miércoles, 15 de enero de 2014

Fallece el poeta Juan Gelman a los 83 años

Por La Jornada en línea / 14 de Enero 2014-18:04 gelman.jpg

El poeta argentino-mexicano Juan Gelman falleció la tarde de este martes a los 83 años en
el DF. Gelman nació el 3 de mayo de 1930 en el barrio de Villa Crespo, Buenos Aires y se exilió
 en Italia, Francia y finalmente México por la persecución de la dictadura militar argentina
(1976-1983).
En 1997 ganó el Premio Nacional de Poesía en Argentina; el premio Juan Rulfo en el año 2000; 
en 2004 el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde; en 2005 los premios  Iberoamericano Pablo Neruda y Reina Sofía de Poesía. En 2007, Juan Gelman ganó el Premio
Cervantes.
Temas como el amor, la muerte, la infancia, la justicia social y la fraternidad inspiraron a Gelman, 
quien contaba que durante los años 30 del siglo pasado su hermano mayor, que nació en Ucrania,
le recitaba poemas rusos de Pushkin, “aunque no entendía nada, me atrapaban la musicalidad y
el ritmo; así empezó mi formación literaria”.
La dictadura le arrebató a su hijo Marcelo y a su nuera, la española Claudia García, 
embarazada de siete meses. A pesar de que ambos formaron parte de la larga lista de 
desaparecidos, el poeta pudo encontrar a su nieta Macarena hace un par de años.
"Hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin
 descanso.
Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron", señaló Gelman
al recibir el Cervantes.
Entre la bibliografía de Juan Gelman destacan los siguientes títulos: Violín y otras cuestiones 
(1956), Cólera buey (1965), Los poemas de Sidney West (1969), Carta Abierta (1980),

Bajo la lluvia ajena (1980), Hacia el Sur (1982), y Eso (1983-1984).

2425.html

Texto íntegro del discurso de Juan Gelman en la entrega del Premio Cervantes
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana
Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible
esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es 
profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran 
poeta  español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. 
Se premia a la poesía entonces, “que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo
hermosa” para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en “Viaje del Parnaso”, “puede pintar
en la mitad del día la noche, y en la noche más escura el alba bella que las perlas cría... 
Es de ingenio tan vivo y admirable que a veces toca en puntos que suspenden, por tener no se qué 
de inescrutable”.

A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo 
donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos 
“Dürftiger Zeite”, estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba 
Hölderlin preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo
en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades 
curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé 
a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que “un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, 
todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé 
conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas
de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve,
Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las
suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor 
de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio 
al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo
que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del 
que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino 
“que no es sino morir muchas veces”, comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces
 y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba 
la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe
señalar que la palabra “desaparecido” es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro
de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos 
en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, 
la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre,
don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su 
Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que 
trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello 
castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me decía, salvo la mención de sus “alegres 
ojos”. Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo 
a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel.
Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante.
Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y 
Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y 
la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los
 poetas malos y los buenos que tiene lugar en “Viaje del Parnaso” y en el que cualquier buen poeta
 podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada 
a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan 
a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros
seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso 
Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, 
parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de 
invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. 
Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del 
asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que 
siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias 
de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la
impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. 
Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible
terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. 
Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades 
posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en
 Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, 
la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto”, 
uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el 
que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan 
aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos
de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su 
diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso 
caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima 
a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó
del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante
los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido 
a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca 
un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición 
de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que
muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante
en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento 
ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. 
Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la
altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre,
arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el
nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y 
hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia.
 Así se da en Irak.
 Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una 
gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que
no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca
visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no
es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer 
quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de 
aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los
dueños del dolor ajeno? ¿“En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos –dice 
Sancho–, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía 
Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe
clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una 
España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia 
cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes 
de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido
es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos 
que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y 
muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares 
desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero 
de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? 
¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? 
¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, 
la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad 
dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no
es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a 
pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de 
un hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos
bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún 
lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, 
que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir
viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en 
el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. 
Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente
 y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. 
Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en 
realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera
del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar
asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación 
de palabras nuevas, porque “esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y 
el uso”. Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay
que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran 
“lastimándolo” desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana y nunca
mañanamos” agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian 
las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como
memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que 
nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje?
¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? 
¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin
nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de
su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros 
que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura.
El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie.Aunque bien
decía Rilke: “[...] lo que finalmente nos resguarda es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento 
conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí 
mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva,
la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para 
escribir. Escribe para vivir.

                              




No hay comentarios :

Publicar un comentario