En Honduras hay una serie de
circunstancias tan comunes que al parecer no ha producido ninguna preocupación
a los gobernantes pasados y actuales. Se ha vuelto pura rutina la presencia de
la miseria, la violencia contra mujeres, el desempleo, la violación a los derechos
humanos, la agresión a la soberanía nacional, la inseguridad, la corrupción y
la impunidad. Además de la exclusión y la desigualdad, somos víctimas de un
sistema judicial y de seguridad que no protege a la ciudadanía y niega el
acceso a la justicia Todo ello se profundiza cuando los grupos del poder político dan la impresión de
estar ligados con el crimen organizado y logran acrecentar riquezas y poderío,
hasta el grado de hacer mucho más real la creencia de que el Estado está a su
servicio.
El control de las instituciones
estatales es un proceso que puede conocerse desde las primeras décadas del
siglo XIX y se vuelve más notorio desde 1981 al culminar la presencia visible
del poder militar como poder político. Desde entonces se han generado ciertos
cambios económicos que hicieron del país
algo más abierto a la inversión extranjera, un importante crecimiento urbano,
alguna participación ciudadana en limitados asuntos públicos y nuevas formas
culturales que hicieron posible más información en manos del pueblo. La torpeza
de los grupos que detentan el poder político provocó que los problemas sociales
no resueltos se mostraran con demencial brutalidad y su impacto ha dado paso a
más violencia y aumento de la criminalidad. Sobre todo, cuando deciden romper
su pacto social el 28 de junio de 2009.
Todo aquel letargo de la ilusa
transición democrática inaugurada con el gobierno de Roberto Suazo Córdova se transformó
en cruenta tragedia que, a pesar de Haití, en ningún país de Nuestra América la
ostentación, el asalto al tesoro nacional, la extraordinaria riqueza y la miseria
más degradante, son tan ofensivas hasta atentar contra la existencia de miles
de personas. Hasta el 2012 la pobreza afecta al 67% de la población, son casi
cinco millones de hombres y mujeres en tal situación, estos son datos oficiales
proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística. Significa que la cifra
puede ser mucho mayor. Otro dato que muestra lo insultante de la desigualdad
social es que en el país existan alrededor de 200 millonarios que concentran el
76% de la riqueza nacional. Y todo ello ha sido posible a la sombra del Estado producido
por la supuesta democracia. La simpleza de esos datos no le dice nada a los que
detentan y defienden el llamado Estado de Derecho, a esos que se escandalizan
porque el edificio de la Corte Suprema de Justicia fue ultrajado por lo que
llaman turba. Algo similar ocurre cuando los diputados oficialistas defienden
artículos pétreos o autoridades universitarias convierten “La Tabla” de los
requisitos de matrícula en un objeto inamovible, perfecto, no negociable, como
nuevo dogma. Todos esos elementos, las instituciones, el sistema jurídico, la
ley fundamental, “La Tabla”, son categorías sociales, no absolutas, por tanto,
modificables. Hasta las de Moisés sufrieron fractura.
La brutalidad del golpe de Estado
y sus secuelas, incluyendo la actual ola de indignación ciudadana contra la corrupción
y los intentos reeleccionistas de Juan Hernández, muestran que la inconsistencia
del Estado no es un fenómeno fugaz y repentino. Más bien son la expresión del
tipo de Estado edificado por los grupos de poder, como algo dispuesto para el
saqueo y sin relación alguna con la política verdadera, con la política seria,
con aquella que se propone mejorar las condiciones de vida de la mayoría y que
regula de forma justa las relaciones de la ciudadanía.
Puede decirse que la práctica de
los gobernantes ha consistido en hacer más frágil la democracia, eso ha sido su
trabajo fundamental.
El proceso de edificar la forma en que entienden la
democracia republicana alcanzó su manifestación más completa con el golpe de Estado
de 2009. Es cuando se descubre que la falsedad
es uno de sus instrumentos preferidos y que no les importa maquillar rupturas
con tal de mantener el poder ni reprimir con dureza a quienes se opongan al
orden establecido. Algunos podrán creer que
han existido intentos de
modernizar el Estado, prueba de ello son
las proclamas de los gobernante y la legislación existente sobre asuntos de
transparencia, participación, rendición de cuentas y toda una técnica para
regular la actividad de los funcionarios. Sin embargo, esa aparente apertura no
ha tenido su correlato con la realidad efectiva.
En los hechos se inmovilizó la
respuesta popular y en el ámbito estatal se legisló para ocultar información, se profundizó la corrupción
hasta abarcar distintos niveles del sistema de gobierno. Esa corrupción y la
impunidad se han convertido en eficientes instituciones que atraviesan todo el
Estado, aparecen en asuntos sencillos como tramitar documentos personales,
redactar oficios en las dependencias hasta algo gigantesco como el manejo de
licitaciones, la elaboración de protocolos notariales en bufetes seleccionados,
la obtención de contratos millonarios hasta el macabro asalto del Seguro
Social. Y nada de eso queda al azar.
La corrupción es una práctica habitual
y muy funcional, es parte de la cultura del funcionario; y llega a tales
extremos que los conflictos que afloran con agentes privados se superan con el
soborno, la extorsión, decretos de emergencia para compra de medicinas y de
cualquier insumo. Y si algo se sabe a
nivel público, el problema se resuelve con el asesinato y la propaganda en gran
escala para ocultar la pudrición. Ahora, con la presencia de nuevos actores, no
sólo extraídos de los grupos políticos tradicionales, el asunto se ha vuelto
más dinámico y violento. Los nuevos participantes del saqueo vienen del crimen
organizado que penetra todo el sistema político, incluyendo gobierno, partidos
tradicionales y empresa privada; se deja ver su marca en el sistema jurídico y
de seguridad. Tal Corrupción y la impunidad
no surgieron como algo aislado y
autónomo respecto a los grupos políticos y económicos dominantes.
Muchos de los
políticos en el poder dicen claramente que representan a su partido y no a los
votantes, que al estar en el poder se debe gobernar con los miembros de su
partido. Esto les garantiza el control de las instituciones y del presupuesto
nacional; es lo que permite que las agencias contraloras realicen su labor
según las conveniencias del grupo político en el poder; por ello se interesan en
que sus cuadros políticos más confiables estén
al frente del Tribunal de Cuentas, en el poder legislativo, la Corte
Suprema, el sistema electoral y en todo el ejecutivo, incluyendo las instituciones
descentralizadas. Esto que digo no es ninguna novedad, es la práctica corriente
de los que han gobernado.
La manifestación actual de la
crisis parece llevarnos a niveles de mayor carestía, aumento del desempleo,
inestabilidad social, más criminalidad y un incremento de la violencia institucional,
hasta el grado de profundizar su
condición de Estado degradado. Pero todos esos momentos también expresan que
eso que llamamos crisis nacional todavía no ha tocado fondo y que tal vez
aparezcan fases más peligrosas como un efectivo control de la libertad de
expresión, de organizar grupos de choque y nuevas entidades policiales para
frenar el movimiento social de la ciudadanía indignada.
La situación también se
presta para que las fuerzas democráticas y toda la oposición política se den
cuenta que las dificultades nacionales pueden ser enfrentadas; tener bien claro
que la instalación de una CICIH, aunque parezca importante, es algo muy
limitado, de corto alcance. Que con esa comisión empieza la exigencia popular
pero que se requieren propuestas de gobierno que hagan posible superar el desorden
provocado por los que han gobernado; que sí es posible ordenar finanzas, salir
del descalabro, edificar un sistema social más justo, solidario, equitativo,
respetuoso de los derechos humanos y de la naturaleza, al que se puede llegar
en un proceso que considere los nuevos liderazgos y la participación de todos
los sectores.
No se trata de pensar en el
orden de la tradición burocrática, vertical, excluyente; sino de ir edificando
una organización social que ponga en el centro del desarrollo a las personas
humanas, diversas, con sus exigencias, con sus necesidades materiales y
espirituales, que proteja el agua, el bosque, la cultura y la vida. Todo eso es
del todo inconcebible en las condiciones actuales del neoliberalismo, de la
dependencia y a la sombra de la política tradicional que nunca ha estado fundamentada
en principios éticos. Es probable que a la luz de las antorchas de la indignación
encontremos esas mentes frescas, esas caras nuevas para la política seria; ese
estilo diferente de coordinar que no se pone a la cabeza de la movilización sino
que se diluye entre todos y que conoce de forma diferente las peticiones
sociales.
Tal vez haga falta más madurez y compartir experiencias sin tropezar tanto en la práctica caudillista. Cualquier avance que se logre con estas nuevas formas de movilización social será importante; cualquier desarrollo en la conciencia tendrá que ser visto como un logro en la actividad social; en especial, aprender de todos con todos, en esta Honduras con ritmos de desarrollo tal vez lentos, no los esperados ni bien comprendidos.
Se trata, entonces, de instalar
la política seria, la que privilegie la reproducción material
de la vida humana, con medidas referentes a empleos dignos, al alimento, al
agua, la vivienda, servicios de salud y educación gratuitos; que preserve la
naturaleza; que considere la solución efectiva de otras exigencias sociales muy
complejas como la deuda mala, la distribución de la tierra, los problemas de la
soberanía, la violencia contra las mujeres y todas las formas de discriminación
y exclusión social.
Lo contrario a esto es otra forma de discurso político
vacío y otra simulación que se agregaría a las injusticias de siempre.
25 de julio de 2015.
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