15/08/2017 / Luis Armando González
Hay
quienes, lamentablemente, tienen una visión de las relaciones entre
Estados Unidos y América Latina que no llega, hacia atrás en el tiempo,
más allá de los años noventa del siglo XX. Además de esa cortedad de
miras, se suelen fijar en las bondades de esas relaciones –juzgadas
principalmente a partir de cooperación económica—obviando lo nocivo que
fue, en términos sociales y económicos, el apoyo de Estados Unidos a
gobiernos autoritarios, sin olvidar los costos de las intervenciones
directas de ese país en las sociedades que las padecieron.
En
la historia de las relaciones de Estados Unidos con América Latina pesa
más lo negativo, visto desde el lado de las sociedades y de las
exigencias de la democracia y de los derechos humanos, que lo positivo.
Obstrucción de proyectos de justicia, golpes de Estado, deterioro
institucional, sostenimiento de gobiernos represivos, asesoría y
acompañamiento en prácticas de terror, dotación de armas para la
destrucción de comunidades… y la lista puede seguir1.
La
deuda de Estados Unidos con las sociedades latinoamericanas –con la
destrucción y la muerte generadas bajo sus auspicios en el pasado
reciente-- es tan grande que agradecer su ayuda financiera en el
presente, obviando ese pasado, es signo de una ceguera imperdonable.
Lo
mismo que es imperdonable exigir sumisión incondicional a sus
decisiones en política exterior en virtud de la ayuda que se recibe
actualmente, como si ese país no tuviera responsabilidad alguna en la
configuración de nuestras naciones y en muchos de sus males
institucionales, políticos y económicos.
Que
quede claro: Estados Unidos no es el único responsable de la historia
de dolor que ha marcado a América Latina en el siglo XX, pero sí jugo un
papel importante apoyando, entrenando y financiando a regímenes que
causaban ese dolor.
El
caso de El Salvador, en los años ochenta es emblemático: los asesinatos
más crueles cometidos en este país en contra de personas indefensas
fueron obra de militares entrenados y financiados por Estados Unidos.
Así que, en vistas de ello, cuando la embajadora de Estados Unidos en El
Salvador opina sobre nuestros problemas, tenemos todo el derecho
criticarla, si no estamos de acuerdo con lo que sostiene, y es hasta
bochornoso sostener que al hacerlo se es poco agradecido con su
gobierno, dada la ayuda que se recibe del mismo. El nuestro, y otros
muchos países de la región –quizás la mayoría—necesita de la ayuda de
Estados Unidos, pero ello no significa sumisión incondicional a sus
designios ni desconocimiento de la gran deuda de ese país con el pueblo
salvadoreño en razón de su complicidad con quienes destruyeron
comunidades y realizaron crímenes de lesa humanidad.
Las
amenazas de Estados Unidos a Venezuela son el ejemplo de un
intervencionismo que en el pasado causó dolor y no contribuyó a que las
sociedades del continente fueran mejores. Estados Unidos no tiene ningún
derecho, ni solvencia moral, para dictaminar qué es o no es la
democracia, o cuáles son los gobiernos legítimos o ilegítimos.
Que
apele a los derechos humanos (o a la democracia) cuando en el pasado
reciente gastó millones de dólares en sostener a gobiernos autoritarios y
violadores de los derechos humanos suena a pretexto para imponer sus
intereses y visión de las cosas, tal como lo hizo en otros tiempos. La
tesis de que América Latina es su “patio trasero” sigue teniendo
vigencia. Desde esa tesis, lo importante no es si los gobiernos de la
región son democráticos o no, si no si son sumisos a Estados Unidos. Eso
explica por qué su complicidad con gobiernos títeres de sus designios,
que en el siglo XX generaron terror y muerte. Eso explica también su
rechazo al gobierno venezolano.
Por
supuesto que hay quienes, apelando a las bondades de la ayuda
estadounidense en el presente, ven con malos ojos cualquier crítica a su
política con Venezuela. Volvamos al argumento previo: es tal la deuda
histórica de Estados Unidos con los pueblos latinoamericanos que su
ayuda actual no sólo es insuficiente no sólo para sanar las heridas
dejadas por su complicidad con gobiernos criminales, sino que le impide
apelar a cualquier respaldo moral o político en el presente. En
realidad, América Latina le debe poco a Estados Unidos.
Independientemente
de la forma cómo se valore el desempeño del gobierno de Venezuela, por
decencia y respeto a la memoria histórica de quienes padecieron los
errores de la política exterior de Estados Unidos no se puede aceptar
que este país siga en la mismas de siempre, imponiendo o deponiendo
gobiernos, o lanzando amenazas por doquier. América no es igual a
Estados Unidos. América Latina no es su patio trasero ni sus naciones un
espacio en los que ese paìs puede realizar sus designios sin
resistencia ni protesta.
Dicho
lo anterior, es preciso hacer algunas aclaraciones pertinentes. En el
texto se ha usado “Estados Unidos” para hacer referencia a los gobiernos
de esa naciòn, los cuales han cometido desatinos extraordinarios en sus
relaciones con América Latina. Hay que distinguir, por tanto, al
gobierno de Estados Unidos del pueblo estadounidense que muchas veces ni
se ha enterado de los desaciertos de sus gobernantes.
Tambièn
es oportuno destacar que las relaciones del gobierno de Estados Unidos
con los gobiernos de la regiòn ha sido variable, lo cual ha dependido de
la sumisiòn o no de estos ùltimos. Casi invariablemente, los gobiernos
de Estados Unidos han sido intolerantes (y en buen nùmero de casos,
agresivos) con gobiernos que han buscado independizarse de su tutela. En
situaciones lìmites, los gobiernos de Estados Unidos no han dudado en
intervenir militarmente y derrocar a los gobiernos insumisos, para luego
imponer a gobiernos hechos a su medida.
En
ese juego de imposiciones o deposiciones, las sociedades han sido las
grandes perdedoras. Desde Mèxico, pasando por Repùblica Dominicana,
Guatemala y Granada, hasta Nicaragua y Panamá, las intervenciones
militares de Estados Unidos (ordenadas por los gobiernos de ese paìs)
han sido dolorosas y costosas para la gente que las padeciò. La deuda de
Estados Unidos con esta gente –con quienes sobrevivieron al terror de
las tropas invasoras—es impagable.
En
definitiva, es importante refrescar la memoria en esto de las espinosas
relaciones de Estados Unidos (sus gobiernos) con las sociedades y
gobiernos de América Latina. No todo ha sido miel sobre hojuelas… ni lo
sigue siendo. En el caso de El Salvador, la cooperación que se ha
recibido despuès del fin de la guerra civil, o las oportunidades dadas a
miles y miles de migrantes (que por cierto no reciben nada regalado,
sino que trabajan duro para sobrevivir) no debe ser óbice para pasar de
largo sobre su papel en el terror y la violencia estatal de la dècada de
los ochenta, o para justifificar o ser còmplices de sus arrebatos
intervencionistas, en el presente, en contra de Venezuela.
San Salvador, 15 de agosto de 2017
1
Quien quiera informarse del detalle de esos costos humanos, sociales,
económicos y políticos, puede revisar las contribuciones de Gregorio
Selser. También pueden leer Revoluciones inevitables. Estados Unidos en Centroamérica, de Walter LaFeber.
http://www.alainet.org/es/articulo/187446
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[1] Quien
quiere informarse del detalle de esos costos humanos, sociales,
económicos y políticos, puede revisar las contribuciones de Gregorio
Selser. También pueden leer Revoluciones inevitables. Estados Unidos en Centroamérica, de Walter LaFeber.
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