Estados Unidos, Nicaragua y los misiles Sam-7
Roberto Bardini
El 7 octubre de 1986, varias paredes de Managua y otras ciudades nicaragüenses amanecieron pintadas con una extraña frase: Los aviones gringos hasen… ¡fusss!
El
humor de la época se
refería al mercenario estadounidense Eugene Hasenfus, de 45 años y
originario de Wisconsin, quien se
transformó en el desconocido más famoso del momento cuando su foto dio
la vuelta al mundo. Había sido capturado un día antes por Raúl Acevedo,
un soldadito de 20 años de edad, con 22 meses de servicio militar, en
una zona selvática a orillas del río San Juan, cerca de la frontera con
Costa Rica.
Veintiún
años atrás, el 20 de septiembre de 1965, otra fotografía también había
circulado alrededor del planeta: Nguyen Kim Lai, una miliciana
vietnamita de 17 años y 36 kilos de peso, conducía prisionero a W. H.
Robinson, un fornido piloto norteamericano cuya aeronave había sido
derribada por el vietcong. Era la imagen actualizada del triunfo del David tercermundista contra el Goliat del Primer mundo.
Esa
imagen se repitió, con variantes de tiempo y lugar, en la tierra de
Augusto César Sandino, “el general de hombres libres”. En las primeras
planas de los diarios de varias capitales, Hasenfus se convirtió en el
primer estadounidense
apresado vivo desde que el gobierno de Ronald Reagan había iniciado en
1982 su guerra no declarada contra Nicaragua. Hacía 79 años que los nicas no
tomaban prisioneros de esa nacionalidad: en 1907, el general liberal
José Santos Zelaya ordenó la detención y fusilamiento de dos
norteamericanos que conspiraban para derrocarlo.
El
“soldado de fortuna”, se supo después, había servido en Vietnam entre
1960 y 1965 como miembro de la sección de abastecimientos de losmarines.
De 1965 a 1973 trabajó para la Southern Air Transport (SAT), una
empresa encubierta de la CIA, y realizó misiones de aprovisionamiento en
Laos, Kampuchea y Tailandia.
Apenas
48 horas antes de
su captura otro soldadito de 19 años, José Canales con sólo cinco meses
de servicio militar, había derribado el avión C-123 en el que viajaba
con pertrechos para los contrasantisandinistas. El chico lo “bajó” con un misil tierra-aire Sam-7, de fabricación soviética, un arma portátil liviana de alto poder destructivo para la que se requiere un solo hombre.
Dos
décadas más tarde, el ejército de Nicaragua conserva mil cien de esos
cohetes. Mil fueron destruidos en 2005 por órdenes del ex mandatario
Enrique Bolaños, a pedido de Estados Unidos. Ahora Washington le demanda
al presidente Daniel Ortega que se deshaga de los restantes Sam-7, a lo
que el ex
comandante sandinista ha replicado que “es absurdo e inconcebible”
porque son necesarios para la defensa del país. En contraste, la
administración Bush aprobó renovar la flota aérea de guerra de Honduras.
El Salvador también posee gran cantidad de aviones de guerra.
A
todo esto, Rusia observa con interés a esta parte del mundo: América
Latina se presenta como un mercado atractivo para colocar armas largas,
misiles, vehículos terrestres, aviones y helicópteros. Las ventas ya
comenzaron a Venezuela, Brasil y, en menor escala, México, Ecuador y
Perú. Uruguay adquirió 400 camiones utilitarios Ural, transportes
blindados livianos de exploración y una cantidad reducida de fusiles
AK-47.
El
armamento ruso se distingue por la simpleza en el diseño,
la facilidad de manejo, el bajo costo y, lo que es más importante,
porque ha sido probado en combate. En 2005 el volumen de exportaciones
de armas rusas se ubicó en un segundo puesto a nivel mundial con 5.771
millones de dólares, seguido por Francia con 2.399 millones. Estados
Unidos mantiene el primer lugar con 7.101 millones.
Ortega
asumió como presidente apenas hace un mes y Washington ya comenzó a
presionarlo. Los asesores de George W. Bush en el Departamento de Estado
y el Pentágono deberían leer a Rudyard Kipling. Los guías de caza en la
antigua Bengala recomendaban a los europeos que llegaban de safari dos
opciones frente a un tigre acorralado y furioso: matarlo inmediatamente o
dejarlo huir. Lo que no se podía hacer era aferrarlo con fuerza de los
testículos y pedirle con
suavidad que obedezca.
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