. Esto se transfiere ahora a las universidades. Y
yo creo que nadie que tenga algo de experiencia en la empresa privada y
en la industria debería sorprenderse; así trabajan.
Sobre cómo debería ser la educación superior
Para
empezar, deberíamos desechar toda idea de que alguna vez hubo una “edad
de oro”. Las cosas eran distintas, y en ciertos sentidos, mejores en el
pasado, pero distaban mucho de ser perfectas. Las universidades
tradicionales eran, por ejemplo, extremadamente jerárquicas, con muy
poca participación democrática en la toma de decisiones. Una parte del
activismo de los 60 consistió en el intento de democratizar las
universidades, de incorporar, digamos, a representantes estudiantiles a
las juntas de facultad, de animar al personal no docente a participar.
Esos esfuerzos se hicieron por iniciativa de los estudiantes, y no
dejaron de tener cierto éxito. La mayoría de universidades disfrutan
ahora de algún grado de participación estudiantil en las decisiones de
las facultades. Y yo creo que ese es el tipo de cosas que deberíamos
ahora seguir promoviendo: una institución democrática en la que la gente
que está en la institución, cualquiera que sea (profesores ordinarios,
estudiantes, personal no docente) participan en la determinación de la
naturaleza de la institución y de su funcionamiento; y lo mismo vale
para las fábricas.
No
son estas ideas de izquierda radical, por cierto. Proceden directamente
del liberalismo clásico. Si leéis, por ejemplo, a John Stuart Mill, una
figura capital de la tradición liberal clásica, verán que daba por
descontado que los puestos de trabajo tenían que ser gestionados y
controlados por la gente que trabajaba en ellos: eso es libertad y
democracia (véase, por ejemplo, John Stuart Mill, Principles of Political Economy, book 4, ch. 7).
Vemos las mismas ideas en los EEUU. En los Caballeros del Trabajo,
pongamos por caso: uno de los objetivos declaradis de esta organización
era “instituir organizaciones cooperativas que tiendan a superar el
sistema salarial introduciendo un sistema industrial cooperativo” (véase
la “Founding Ceremony” para
las nuevas asociaciones locales). O piénsese en alguien como John
Dewey, un filósofo social de la corriente principal del siglo XX, quien
no sólo abogó por una educación encaminada a la independencia creativa,
sino también por el control obrero en la industria, lo que él llamaba
“democracia industrial”. Decía que hasta tanto las instituciones
cruciales de la sociedad –producción, comercio, transporte, medios de
comunicación— no estén bajo control democrático, la “política [será] la
sombra proyectada en el conjunto de la sociedad por la gran empresa”
(John Dewey, “The Need for a New Party” [1931]).
Esta idea es casi elemental, y echa raíces profundas en la historia
norteamericana y en el liberalismo clásico; debería constituir una
suerte de segunda naturaleza de la gente, y debería valer igualmente
para las universidades. Hay ciertas decisiones en una universidad donde
no puedes querer transparencia democrática porque tienes que preservar
la privacidad estudiantil, pongamos por caso, y hay varios tipos de
asuntos sensibles, pero en el grueso de la actividad universitaria
normal no hay razón para no considerar la participación directa como
algo, no ya legítimo, sino útil. En mi departamento, por ejemplo, hemos
tenido durante 40 años representantes estudiantiles que proporcionaban
una valiosa ayuda con su participación en las reuniones de departamento.
Sobre la “gobernanza compartida” y el control obrero
La
universidad es probablemente la institución social que más se acerca en
nuestra sociedad al control obrero democrático. Dentro de un
departamento, por ejemplo, es bastante normal que al menos para los
profesores ordinarios tenga capacidad para determinar una parte
substancial de las tareas que conforman su trabajo: qué van a enseñar,
cuando van a dar las clases, cuál será el programa. Y el grueso de las
decisiones sobre el trabajo efectuado en la facultad caen en buena
medida bajo el control del profesorado ordinario. Ahora, ni que decir
tiene, hay un nivel administrativo superior al que no puedes ni eludir
ni controlar. La facultad puede recomendar a alguien para ser profesor
titular, pongamos por caso, y estrellarse contra el criterio de los
decanos o del rector, o incluso de los patronos o de los legisladores.
No es que ocurra muy a menudo, pero puede ocurrir y ocurre. Y eso es
parte de la estructura de fondo que, aun cuando siempre ha existido, era
un problema menor en los tiempos en que la administración salía elegida
por la facultad y era en principio revocable por la facultad. En un
sistema representativo, necesitas tener a alguien haciendo labores
administrativas, pero tiene que poder ser revocable, sometido como está a
la autoridad de las gentes a las que administra. Eso es cada vez menos
verdad. Hay más y más administradores profesionales, estrato sobre
estrato, con más y más posiciones cada vez más remotas del control de
las facultades. Me referí antes a The Fall of the Faculty de
Benjamin Ginsberg, un libro que entra en un montón de detalles sobre el
funcionamiento de varias universidades a las que sometió a puntilloso
escrutinio: Johns Hopkins, Cornell y muchas otras.
El
profesorado universitario ha venido siendo más y más reducido a la
categoría de trabajadores temporales a los que se asegura una precaria
existencia sin acceso a la carrera académica. Tengo conocidos que son,
en efecto, lectores permanente; no han logrado el estatus de profesores
ordinarios; tienen que concursar cada año para poder ser contratados
otra vez. No deberían ocurrir estas cosas, no deberíamos permitirlo. Y
en el caso de los ayudantes, la cosa se ha institucionalizado: no se les
permite ser miembros del aparato de toma de decisiones y se les excluye
de la seguridad en el puesto de trabajo, lo que no sirve sino para
amplificar el problema. Yo creo que el personal no docente debería ser
integrado también en la toma de decisiones, porque también forman parte
de la universidad. Así que hay un montón que hacer, pero creo que se
puede entender fácilmente por qué se desarrollan esas tendencias. Son
parte de la imposición del modelo de negocios en todos y cada uno de los
aspectos de la vida. Esa es la ideología neoliberal bajo la que el
grueso del mundo ha estado viviendo en los últimos 40 años. Es muy
dañina para la gente, y ha habido resistencias a ella. Y es digno de
mención el que al menos dos partes del mundo han logrado en cierta
medida escapar de ella: el Este asiático, que nunca la aceptó realmente,
y la América del Sur de los últimos 15 años.
Sobre la pretendida necesidad de “flexibilidad”
“Flexibilidad”
es una palabra muy familiar para los trabajadores industriales. Parte
de la llamada “reforma laboral” consiste en hacer más “flexible” el
trabajo, en facilitar la contratación y el despido de la gente. También
esto es un modo de asegurar la maximización del beneficio y el control.
Se supone que la “flexibilidad” es una buena cosa, igual que la “mayor
inseguridad de los trabajadores”. Dejando ahora de lado la industria,
para la que vale lo mismo, en las universidades eso carece de toda
justificación. Pongamos un caso en el que se registra submatriculación
en algún sitio. No es un gran problema. Una de mis hijas enseña en una
universidad; la otra noche me llamó y me contó que su carga lectiva
cambiaba porque uno de los cursos ofrecidos había registrado menos
matrículas de las previstas. De acuerdo, el mundo no se acabará, se
limitaron a reestructurar el plan docente: enseñas otro curso, o una
sección extra, o algo por el estilo. No hay que echar a la gente o hacer
inseguro su puesto de trabajo a causa de la variación del número de
matriculados en los cursos. Hay mil formas de ajustarse a esa variación.
La idea de que el trabajo debe someterse a las condiciones de la
“flexibilidad” no es sino otra técnica corriente de control y
dominación. ¿Por qué no hablan de despedir a los administradores si no
hay nada para ellos este semestre? O a los patronos: ¿para qué sirven?
La situación es la misma para los altos ejecutivos de la industria; si
el trabajo tiene que ser flexible, ¿por qué no la gestión ejecutiva? El
grueso de los altos ejecutivos son harto inútiles y aun dañinos, así que
¡librémonos de ellos! Y así indefinidamente. Sólo para comentar
noticias de estos últimos días, pongamos el caso de Jamie Dimon, el
presidente del consejo de administración del banco JP Morgan Chase:
acaba de recibir un substancial incremento en sus emolumentos,
casi el doble de su paga habitual, en agradecimiento por haber salvado
al banco de las acusaciones penales que habrían mandado a la cárcel a
sus altos ejecutivos: todo quedó en multas por un monto de 20 mil
millones de dólares por actividades delictivas probadas. Bien, podemos
imaginar que librar de alguien así podría ser útil para la economía.
Pero no se habla de eso cuando se habla de ”reforma laboral”. Se habla
de gente trabajadora que tiene que sufrir, y tiene que sufrir por
inseguridad, por no saber de donde sacarán el pan mañana: así se les
disciplina y se les hace obedientes para que no cuestionen nada ni
exijan sus derechos. Esa es la forma de operar de los sistemas
tiránicos. Y el mundo de los negocios es un sistema tiránico. Cuando se
impone a las universidades, te das cuenta de que refleja las mismas
ideas. No debería ser un secreto.
Sobre el propósito de la educación
Se
trata de debates que se retrotraen a la Ilustración, cuando se
plantearon realmente las cuestiones de la educación superior y de la
educación de masas, no sólo la educación para el clero y la
aristocracia. Y hubo básicamente dos modelos en discusión en los siglos
XVIII y XIX. Se discutieron con energía harto evocativa. Una imagen de
la educación era la de un vaso que se llena, digamos, de agua. Es lo que
ahora llamamos “enseñar para el examen”: viertes agua en el vaso y
luego el vaso devuelve el agua. Pero es un vaso bastante agujereado,
como todos hemos tenido ocasión de experimentar en la escuela: memorizas
algo en lo que no tienes mucho interés para poder pasar un examen, y al
cabo de una semana has olvidado de qué iba el curso. El modelo de vaso
ahora se llama “ningún niño a la zaga”, “enseñar para el examen”,
“carrera a la cumbre”, y cosas por el estilo en las distintas
universidades. Los pensadores de la Ilustración se opusieron a ese
modelo.
El
otro modelo se describía como lanzar una cuerda por la que el
estudiante pueda ir progresando a su manera y por propia iniciativa, tal
vez sacudiendo la cuerda, tal vez decidiendo ir a otro sitio, tal vez
planteando cuestiones. Lanzar la cuerda significa imponer cierto tipo de
estructura. Así, un programa educativo, cualquiera que sea, un curso de
física o de algo, no funciona como funciona cualquier otra cosa; tiene
cierta estructura. Pero su objetivo consiste en que el estudiante
adquiera la capacidad para inquirir, para crear, para innovar, para
desafiar: eso es la educación. Un físico mundialmente célebre cuando, en
sus cursos para primero de carrera, se le preguntaba “¿qué parte del
programa cubriremos este semestre?”, contestaba: “no importa lo que
cubramos, lo que importa es lo que descubráis vosotros”.
Tenéis que ganar la capacidad y la autoconfianza en esta asignatura
para desafiar y crear e innovar, y así aprenderéis; así haréis vuestro
el material y seguir adelante. No es cosa de acumular una serie fijada
de hechos que luego podáis soltar por escrito en un examen para
olvidarlos al día siguiente.
Son
dos modelos radicalmente distintos de educación. El ideal de la
Ilustración era el segundo, y yo creo que el ideal al que deberíamos
aspirar. En eso consiste la educación de verdad, desde el jardín de
infancia hasta la universidad. Lo cierto es que hay programas de ese
tipo para los jardines de infancia, y bastante buenos.
Sobre el amor a la docencia
Queremos,
desde luego, gente, profesores y estudiantes, comprometidos en
actividades que resulten satisfactorias, disfrutables, actividades que
sean desafíos, que resulten apasionantes. Yo no creo que eso sea tan
difícil. Hasta los niños pequeños son creativos, inquisitivos, quieren
saber cosas, quieren entenderlas, y a no ser que te saquen eso a la
fuerza de la cabeza, el anhelo perdura de por vida. Si tienes
oportunidades para desarrollar esos compromisos y preocuparte por esas
cosas, son las más satisfactorias de la vida. Y eso vale lo mismo para
el investigador en física que para el carpintero; toenes que intentar
crear algo valioso, lidiar con problemas difíciles y resolverlos. Yo
creo que que eso es lo que hace del trabajo el tipo de actividad que
quieres hacer; y la haces aun cuando no estés obligado a hacerla. En una
universidad que funcione razonablemente, encontrarás gente que trabaja
todo el tiempo porque les gusta lo que hacen; es lo que quieren hacer;
se les ha dado la oportunidad, tienen los recursos, se les ha animado a
ser libres e independientes y creativos: ¿qué mejor que eso? Y eso
también puede hacerse en cualquier nivel.
Vale
la pena reflexionar un poco sobre algunos de los programas educativos
imaginativos y creativos que se desarrollan en los distintos niveles.
Así, por ejemplo, el otro día alguien me contaba de un programa que usa
en las facultades, un programa de ciencia en el que se plantea a los
estudiantes una interesante cuestión: “¿Cómo puede ser que un mosquito
vuela bajo la lluvia?” Difícil cuestión, cuando se piensa un poco en
ella. Si algo impactara en un ser humano con la fuerza de una gota de
agua que alcanza a un mosquito, lo abatiría inmediatamente. ¿Cómo puede,
pues, el mosquito evitar el aplastamiento inmediato? ¿Cómo puede seguir
volando? Si quieres seguir dándole vueltas a este asunto –dificilísimo
asunto—, tienes que hacer incursiones en las matemáticas, en la física y
en la biología y plantearte cuestiones lo suficientemente difíciles
como para verlas como un desafío que despierta la necesidad de
responderlas.
Eso
es lo que debería ser la educación en todos los niveles, desde el
jardín de infancia. Hay programas para jardines de infancia en los que
se da a cada niño, por ejemplo, una colección de pequeñas piezas:
guijarros, conchas, semillas y cosas por el estilo. Se propone entonces a
la clase la tarea de descubrir cuáles son las semillas. Empieza con lo
que llaman una “conferencia científica”: los nenes hablan entre sí y
tratan de imaginarse cuáles son semillas. Y, claro, hay algún maestro
que orienta, pero la idea es dejar que los niños vayan pensando. Luego
de un rato, intentan varios experimentos tendentes a averiguar cuáles
son las semillas. Se le da a cada niño una lupa y, con ayuda del
maestro, rompe una semilla y mira dentro y encuentra el embrión que hace
crecer a la semilla. Esos niños aprenden realmente algo: no sólo algo
sobre las semillas y sobre lo que las hace crecer; también aprenden algo
sobre los procesos de descubrimiento. Aprenden a gozar con el
descubrimiento y la creación, y eso es lo que te permitirá comportarte
de manera independiente fuera del aula, fuera del curso.
Lo
mismo vale para toda la educación, hasta la universidad. En un
seminario universitario razonable, no esperas que los estudiantes tomen
apuntes literales y repitan todo lo que tu digas; lo que esperas es que
te digan si te equivocas, o que vengan con nuevas ideas desafiantes, que
abran caminos que no habían sido pensados antes. Eso es lo que es la
educación en todos los niveles. No consiste en instilar información en
la cabeza de alguien que luego la recitará, sino que consiste en
capacitar a la gente para que lleguen a ser personas creativas e
independientes y puedan encontrar gusto en el descubrimiento y la
creación y la creatividad a cualquier nivel o en cualesquiera dominios a
los que les lleven sus intereses.
Sobre el uso de la retórica empresarial contra el asalto empresarial a la universidad
Eso
es como plantearse la tarea de justificar ante el propietario de
esclavos que nadie debería ser esclavo. Estáis aquí en un nivel de la
indagación moral en el que resulta harto difícil encontrar respuestas.
Somos seres humanos con derechos humanos. Es bueno para el individuo, es
bueno para la sociedad y hasta es bueno para la economía en sentido
estrecho el que la gente sea creativa e independiente y libre. Todo el
mundo sale ganando de que la gente sea capaz de participar, de controlar
sus destinos, de trabajar con otros: puede que eso no maximice los
beneficios ni la dominación, pero ¿por qué tendríamos que preocuparnos
de esos valores?
Un consejo a las organizaciones sindicales de los profesores precarios
Ya
sabéis mejor que yo lo que hay que hacer, el tipo de problemas a los
que os enfrentáis. Seguid adelante y haced lo que tengáis que hacer. No
os dejéis intimidar, no os amedrentéis, y reconoced que el futuro puede
estar en nuestras manos si queremos que lo esté.
Lo
que sigue es la traducción castellana de una transcripción editada en
inglés de un conjunto de observaciones realizadas por Noam Chomsky vía
Skype el pasado 4 de febrero para una reunión de afiliados y
simpatizantes del sindicato universitario asociado a la Unión de
Trabajadores del Acero (Adjunct Faculty Association of the United Steelworkers) en Pittsburgh, PA. Las manifestaciones del profesor Chomsky se produjeron en respuesta a preguntas de Robin
Clarke, Adam Davis, David Hoinski, Maria Somma, Robin J. Sowards,
Matthew Ussia y Joshua Zelesnick. La transcripción escrita de las
respuestas orales la realizó Robin J. Sowards y la edición y redacción corrió a cargo del propio Noam Chomsky.
Traducción de www.sinpermiso.info – Miguel de Puñoenrostro. Visto en counterpunch.org
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