sábado, 29 de octubre de 2011

Gaddafi cabalga en el Sahara para siempre

Gaddafi cabalga en el Sahara para siempre



Desde aquí, desde las montañas de Colombia, bajo las bombas imperiales que persiguen también con saña la rebeldía, va un abrazo de solidaridad para Libia y África entera.
Por Gabriel Ángel
Todos los imperialistas del mundo están de fiesta. Pregonan a los cuatro vientos que mataron a Muammar al  Gaddafi en Libia, que cumplieron sus propósitos, que ahora sí pueden regresar tranquilamente a casa. Pretenden con su dicha hacer creer que están acabando los malos, que el mundo en adelante va a ir mejor, que la gente buena ahora sí podrá dormir tranquila.
La gente buena no son los siete mil millones de habitantes del planeta. La gente buena son los principales accionistas de las compañías transnacionales que se aprestan a disfrutar del botín de África, de sus mayores reservas petroleras y sus gigantescos depósitos de agua dulce. La buena gente son los gobiernos de la vieja Europa colonialista y brutal, de los Estados Unidos.

El Consejo de Seguridad de la ONU, que dio su visto bueno a la carnicería, no representa en absoluto la voluntad de los pueblos de Asia, África o América Latina. Pero ni siquiera la voluntad de los pueblos europeos o norteamericano. Ese monstruo infernal de cinco cabezas y diez patas es apenas el abyecto capataz del gran capital financiero mundial.
Si algo pone de presente la muerte de Gaddafi, es la ruptura definitiva de cualquier vínculo que pudiera todavía subsistir entre los sueños de hermandad que animaron la creación de la Organización de las Naciones Unidas y la terrible realidad de violencia, explotación y opresión en que se encuentra sumida la Tierra bajo la férula de los criminales poderes hegemónicos.
Qué triste espectáculo ese de salir a exigir que se investigue el crimen, la violación de las leyes internacionales. No existe ley ninguna que pueda frenar o sancionar las determinaciones de los amos del mundo. La legislación internacional no es más que el atado de prohibiciones y sanciones con que las naciones más poderosas procuran aplastar en derecho a las más débiles.
Nada hay más retórico y trágico que el recinto donde sesiona la Asamblea General de la ONU, en donde Presidentes románticos, un poco como orates, pronuncian los más bellos discursos ante un pobre auditorio. Ninguna de las decisiones adoptadas en ese foro posee poder vinculante, no pasan de simples recomendaciones de las que se ríe impunemente el imperio.
Certezas como esas fueron las que comprendió Gaddafi. Y a las que se opuso en voz alta con una dignidad y un coraje que conmovieron la opinión mundial. A diferencia de buena parte de siniestros mandatarios de África aplaudidos y apoyados por la Unión Europea, Muammar se dedicó durante décadas a elevar considerablemente el nivel de vida del pueblo libio.
Algo que jamás ha preocupado a las potencias colonialistas que fueron siempre al continente negro en busca de tesoros y esclavos. Y que procedieron sin disimulo del modo más salvaje contra árabes, bereberes y negros que levantaron su voz de protesta o clamaron por su independencia. Gaddafi representaba sin duda el decoro de África y el mundo árabe.
Cosa que no podían perdonarle nunca los imperialistas. Estaba condenado a muerte desde hace mucho tiempo. Simplemente las cosas se dieron para la ejecución de la condena ahora. No habían prosperado las conspiraciones ni los atentados contra él, había que sacarlo por la fuerza, con una operación que por su cobardía colma de asombro y repugnancia al mundo.
Porque se ejecuta en nombre de la democracia y la vida, invocando la libertad y la lucha contra el terrorismo, precisamente por parte de los poderes e intereses que más han hollado con sus violencias esos sagrados derechos. Francia, la misma que pese a los derechos del hombre exprimió hasta la hambruna a Haití, vuelve a recordarnos hoy la indecencia europea.
El premio nobel de paz que Europa regaló a Barak Obama, simboliza el cinismo del gran capital transnacional, que tiene al mundo tomado por el cuello y amenaza con destruirlo, mientras clama en voz alta por la conservación del medio ambiente. Llámenla como la llamen, la agresión contra Libia no es más que un horroroso acto terrorista por parte del imperio.
La muerte de Gaddafi duele. Aunque se diga y reconozca que no era el mismo hombre de antaño, aunque se lo muestre como inconsecuente y hasta incauto en sus últimos años. Aunque haya sido tildado de traidor por muchos. Hubiera podido rendirse, hubiera podido invocar en su favor quizás qué compromisos y hechos. Hubiera podido infamarse.
Pero se abstuvo. Cuando hacerlo le hubiera ganado las palmaditas en la espalda de parte de los primeros ministros y presidentes del primer mundo, cosa que han hecho en cambio multitud de arrepentidos que ascienden hasta a vicepresidentes. En su lugar tomó las armas y se fue al desierto. A enfrentar hasta la muerte a invasores, mercenarios y perjuros.
Y eso lo redime ante la historia. Fue asesinado miserablemente porque era un personaje  inmenso de ideas y convicciones anti imperialistas. Igual como sucedió con el Che Guevara en Bolivia. Pensaron que muerto se apaciguaría por completo su país. Se equivocaron, el problema no era Gaddafi sino ellos, el problema no era con Libia, sino con el mundo entero.
Ese mundo que se levanta indignado en todos los rincones del planeta. Esos proletarios de todos los países que marchan en dirección a unirse. Esos miles de millones de seres humanos que están cansados de tanta injusticia, que quieren que los dejen pensar y obrar por sí mismos, que harán de Gaddafi, como del Mono Jojoy, otro de sus inmortales íconos.
Desde aquí, desde las montañas de Colombia, desde la esquina noroccidental de Suramérica, va nuestro abrazo de solidaridad para Libia y África. Sobre nosotros también caen con saña las bombas imperiales que se empeñan en acabar la rebeldía, por eso sabemos lo que valen hombres como Patricio Lumumba, Ken Waro Siwa o Muammar al Gadaffi. Honor a todos ellos.
 
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