Con
alguna frecuencia solemos hablar de reconciliación con demasiada
facilidad, como si ante lo mal que andamos en la sociedad la
reconciliación fuese algo así como un sortilegio, un golpe de magia tras
un abrazo y unas palabras públicas, sonrisas entre diversos sectores y
algún documento firmado, amaneceremos mañana en paz y sin divisiones.
La
reconciliación se invoca con frecuencia unida a un quimérico perdón que
sin tocar el actual estado de cosas, hace borrón y cuenta nueva sobre
agresiones, violaciones, abusos, crímenes y desigualdades.
Ese concepto
de reconciliación en lugar de ser una propuesta hacia la paz y la
justicia, es parte del conflicto.
¿Qué
es entonces la reconciliación? Es muy difícil encontrar una formulación
con la cual todo mundo nos sintamos identificados. En sociedades
profundamente divididas por razones de distribución de los bienes, y no
solo por razones políticas e ideológicas, la reconciliación se convierte
en un concepto ambiguo e incluso equívoco. Están desde aquellos que
conciben la reconciliación como resignación, o aceptación pasiva de lo
que ha ocurrido, hasta los que valoran que la reconciliación es un
prolongado y casi inacabado proceso de reconstrucción de los tejidos
sociales, humanos, políticos y culturales de las sociedades.
Algo
debíamos tener claro: la reconciliación no puede ser un proceso que
olvide crímenes, abusos y violencias ejercidos por personas y grupos
amparados por el poder del Estado; ni puede ser tampoco un decreto que
deje intacto todo, como si no pasó nada. La reconciliación no puede ser
un factor más de impunidad. No puede ser un proceso conducido únicamente
por cúpulas quienes tienen altas cuotas de poder y de decisión. Nunca
podrá ser válida una propuesta de reconciliación sobre la base de dejar
intacto el modelo injusto de distribución de los bienes y recursos.
Dos
signos inequívocos para establecer la validez de un proceso que avanza
hacia la reconciliación nacional: uno, que los sectores más victimizados
e indefensos tienen asegurada su palabra y su participación directa; y
dos, que las élites dirigentes estén dispuestas a perder privilegios, a
aceptar nuevas reglas que rompan con las ventajas de unas personas y
grupos sobre otros, a reconocer la irrupción de nuevos liderazgos y a
aceptar que la verdad no la tienen únicamente ellas.
Para decirlo de manera sencilla, la reconciliación nos debía llevar a un rehacer relaciones de amistad y a un aprender a vivir juntos en medio de diferencias y disensos, pero con la decisión de aceptar cambios profundos para evitar que se repitan las desigualdades, las violaciones y los abusos. Y para que eso suceda, son necesarios procesos que lleven a conocer la verdad, y que cada actor de la sociedad admita su responsabilidad en la polarización; que los responsables de violaciones rindan cuentas conforme a un estricto proceso judicial; y supone la reparación de la dignidad de las víctimas.
Al
final de cuentas, un verdadero proceso de reconciliación está asociado
al compromiso por establecer unas mínimas bases institucionales
democráticas para que todos los actores sociales participen activamente
en la toma de decisiones sobre el futuro de la sociedad, y que lo hagan a
pesar de tener visiones distintas o contrapuestas. Ese proceso de
reconciliación es lo que justamente llamamos la construcción de un nuevo
pacto social basado en acuerdos mínimos compartidos. Para decirlo de manera sencilla, la reconciliación nos debía llevar a un rehacer relaciones de amistad y a un aprender a vivir juntos en medio de diferencias y disensos, pero con la decisión de aceptar cambios profundos para evitar que se repitan las desigualdades, las violaciones y los abusos. Y para que eso suceda, son necesarios procesos que lleven a conocer la verdad, y que cada actor de la sociedad admita su responsabilidad en la polarización; que los responsables de violaciones rindan cuentas conforme a un estricto proceso judicial; y supone la reparación de la dignidad de las víctimas.
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