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| Hace dos años el economista Joseph
Stiglitz publicaba el libro “El precio de la desigualdad. El 1% de la población
tiene lo que el 99% necesita”. Lo que demuestra Stiglitz es que: “los mercados
por sí solos no son ni eficientes ni estables y tienden a acumular la riqueza en
manos de unos pocos más que a promover la competencia. Las políticas de
gobiernos e instituciones son propensas a acentuar estas tendencias, influyendo
sobre los mercados en modos que dan ventaja a los más ricos frente al
resto”.
Hoy otro economista, Thomas Piketty,
retoma el tema de la desigualdad en su obra “El capitalismo del siglo XXI”.
Denuncia el renacimiento de un “capitalismo patrimonial”. La concentración
acelerada de la riqueza en manos de unos pocos, una oligarquía que amenaza la
movilidad social y la meritocracia que están en la base de la democracia.
Reaparece en el siglo XXI un mundo en el cual el nacimiento es más importante
que el talento y la capacidad de trabajo.
Y, al contrario del pasado, las
diferencias en el modo de vida no se disimulan, son bien visibles. La exigencia
de trasparencia, la omnipresencia de los medias, especialmente de los sociales,
y la búsqueda frenética de modelo entre los “ricos y famosos” contribuye a que
la desigualdad se multiplique. Es decir que se verifica que la economía de
mercado y la justicia social no tienen nada que
ver.
En
Estados Unidos los directores ejecutivos de las principales corporaciones del
país ganaron 331 veces más dinero que un trabajador medio. Los ejecutivos de 350
empresas ganaron una media de 11,7 millones de dólares mientras que un
trabajador medio recibía $35,293. La fortuna de los millonarios según el ranking
de la revista Forbes creció diez veces más rápido entre 1987 y 2013 que el
crecimiento económico mundial. Las desigualdades se convierten en el motor del
crecimiento: sin la recompensa del enriquecimiento no se toma ningún riesgo, no
hay innovación, ni ningún incentivo al esfuerzo.
El punto de partida del capitalismo
puro y duro, después de la recuperación económica al final de la guerra mundial,
no es la globalización, ni la tecnología, ni la toma del poder del sistema
político por la élite económica, sino cuando las ganancias de los acreedores
superan la de los deudores. La lucha contra el aumento de los precios, la
presión por los bajos salarios y la no participación de los trabajadores en las
ganancias se traduce en un aumento de la rentabilidad de las empresas y del
valor del capital. Al mismo tiempo disminuye el crecimiento económico, los
impuestos sobre las fortunas desaparecen, se multiplican los paraísos fiscales y
el proyecto de la social-democracia es abandonado casi por completo. Se crea una
“superclase mundial”.
La tesis de Piketty es que la
desigualdad financiera está creciendo y a un ritmo muy peligroso. El verdadero
peligro es que si no detenemos la pobreza aumentará en la misma proporción y que
el siglo XXI será de mayor desigualdad y por tanto con mayor confrontación que
en épocas anteriores. La tendencia del capitalismo es la de concentrar cada más
la riqueza en menos personas.
Ante esta situación lo que defiende es
un impuesto progresivo, un impuesto global basado en la tasación de la propiedad
privada. Es la única solución civilizada. Un impuesto progresivo sobre la
riqueza. Se hace necesario tomar medidas radicales de redistribución, una
especie de “impuesto mundial sobre al capital” para revertir las actuales
tendencias.
Sin ser economistas ni estar en los
círculos académicos asumimos el pensamiento de Piketty pues desenmascara el
fundamentalismo de los capitalistas que piensan que solo el capital salvará al
mundo y que la dinámica de la concentración de la riqueza es destructiva en sí
misma. |
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