domingo, 8 de octubre de 2017

La masacre de Tlatelolco y el recuerdo de Carandirú

La memoria es un espejo que nos ayuda a reconocer el pasado. Por esos nuevos tiempos que hacen que la historia acumule óxido y olvido debemos aprender a vernos en esos espejos. Vamos a recordar dos hechos que han marcado la historia de nuestra América Latina: las masacres de Tlatelolco y Carandirú, en México de los sesenta y en Brasil de los noventas, respectivamente.
                  Las víctimas eran las juventudes excluidas y marginalizadas por parte de los poderes hegemónicos y verticalistas. Los victimarios, grupúsculos asidos al poder político y los militares enquistados en los engranajes del Estado.

Los derechos a la educación de calidad, a la libertad de expresión y disentimiento de las políticas de gobierno reunieron a miles de estudiantes y ciudadanos y ciudadanas en la Plaza de las Tres Culturas.
Gustavo Díaz Ordaz era el presidente mexicano que debía evitar cualquier asunto interno que pusiera en “jaque mate” al orden político, económico, social y militar de la época. No debían llegar aires del mayo francés del sesenta y ocho o las bullas de oposición a la guerra de Vietnam impulsadas por los movimientos hippies de los sesentas y las protestas por el asesinato del luchador de los derechos civiles en los Estados Unidos, el doctor Martin Luther King.

Fue un dos de octubre del sesenta y ocho que alrededor de cuatrocientos estudiantes fueron asesinado y sus cuerpos quemados; la plaza ensangrentada fue lavada por el ejército para borrar y ocultar ese genocidio que además fue ocultado con la celebración de los Juegos Olímpicos celebrados en aquel México del sesenta y ocho.

Veinticuatro años después, pero más al sur de nuestro continente, también un dos de octubre ocurrió otra matanza, esta vez el escenario era un centro penal en la ciudad de Sao Pablo. Las víctimas fueron ciento once privados de libertad. Los asesinos, la policía militar del Estado. El militar responsable fue el Coronel Ubiratan Guimarães, quien, como parte de esos beneficiarios de la impunidad en lugar de pagar por dichos asesinatos, se convirtió en político campante y consonante con el poder hegemónico de su país y luego fue asesinado y su muerte quedó en un misterioso coqueteo con la impunidad.

Casi dos décadas y media separaron esos dos hechos violentos, pero estaban conectados por las violaciones a los derechos fundamentales de la vida, la libertad y la dignidad. Esos eventos tenían también responsables en común: los políticos y militares. Esas dos instancias que saben emborracharse con el poder.

Próximos a cumplirse cincuenta años de la matanza de Tlatelolco y a veinticinco de la matanza en Carandirú es apremiante que reflexionemos sobre el poder que políticos y militares han ejercido en nuestros países, debemos cuestionar las páginas escritas con sangre y a punta de fusil por esas personas que militan en partidos políticos o esos militares metidos en política.





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