Cynara Menezes
ALAI AMLATINA, 30/08/2016.- Con
un discurso coherente y una postura nuevamente orgullosa, serena y
digna ante los verdugos, la presidente Dilma Rousseff asegura un lugar
en el panteón de las víctimas de la injusticia histórica. Si este golpe
se concreta, y parece que lo hará, Dilma va a estar al lado de João
Goulart, Salvador Allende, Juana de Arco, Sacco y Vanzetti y tantos
otros grandes hombres y mujeres inmolados por las fuerzas reaccionarias
"en nombre del pueblo". Al igual que ellos, la palabra "honor" se adapta
como un guante a la biografía de Dilma. En el lado opuesto, en el de
los cobardes y traidores, estarán los que la condenaron, y esto incluye a
los lamentables medio de comunicación que dominan nuestro país.
"La
historia se repite, la primera vez como tragedia y la segunda como
farsa": la frase de Marx se hace eco en nuestras cabezas como una mala
broma. Es imposible no comparar la presencia de Dilma en el plenario del
Senado, cercada de las aves de rapiña de traje y corbata, con la famosa
foto de la joven Dilma rodeada de los cuervos de verde oliva y los
quepes del tribunal militar de la dictadura. Pero, por extraño que
parezca, el ejército logró tener un mínimo de vergüenza en la cara y
optó por ocultar los rostros del registro de la historia. Los golpistas
de hoy ni ese pudor tienen y caminan con el rostro descubierto y todavía
cazan, como moscas, a los reporteros de la televisión para que los
exhiban frente a las cámaras.
La
propia Dilma se encargó de recordar la semejanza trágica entre los dos
episodios. "No cometí ningún delito de responsabilidad. Los cargos
contra mí son injustos y poco razonables. Cesar definitivamente mi
mandato es como someterme a una pena de muerte política. Este es el
segundo juicio al que estoy sometida en el que la democracia tiene un
asiento, conmigo, en el banquillo de los acusados", expresó.
"La
primera vez, fui condenada por un tribunal especial. De aquella época,
además de las marcas dolorosas de la tortura, quedó el registro, en una
imagen, de mi presencia ante mis verdugos, en un momento en que los
miraba de frente, ya que ocultaban sus rostros, por temor a ser
reconocidos y juzgados por la historia. Hoy, cuatro décadas después, no
hay detención ilegal, no hay tortura, mis jueces llegaron aquí con el
mismo voto popular que me llevó a la Presidencia. Tengo para todos el
mayor respeto, pero mantengo la cabeza erguida, mirando a los ojos de
mis jueces".
La
conciencia de Dilma brillaba en su voz, ahogada a veces, y en su
mirada. ¿Quién allí, entre los que la juzgaban en aquella sala podría
decir que también está con la conciencia tranquila? ¿Quién de los que
dieron el veredicto anticipado de "culpable" a la presidenta, podría
decir que duerme el sueño de los justos? ¿Quién entre los participantes
de ese escenario tiene de hecho estatura moral para condenarla? ¿Y quién
lejos de la Cámara del Senado, en la tranquilidad de sus hogares, puede
afirmar con el corazón abierto que se está derrocando una presidenta
honesta por el bien de nuestro país? La mentira es incompatible con el
amor a la patria, a pesar de las camisetas verde amarillo de la
selección con las que estas personas salieron a las calles para pedir la
cabeza de una mujer inocente.
Yo
y muchos brasileños, votantes o no de Dilma, vamos a seguir defendiendo
su mandato hasta el final. No porque encontramos en su gobierno el
mejor de los mundos; no porque estemos de acuerdo con todo lo que Dilma
hizo en su cargo; sino por una cuestión de principios, porque esto es lo
que hay que hacer. Personas verdaderamente honestas tienen principios y
nunca renuncian a ellos. Sólo los corruptos renuncian a sus principios.
Vuelvo
a Dilma: "A los casi setenta años de edad, no será ahora, después de
ser madre y abuela, que vaya a abdicar de los principios que siempre me
han guiado. Ejerciendo la presidencia he honrado el compromiso con mi
país, con la democracia, con el estado de derecho. He sido inflexible en
la defensa de la honestidad en la gestión de la cosa pública. Por lo
tanto, antes de que las acusaciones contra mi sean expuestas en este
proceso, no puedo dejar de sentir, en la boca, nuevamente, el sabor
áspero y amargo de la injusticia y la arbitrariedad. Y por eso, como en
el pasado, resisto. No esperen de mí el obsequioso silencio de los
cobardes".
Es
un principio básico de la democracia no condenar a los ciudadanos
injustamente. Cuando esta premisa -fundamental en cualquier sociedad
considerada "civilizada"- se viola, entramos en la barbarie. Cuando esta
regla inquebrantable se rompe, todo puede estar permitido: que entren
en nuestras casas en medio de la noche, que secuestren a nuestros hijos,
padres, hermanos y hermanas, y arresten, torturen y maten a la gente
sólo por manifestarse contra el autoritarismo. Esta película ya la vimos
antes.
"No
tengo ninguna duda de que, esta vez también, todos seremos juzgados por
la historia. Dos veces vi de primera mano la cara de la muerte: Cuando
fui torturada durante días seguidos, sometida a crueldades que nos hacen
dudar de la humanidad y del propio sentido de la vida; y cuando una
enfermedad grave y extremadamente dolorosa pudo haber abreviado mi
existencia. Hoy en día sólo temo la muerte de la democracia, por la que
muchos de nosotros, presentes aquí en esta Cámara, luchamos con el mejor
de nuestros esfuerzos ", recordó Dilma.
Nunca
olvide, presidenta: la historia está de su lado. No es sobre su cabeza
que estará estampada la marca de golpista, de enemiga de la democracia, y
mucho menos de corrupta. En cuanto a los que ahora la condenan, por
desgracia, sabemos que poco les importa el juicio de la historia. No les
preocupa ni les importa el sucio papel que están desempeñando frente a
la nación e incluso frente a sus familias. Consumar este golpe les
significará a los derrotados en las urnas lo que siempre persiguen:
dinero y poder. ¿Qué representa tener una conciencia tranquila, frente a
lo que para ellos es la verdadera razón de existir?
(Traducción ALAI).
Fuente en portugués http://www.socialistamorena.com.br/
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